Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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—Así sea —dijo Guillermo con tono devoto—. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?

—Mirad, fray Guillermo —dijo el Abad—, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros —y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial— hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.

—De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras…

—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además —añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento—, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.

—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del Edificio…

El Abad sonrió:

—Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.

—Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?

—Fray Guillermo —dijo el Abad con tono conciliador—, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.

Guillermo hizo una reverencia:

—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.

—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo —respondió el Abad.

—Una última cosa —preguntó Guillermo—. ¿Ubertino?

—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.

—¿Cuándo?

—Siempre —sonrió el Abad—. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo… Pasa la mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.

—¿Está muy viejo? —preguntó Guillermo vacilando.

—¿Cuánto hace que no lo veis?

—Hace muchos años.

—Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud.

—Iré a verlo en seguida. Gracias.

El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.

Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.

—¿Qué pasa? —preguntó Guillermo sobresaltado.

—Nada —respondió sonriendo el Abad—. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.

Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente… Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá mencionar.

SEXTA

Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Casale.

La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.

Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum literatura [19] «la pintura es la literatura de los legos». ), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi lengua apenas logra expresar.

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