Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– Ya he dicho demasiado -contestó con brevedad.

– Nos han explicado que el alboroto del arresto del hermano Ronan Ragallach por parte de los custodes fue tan grande que despertó al hermano Sebbi -observó Fidelma-. Sin embargo, vos no oísteis nada.

La abadesa Wulfrun se ruborizó.

– ¿Dudáis de mi palabra? -dijo con voz amenazante-. ¿Sabéis, muchacha irlandesa, con quién estáis hablando?

Fidelma esbozó su amplia y peligrosa sonrisa.

– Yo le estoy hablando a una hermana en la fe y, tal como exige la cortesía entre iguales en la fe, espero una respuesta.

El resoplido se convirtió en una verdadera explosión.

– Soy Wulfrun, hija de Anna, rey de Anglia Oriental. Mi hermana Seaxburgh es reina de Kent, esposa de Eorcenberht. Ésa soy yo.

– Sin duda sois la abadesa Wulfrun de la abadía de Sheppey -corrigió Fidelma con suavidad-. Una vez se han tomado los hábitos no hay más rango que el que la Iglesia confiere.

La abadesa Wulfrun se irguió muy tiesa en su silla. Por un momento se olvidó de juguetear con la tela que a modo de bufanda llevaba alrededor del cuello, y se quedó mirando a Fidelma con incredulidad.

– ¿Os atrevéis a hablarme así? -dijo con una voz que no era más que un susurro-. ¡Soy una princesa sajona!

– Lo que erais antes tiene poca relevancia. Ahora en cambio sois una sierva de Cristo.

Wulfrun abrió la boca y la cerró varias veces. Entonces explotó.

– ¡Cómo os atrevéis, vos, campesina, campesina extranjera! Yo soy una princesa de Kent. ¿Sabéis vos quién es vuestro padre?

Eadulf miraba horrorizado el color rojizo que iban adquiriendo las mejillas de Fidelma mientras le devolvía la mirada a la mujer insolente y despectiva. Por un momento pensó que la religiosa irlandesa iba a estallar, encolerizada a causa de aquel insulto, pero Fidelma consiguió controlarse y se reclinó con una sonrisa tensa. Cuando habló, su voz tenía una modulación suave y calmada.

– Mi padre, y el vuestro, abadesa Wulfrun, es el Dios que servimos.

Los labios delgados de la abadesa acentuaron su desprecio todavía más y antes de que pudiera responder Fidelma continuó.

– Sin embargo, si tanto os preocupan las cosas temporales, y no la fe con la que estáis comprometida, permitidme que os diga esto. Mi padre temporal era Failbe Fland mac Aedo, rey de Cashel y Munster, y mi hermano, Colgú, es quien reina allí ahora. Pero no me jacto de ello. Es lo que soy lo que cuenta. En este momento, soy una abogada de los tribunales de mi tierra, encargada por el gobernador militar y el nomenclator de este palacio de investigar un asesinato.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido. Era la primera vez que Fidelma hacía referencia a sus orígenes o a su familia. La religiosa continuaba mirando fijamente, pero con calma, los rasgos de la arrogante abadesa sajona.

– Cuando entré al servicio de Cristo acepté su enseñanza de que todos somos iguales ante Él. ¿Conocéis la epístola a Timoteo: «Decidle a los ricos y poderosos que no sean orgullosos o altaneros y no deseen las riquezas inciertas sino poner las esperanzas en el Dios Viviente»?

La abadesa Wulfrun, con el rostro todavía destilando ira, se levantó de un salto, de manera que la silla se cayó hacia atrás. Con la agitación, la bufanda se le cayó y dejó al descubierto parte del cuello. Fidelma entrecerró un segundo los ojos y vio una marca roja en él. Era el cardenal de una antigua herida o inflamación. Wulfrun farfullaba sin darse cuenta de que se le había caído aquella tella.

– Me niego a quedarme sentada y ser insultada por… por…

No le salían las palabras; enseguida se giró y salió despotricando de la habitación. Furio Licinio la miró con impotencia.

El hermano Eadulf se reclinó en su silla sacudiendo la cabeza.

– Os habéis creado un enemigo, Fidelma -dijo afligido.

Fidelma parecía exteriormente sosegada, pero en sus mejillas permanecía aquella rojez y sus ojos centelleaban y danzaban con curiosas llamas.

