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Umberto Eco: El nombre de la rosa

Здесь есть возможность читать онлайн «Umberto Eco: El nombre de la rosa» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1982, ISBN: 978-84-264-1437-3, издательство: Lumen, категория: Исторический детектив / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI. Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa, narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.

—Sin embargo —dije—, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?

—No exactamente, querido Adso —respondió el maestro—. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, [14] «palabra o expresión de la mente». y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.

Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.

Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.

Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.

Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una gran humanidad.

—Ha sido un gran placer —añadió el Abad— enterarme de que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas —y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes—, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio…

—También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo — dijo Guillermo.

—Es posible —admitió el Abad con mucha cautela—, porque los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores!

—Comprendo —dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.

—Por eso —prosiguió el Abad—, considero que los casos que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando…

—…los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenena-mientos, de corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar…

—…que sólo habéis condenado cuando —prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción— la presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio delito.

—Cuando declaré culpable a alguien —aclaró Guillermo— era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.

El Abad tuvo un momento de duda:

—¿Por qué —preguntó— insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?

—Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

—El doctor de Aquino —sugirió el Abad— no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

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