Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Cuando hubo acabado de comer pensó en inquirir si alguien había preguntado por ella. Furio Licinio había prometido escoltarla hasta el palacio de Letrán.

– El tesserarius de los custodes desde luego ha venido preguntando por vos esta mañana temprano -confirmó Epifania-. Me dijo que os comunicara que descansarais cuanto quisierais, pues él y un hermano… -Epifania contrajo la cara al intentar recordar su nombre.

– ¿Hermano Eadulf? -adivinó Fidelma.

– Ah, eso es. Él y el hermano Eadulf harían otra pesquisa en busca de lo que ha desaparecido. -Epifania hizo una mueca; estaba claro que no le gustaban los mensajes desconcertantes-. ¿Tiene sentido?

Fidelma indicó que sí lo tenía. Le sorprendería que Furio Licinio o Eadulf descubrieran los objetos desaparecidos en algún lugar del palacio de Letrán. Hacía tiempo que los debieron de sacar de allí.

De repente Epifania soltó una exclamación de reproche.

– Casi me olvido, hermana. Hay un mensaje escrito para vos.

– ¿Para mí? -repitió Fidelma-. ¿Del palacio de Letrán?

Supuso que sería del hermano Eadulf.

– No, un chico lo trajo a primera hora.

Epifania se dirigió a un lado de la habitación y cogió un trozo de papiro doblado.

Perpleja, Fidelma vio su nombre escrito en el exterior con caracteres latinos. Lo desenrolló y la boca se le fue abriendo al darse cuenta de que el mensaje estaba escrito en Ogham. Ogham era la antigua forma de escritura irlandesa, consistente en unas líneas cortas trazadas o atravesadas sobre una línea base. El alfabeto había empezado a caer en desuso con la amplia aplicación de la forma latina utilizada por los cristianos. Se decía que el alfabeto les fue dado a los antiguos irlandeses por Ogma, el antiguo dios pagano de la elocuencia y la literatura. Fidelma había aprendido el antiguo alfabeto pues, aunque estaba cayendo en desuso, varios religiosos todavía lo usaban en sus memoriales. Era útil leer los textos antiguos como las varas de los poetas (sagas enteras inscritas en varitas de tejo o avellano), que ahora se veían reemplazados por una escritura irlandesa en caracteres latinos.

Los ojos de Fidelma recorrieron rápidamente el escrito. Abrió los ojos sorprendida.

Sor Fidelma:

Yo no maté a Wighard. Yo creo que vos sospecháis que ésta es la verdad. Encontrémonos en la catacumba de Aurelia Restutus en el cementerio que está más allá de la puerta Metronia. Venid sola. Venid a mediodía. Os explicaré mi historia pero únicamente a vos. Ronan Ragallach, vuestro hermano en Cristo.

Fidelma expulsó el aire con algo parecido a un silbido agudo.

– ¿Malas noticias? -preguntó la voz ansiosa de Epifania por encima de su hombro.

– No -dijo Fidelma rápidamente, metiendo la nota entre los pliegues de su hábito-. ¿Qué hora es?

Epifania frunció el ceño.

– Falta una hora para mediodía. Habéis dormido mucho y bien.

Fidelma se levantó de repente.

– He de irme.

Epifania la siguió hasta que llegaron a la verja del hostal. Sor Fidelma descendió por la Via Merulana y tomó un atajo por el Campo de Marte que conducía por la colina de Celio a la puerta Metronia. Le complacía su conocimiento creciente de la geografía romana. Supuso que la catacumba de Aurelia Restutus era la misma que Eadulf le había mostrado el día anterior, pues era el único cementerio cristiano fuera de la puerta Metronia.

Atravesó el cementerio y observó entre los monumentos conmemorativos. Había mucha gente allí examinando las tumbas. Se detuvo un momento al captar un rostro familiar alejado de la muchedumbre. Los agraciados pero crueles rasgos del abad Puttoc andaban mirando con detenimiento alrededor como si buscara algo. Un paso detrás de él caminaba el hermano Eanred, en la actitud típica del criado siguiendo las pisadas de su amo.

