– No de forma explícita, pero sí con ligeras alusiones. Ningún miembro de la Iglesia por encima del rango de abad puede estar casado, como ya sabéis. Desde luego, Roma desaprueba que los que estén por debajo de ese nivel mantengan tales relaciones carnales, aunque no está prohibido. De todas formas, el asunto se discutió y se desestimó cuando quedó claro que la familia de Wighard había sido asesinada hace tiempo. Sin embargo, el hecho de que el tema se tratara hizo que se cuestionara la idoneidad de Puttoc para aspirar a ese cargo.
– ¿Es que hay entonces otro candidato? -interrumpió Fidelma.
– Su Santidad está considerando el asunto.
Eadulf estaba sorprendido.
– ¿Yo pensaba que había aquí pocos sajones cualificados para aspirar a la dignidad de Canterbury?
– Ciertamente, así es -coincidió Gelasio-. Su Santidad se inclina a creer que no es el momento adecuado para que la primacía de Roma en los reinos sajones esté en manos de un sajón.
– Eso provocará las protestas de los sajones -espetó Eadulf, sorprendido.
Gelasio se giró hacia él frunciendo el ceño.
– La obediencia es la primera regla de la fe -dijo con voz amenazante-. Los reinos sajones han de obedecer la decisión de Roma. No puedo decir más, una vez llegados a este punto, pero, entre nosotros, os aseguro que el abad Puttoc no va a ser considerado. Sin embargo, esto ha de seguir siendo un secreto por el momento.
– Por supuesto -confirmó Eadulf, diplomáticamente-. Tan sólo estaba pensando en voz alta. -Luego hizo una pausa y añadió-: Me pregunto si el abad Puttoc conoce esta decisión.
– He dicho que este asunto debe seguir siendo privado. Puttoc se enterará de todo cuando llegue el momento.
Fidelma dirigió a Eadulf una mirada de advertencia al ver que éste abría la boca para seguir hablando sobre el asunto. El sajón la cerró de repente.
– Lo principal en este momento es resolver el asunto de la muerte de Wighard -continuó Gelasio-. Y contamos con ambos.
Hizo énfasis en la última palabra y luego, sin decir nada más, se giró y salió de la habitación seguido por Marino.
– ¿Por qué queríais que me callara respecto a Puttoc? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ido-. Yo sólo quería saber si él todavía continuaba pensando que era un candidato a la silla de arzobispo.
– Hemos de reservarnos nuestras opiniones. Si Puttoc es tan ambicioso…
– Y hay gente que ha matado por conseguir menos -acabó de decir Eadulf.
– Si es así, hemos de proporcionarle algo de cuerda para que pueda colgarse a sí mismo. No hemos de advertirle con nuestras sospechas.
Eadulf se encogió de hombros.
– Cuidado, yo no tengo sospechas de nadie aparte de Ronan Ragallach, no después de la confirmación que nos ha proporcionado Eafa. Tenemos pruebas de que Ronan Ragallach andaba rondando por la domus hospitalis la noche anterior al crimen y de que luego hacía preguntas acerca de Wighard y su entorno la misma mañana del asesinato. Finalmente, fue arrestado cuando huía de la domus hospitalis, justo después de que Wighard fuera asesinado. ¿No son éstas pruebas suficientes?
– No -dijo Fidelma con firmeza-. Quiero algo más que unas pocas pruebas circunstanciales.
Su frase terminó con un repentino bostezo de fatiga que no fue capaz de sofocar. Lo dilatado de la jornada, tan llena de acontecimientos, se mostró de repente. Echó una mirada al refrigerio sin tocar que había traído Furio Licinio. A pesar de la breve siesta de la tarde, en ese momento se sentía exhausta, demasiado exhausta incluso para considerarlo.
– Ir a dormir es mi siguiente prioridad, Eadulf. -Fidelma ahogó otro bostezó-. Nos encontraremos mañana por la mañana y evaluaremos las pruebas que hemos reunido.
– ¿Puedo acompañaros a vuestro alojamiento? -preguntó Eadulf.