– La persona que no se ha hecho nunca un enemigo nunca se hará un amigo -advirtió la muchacha-. Podéis juzgar a una persona por sus enemigos y yo preferiría ser juzgada tanto por los enemigos como por los amigos. -Se giró hacia Furio Licinio-: Intentad encontrar a sor Eafa y traedla aquí sin que se entere la abadesa Wulfrun.

El asombrado joven tesserarius alzó la mano en señal de saludo. Era la primera vez que hacía aquel gesto militar de cortesía.

– ¿Por qué ese secretismo? -preguntó Eadulf con curiosidad, cuando Furio Licinio hubo salido de la habitación.

– Esta Wulfrun es una dama muy dominante. ¿Puede ser que sea tan estúpida o hay algo de planeado en su arrogancia? ¿Acaso esa insolencia tiene por misión ocultar algo más?

El hermano sajón hizo una mueca.

– Ella se jacta de tener parientes muy poderosos, Fidelma. Yo tendría cuidado.

– Poderosos entre los reinos sajones solamente. Yo no tengo intención de regresar allí cuando me vaya de aquí.

Eadulf se preguntaba por qué de repente sentía una punzada de ansiedad ante la idea de su marcha.

– De todas maneras -dijo Eadulf-, la abadesa Wulfrun no parece que añada gran cosa a la información que poseéis.

Fidelma permanecía pensativa.

– Pero sin duda demuestra que no es totalmente franca y prefiere parapetarse en su arrogancia. ¿No fue Ovidio el que dijo que el ataque era una buena defensa?

Eadulf frunció el ceño mientras meditó sobre el asunto.

– ¿Pero qué puede ser lo que esté ocultando?

Fidelma sonrió irónicamente.

– ¿No es lo que tenemos que descubrir?

Eadulf asintió a medias con la cabeza.

– ¿Pero qué relevancia puede tener para nuestra investigación lo que Wulfrun tenga que decir?

Fidelma se adelantó y puso su mano sobre el brazo de Eadulf.

– Me temo que estáis simplemente repitiendo vuestra pregunta, Eadulf. Pensemos en ello -dijo reclinándose-. ¿Por qué se sintió tan amenazada que se vio obligada a atacar? ¿Ella es así o hay un motivo concreto?

Eadulf la miraba impotente.

– Yo creo -continuó Fidelma tras una pausa-, me inclino a creer que es su forma de ser. Yo he oído cosas de ese rey Anna que ella llama su padre. Se convirtió del culto de Woden a la fe verdadera. Creo que Anna tuvo varias hijas y, en su entusiasmo, las convenció a todas para que sirvieran a la Iglesia. Ya sabemos lo que puede pasar cuando los padres obligan a las hijas a hacer lo que ellos quieren en lugar de lo que las hijas desean realmente.

– Pero las hijas no pueden sino obedecer a sus padres -replicó Eadulf-. ¿No fue san Pablo el que escribió: «Niños, obedeced a vuestros padres en todo, pues esto place al Señor»?

Fidelma sonrió ligeramente.

– ¿Y no fue también Pablo el que escribió: «Padres, no provoquéis a vuestros hijos, a fin de que no se desanimen»? Pero yo olvido, a veces, que estamos separados por un sistema social y legislativo diferente. Entre los sajones, las hijas parecen ser poco más que bienes muebles que se pueden comprar o vender de acuerdo con los caprichos de sus padres.

– Pero la ley de los sajones está más conforme con la enseñanza de Pablo -aseguró Eadulf, sabiendo por experiencia lo diferente que era el papel de la mujer en Irlanda-. Él dice: «Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, que es lo que complace al Señor. Pues el marido es superior a la mujer como Cristo es la cabeza de la Iglesia…». Seguimos esta enseñanza.

– Yo prefiero el sistema de mi propia tierra, donde al menos las mujeres tienen alguna elección -replicó Fidelma irritada-. Uno no tiene que obedecer a Pablo en todas sus opiniones, pues era un hombre inmerso en su cultura, que no es la mía. Además, no todas las personas del mundo de Pablo estaban de acuerdo con sus enseñanzas. Pablo estaba a favor del celibato entre el clero, creyendo que las relaciones carnales eran un impedimento para las elevadas aspiraciones del alma. ¿Quién puede creer que eso es así?

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