Fidelma no deseaba encontrarse con el abad vanidoso, ni con su servidor, de manera que bajó la cabeza y se metió entre un grupito de personas. Supuso que Puttoc había venido a ver la tumba de Wighard y ofrecer sus respetos, aunque seguramente Puttoc tendría tanta consideración por Wighard muerto como la tuvo cuando estaba vivo. Parecía que Puttoc y Eanred se dirigían a alguna otra parte del cementerio y, al cabo de un rato, Fidelma se separó del grupo de peregrinos, que parecían ser griegos que buscaban tumbas concretas, y se encaminó en la dirección que el hermano Eadulf le había mostrado el día anterior.

Se encontró a la entrada de la catacumba donde el niño Antonio, de rostro solemne, estaba sentado detrás de su cesta de velas. Fidelma se inclinó con una sonrisa. El muchacho levantó la vista, la reconoció y la saludó abriendo bien sus ojos negros.

– Hola, Antonio -saludó Fidelma-. Necesito velas y direcciones.

El chico no dijo nada, sino que esperó que ella se explicara.

– Busco la catacumba de Aurelia Restutus.

El muchacho se aclaró la garganta y cuando habló lo hizo con el timbre peculiar de un niño cuya voz está cambiando a la de un hombre.

– ¿Estáis sola, hermana?

Fidelma asintió con la cabeza.

– Hay pocas personas en las catacumbas en este momento. Mi abuelo Salvador no está aquí para llevaros. Es peligroso si no conocéis el camino.

Fidelma agradeció la preocupación del chico, especialmente después del drama del día anterior.

– Tengo que ir sola. ¿Por dónde voy?

El muchacho se la quedó mirando un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Os acordaréis de estas indicaciones? Al bajar las escaleras, tomad el pasaje de la izquierda. Avanzad unas cien yardas. Girad a la derecha y bajad las escaleras hasta el nivel inferior. Seguid recto, pasaréis una gran tumba con una pintura de Nuestro Señor. Avanzad otras doscientas yardas y entonces girad a la izquierda y bajad un pequeño tramo de escaleras. Ésa es la catacumba de Aurelia Restutus.

Fidelma cerró los ojos y repitió las instrucciones del muchacho. Abrió los ojos y el muchacho asintió solemnemente con la cabeza.

– Esta vez voy a coger dos velas -dijo Fidelma sonriendo burlonamente.

El muchacho meneó la cabeza en señal de negación y extendiendo el brazo detrás de él acercó una lamparita de cerámica, llena de aceite. La encendió como un experto.

– Llevaos esto junto con una vela, hermana. Entonces todo irá bien. ¿Tenéis yesca y pedernal por si se apaga?

Después del último incidente Fidelma había venido preparada con una caja de yesca en su marsupium para un caso de emergencia, y asintió con la cabeza.

Extrajo algunas monedas y las lanzó en el cesto del muchacho con una sonrisa.

– En mi lengua, Antonio, decimos: cabhair ó Dhia agat. ¡Dios os ampare!

Ya había empezado a bajar las escaleras penetrando en las bóvedas oscuras cuando oyó detrás de ella la voz del muchacho.

Benigne dicis, hermana.

Fidelma se detuvo y le devolvió una sonrisa antes de seguir avanzando en la oscuridad.

Se introdujo en las catacumbas, aún contenta, y alcanzó el extremo inferior de los fríos escalones de piedra, con la lámpara brillante en su mano y tranquilizada por las velas extras que llevaba en el marsupium.

En su mente iba recorriendo las direcciones que le había dado Antonio, las iba siguiendo cuidadosamente a través de los helados corredores y hacia el interior de las entrañas de la mampostería seca y porosa. De vez en cuando oía el sonido de voces o alguna risotada de otros visitantes de las catacumbas, pero los caminos de los peregrinos no se cruzaban con el suyo. Se iba quedando sola a medida que avanzaba, cogió las escaleras que bajaban más y fue torciendo a la izquierda y a la derecha tal como le había indicado el muchacho.

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