Sonriendo, estaba a punto de decir que no con la cabeza cuando el joven cusios Furio Licinio se adelantó.
– Yo os acompañaré, hermana, pues mi aposento está en vuestra dirección.
Su voz daba a entender que no admitía discusión. Fidelma estaba demasiado cansada ahora para discutir nada. Y así, deseando una buena noche de descanso a Eadulf, se fue medio dormida siguiendo al joven custos desde los salones de mármol del palacio de Letrán, y atravesando la entrada principal ahora vacía, por el pórtico y por la Via Merulana.
Estaba casi dormida de pie cuando llegaron al pequeño hostal situado junto al oratorio de santa Práxedes.
La diaconisa Epifania, apostada en la verja, se apresuró a recibirla. Desde que se había enterado de que ahora Fidelma realizaba una misión importante en el palacio de Letrán y era confidenta del obispo Gelasio, y de que podía incluso mandar a un tesserarius de los custodes del palacio, poco era lo que no fuera a hacer para procurar que su huésped de honor no tuviera quejas. Al darse cuenta de lo exhausta que estaba Fidelma, Epifania empezó a cloquear como una madre preocupada. Tomó a la muchacha de la mano y, con un gesto de desdén hacia el joven guardia, condujo aquella pesada carga al interior y directamente a su cubiculum. Fidelma estaba dormida incluso antes de que su cabeza cayera sobre la almohada. Tuvo un descanso profundo aunque no carente de sueños, pero sus sueños eran necesarios para hacer que su mente se relajara de toda la información e imágenes que había ido absorbiendo durante el día.
Cuando sor Fidelma se despertó, con el límpido resol de la mañana romana que penetraba en su cubiculum, se encontró totalmente recuperada y relajada. Se desperezó a sus anchas y entonces percibió lo brillante y cálido que era el día. Frunciendo ligeramente el ceño, retiró las mantas y se levantó de la cama de un salto. Sabía que era tarde pero no le preocupaba mucho. Necesitaba dormir. Se tomó su tiempo con el aseo personal, y se vistió y dejó la habitación. Sin duda, la diaconisa Epifania y su marido Arsenio habrían servido el ientaculum, la primera comida del día, y Fidelma tendría que tomar algo en otro sitio, quizá se compraría algo de fruta en uno de los puestos de la Via Merulana de camino hacia el palacio de Letrán. Pero a Fidelma no le importaba. Era sorprendente comprobar cómo un buen reposo hacía de la vida algo placentero.
Para su sorpresa, cuando avanzaba por el patio del hostal, la diaconisa Epifania apareció sonriendo ampliamente. ¡Qué cambio entre la mujer desinteresada de ahora y la de hacía dos días!
– ¿Habéis dormido bien, hermana? -preguntó alegremente.
– Sí -contestó Fidelma-. Estaba extremadamente cansada la pasada noche.
La mujer mayor asintió con la cabeza rápidamente.
– Que si lo estabais. Apenas os disteis cuenta de que os ayudé a ir a la cama. Pensamos que era mejor dejaros dormir todo lo que quisierais. Pero os hemos preparado algo de comida en nuestro pequeño refectorio, hermana.
Fidelma tenía el vago recuerdo de la mujer ayudándola la noche anterior. Le sorprendía que fuera tan complaciente.
– Pero es tarde. No quisiera perturbar la rutina del hostal.
– No es ninguna molestia, hermana -dijo Epifania casi haciéndose la simpática, dejando pasar a su huésped a un pequeño refectorio vacío.
Todavía había un lugar dispuesto y Epifania continuó mimando a Fidelma. La comida era excelente, con pan de trigo y un plato de miel y fruta, principalmente higos y uva. Fidelma había aprendido, en su corta visita a la ciudad, lo suficiente de las costumbres de Roma para comer poco a la hora del ientaculum y más cantidad a mediodía, en el prandium, pues era la comida principal del día. Sin embargo, cuando el sol se ponía se servía una comida más ligera llamada cena. Costaba un poco ajustarse a estos horarios, pues en las abadías de Irlanda, e incluso en Nurthumbria, era la comida de la noche, la cena, la principal del día.
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