Eadulf se sentía violento.
– Ha de ser así, pues fueron la causa de la caída de Adán y Eva.
– ¿Sin embargo cómo pueden ser la causa del pecado si la reproducción es necesaria para la supervivencia de la humanidad? ¿Hemos de creer que Dios nos condena al olvido haciendo de la reproducción un pecado? ¿Si es un pecado, por qué darnos los medios para reproducirnos?
– Pablo dijo a los corintios que el matrimonio y la procreación no eran pecado -observó Eadulf con suavidad.
– Pero añadió que no era tan piadoso como el celibato. Yo creo que la llamada que hace Roma a su clero para que se mantenga célibe entraña grandes peligros.
– Es sólo una sugerencia -replicó Eadulf-. Desde el concilio de Nicea hasta ahora la Iglesia romana tan sólo ha aconsejado a los clérigos por debajo del rango de obispo que no durmieran con sus mujeres y, ciertamente, que no se casaran. Pero no está prohibido.
– Con el tiempo lo estará -replicó Fidelma-. Juan Crisóstomo se pronunció en contra de la cohabitación entre religiosos en Antioquía.
– ¿Entonces pensáis que el celibato está mal?
Fidelma hizo una mueca.
– Que los que quieran ser célibes, lo sean. Pero no obliguemos a todos a ser iguales quieran o no. ¿No es una blasfemia sostener, en nombre de Dios, que tan sólo podemos servirlo oponiéndonos a Él, rechazando una de las mayores obras de la creación? ¿No dice el Génesis: «… hombre y mujer los creó, y Dios los santificó y Dios les dijo, sed creced y multiplicaos…». ¿Vamos a negar eso?
Calló cuando se oyó un golpe en la puerta y entró sor Eafa, con mirada ansiosa, echando primero una mirada a Fidelma y luego a Eadulf.
– Aquí estoy, pero no entiendo por qué he sido llamada -dijo.
Mientras hablaba intentaba mantener sus manos, encallecidas y nervudas, quietas ante ella, pero las retorcía nerviosa y eso dejaba traslucir su agitación.
Fidelma sonrió tranquilizadora y le hizo un gesto para que se sentara. Eadulf vio que la ira de Fidelma hacia la abadesa Wulfrun se había evaporado. Se dio cuenta de que la discusión respecto al celibato no era más que una manera de dar rienda suelta a sus emociones, alteradas por los insultos de la abadesa.
– No es más que una formalidad, Eafa -dijo ella en tono sosegador-. Tan sólo quería saber cuándo fue la última vez que visteis a Wighard vivo.
La muchacha parpadeó con inseguridad.
– No os entiendo, hermana.
– ¿Os ha informado el tesserarius de nuestra misión de investigar la muerte de Wighard?
– Sí, pero…
– Sin duda visteis a Wighard en la cena a la que asististeis con la abadesa Wulfrun.
La muchacha asintió con la cabeza.
– ¿Y después de eso? -la animó a continuar Fidelma.
– No, después de eso no. Yo dejé a la abadesa Wulfrun hablando con él en la puerta del refectorio. Estaban… discutiendo por algo. Me retiré a mi habitación. Después ya no lo vi.
Eadulf se inclinó hacia adelante con repentino interés.
– ¿La abadesa Wulfrun estaba realmente discutiendo con Wighard?
Eafa asintió con la cabeza otra vez.
– ¿De qué discutían?
Eafa se encogió de hombros.
– No estoy segura. No los escuché.
Fidelma sonrió tranquilizadora a la muchacha.
– ¿Así que regresasteis a vuestra habitación, que estaba junto a la de la abadesa Wulfrun?
– Así es -contestó Eafa en voz baja.
– ¿Volvisteis a salir de la habitación otra vez aquella noche?
– ¡Oh, no!
Fidelma alzó las cejas.
– ¿No?
La muchacha frunció el ceño, dudó y luego se corrigió.
– Fui llamada un poco más tarde a la habitación de la abadesa Wulfrun.
– ¿Con qué motivo?
– ¿Por qué? -preguntó Eafa, extrañada ante aquella pregunta-. Para ayudarle a prepararse para ir a dormir.
