Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad… Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.

Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.

El ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.

El hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:

—Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors… ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Et amen. ¿No?

En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto… Y en cierta ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco la lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allí. Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los disiecta membra [22] «dislocados miembros». de otras oraciones que algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva, [23] «si es lícito comparar lo pequeño con lo grande». Frase parecida a la de la primera Égloga de Virgilio, al comparar el poeta la ciudad de Mantua con Roma, pero que aparece aquí levemente modificada respecto del original latino: «sic parvis componere magna solebam», «así solía comparar lo grande con lo pequeño». Y exactamente igual, pero en distinto orden, al texto del mismo Virgilio en las Geórgicas, IV, 176: «si parva licet componere magnis». o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aun… Pero, vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.

—¿Por qué has dicho penitenciágite? —preguntó.

—Domine frate magnificentisimo —respondió Salvatore haciendo una especie de reverencia—. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. ¿No?

Guillermo lo miró fijamente:

—¿Antes de venir aquí estabas en un convento de frailes menores?

—No intendo.

—Te pregunto si has vivido entre los frailes de San Francisco, te pregunto si has conocido a los llamados apóstoles.

Salvatore se puso pálido, o, más bien, su rostro bronceado y animalesco se volvió gris. Hizo una profunda reverencia, pronunció un casi inaudible vade retro, se persignó devotamente y huyó mirando hacia atrás de cuando en cuando.

—¿Qué le habéis preguntado? —inquirí.

Guillermo permaneció pensativo un momento.

—No importa, después te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.

Era poco después de la hora sexta. El sol, pálido, penetraba desde occidente, o sea por unas pocas, y estrechas, ventanas. Un delgado haz de luz tocaba aún el altar mayor cuyo frontal parecía emitir un dorado resplandor. Las entradas laterales estaban sumergidas en la penumbra.

Junto a la última capilla, antes del altar, en la nave de la izquierda, se alzaba una grácil columna sobre la cual había una virgen de piedra, esculpida en el estilo de los modernos, la sonrisa inefable, el vientre prominente, el niño en brazos, graciosamente ataviada, el pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de la Virgen, orando, postrado casi, había un hombre que vestía los hábitos de la orden cluniacense. [24] Perteneciente o relativo al monasterio o congregación de Cluni, en Borgoña, que seguía la regla de San Benito.

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