– ¿Es eso usual?
La muchacha parecía indecisa.
– No estoy segura de lo que queréis decir, hermana.
– ¿Sois o no la compañera de la abadesa Wulfrun?
Ella asintió con una sacudida de la cabeza.
– Entonces, ¿por qué tenéis que hacer tantas tareas serviles que podría hacer la abadesa Wulfrun?
– Porque… -Eafa se detuvo para reflexionar- ella es una gran dama.
– Ahora simplemente es de la hermandad. Ni siquiera una abadesa espera de otra de su casa que la sirva.
Eafa no contestó.
– Venga, ¿creéis que estáis obligada a servir a la abadesa Wulfrun?
Los ojos de color castaño claro de la muchacha se levantaron y se quedaron mirando el rostro de Fidelma. Parecía que estaba a punto de contestar, pero entonces bajó la cabeza. Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
– ¿Por qué? -insistió Fidelma-. Gran dama o abadesa o humilde hermana de la fe, Wulfrun no tiene ese derecho. Sólo sois sierva de Dios.
– No puedo decir nada más -dijo la mujer con voz tensa-. Lo único que puedo decir es que esperé a la abadesa Wulfrun aquella noche y cuando se hubo preparado para dormir, regresé a mi habitación y me acosté.
Fidelma estaba a punto de insistir más, pero de repente se ablandó. Aporreando a la muchacha no hubiera conseguido nada.
– ¿A qué hora fue eso, Eafa?
– No estoy segura. Bastante antes de la medianoche.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Me desperté con las campanadas del ángelus de medianoche y luego me volví a dormir.
– ¿Os despertasteis más tarde?
– No lo creo.
– ¿Qué queréis decir? -exigió Eadulf, entrando en la conversación por primera vez-. ¿No creéis que os volvierais a despertar?
– Bueno -dijo la muchacha frunciendo el ceño-, creo que me desperté algo después, al oír un gran alboroto, pero estaba tan cansada que me di la vuelta y a los pocos momentos me volví a dormir. En el desayuno, al día siguiente, alguien dijo que un religioso irlandés había sido atrapado en los jardines de abajo y que había matado al arzobispo. ¿No es eso cierto?
Los iba mirando con los ojos bien abiertos.
– Hasta cierto punto -admitió Fidelma-. Un religioso fue arrestado, pero todavía hay que probar si es culpable o no.
La muchacha abrió la boca, hizo una pausa y luego la cerró de golpe. A Fidelma no se le escapó el movimiento involuntario.
– ¿Ibais a decir algo? -animó a la muchacha.
– Sólo que la mañana anterior al crimen vi a un hermano irlandés en los jardines del exterior del domus hospitalis. Era gordo, con cara redonda y con esa divertida tonsura que llevan los irlandeses.
Eadulf se inclinó hacia adelante con interés.
– ¿Visteis a ese hermano?
– Oh sí. Me hizo algunas preguntas respecto al entorno de Wighard, sobre quién acompañaba a Wighard durante su visita, pero entonces se acercó la abadesa Wulfrun y tuve que ir con ella. He oído que este monje que buscan los custodes es un religioso irlandés de cara redonda.
Se hizo un silencio y Fidelma se reclinó pensativa.
– ¿Cuánto tiempo lleváis en la abadía de Sheppey? -preguntó de una manera algo violenta.
La muchacha parecía desconcertada por aquel repentino cambio de tema.
– Cinco años, tal vez un poco más, hermana.
– ¿Cuánto hace que conocéis a la abadesa Wulfrun?
– Un poco más…
– ¿Así que conocíais a la abadesa Wulfrun antes de ir a Sheppey?
– Sí -admitió la muchacha.
– ¿Dónde fue eso? ¿En otra casa religiosa?
– No. Wulfrun me ofreció su amistad cuando yo estaba necesitada.
– ¿Necesitada?
La muchacha no mordió el anzuelo, pero asintió con la cabeza.
– ¿Dónde fue eso? -insistió Fidelma otra vez.
– En el reino de Swithhelm.
– ¿Así -dijo Eadulf rápidamente- sois del reino de los sajones orientales?
Читать дальше