Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Uno de ellos, obviamente más impaciente que su compañero, había avanzado un poco más. Ella seguía estirada sabiendo, con el sentimiento de algo inevitable, qué era lo que iba a encontrar en la siguiente cámara. Oyó un grito agudo y algo que sonaba como Bismillah! Entonces oyó que el segundo hombre avanzaba corriendo para ir junto a su compañero y exclamaba Ma'uzbillah!

Tan pronto como la catacumba se quedó a oscuras, Fidelma se deslizó fuera de la tumba, agarró la lámpara y el cáliz y avanzó rápidamente y en silencio hacia la entrada opuesta. Oía las voces alarmadas detrás de ella. No se atrevía a pararse para encender su lámpara, caminaba con optimismo en la oscuridad. Intentó concentrarse en las indicaciones que le había dado Antonio, y seguirlas esta vez al revés, hacia arriba por la escalera corta, con la lámpara y el cáliz en una mano y con la otra palpando delante de ella. Consiguió salvar las escaleras, aunque se arañó una rodilla con un saliente de piedra.

En el extremo superior de las escaleras se detuvo para recobrar aliento y luego giró a la derecha y se metió en el pasillo largo, tal como recordaba. ¿Qué largo era? Doscientas yardas y luego se hacía más amplio formando una tumba ancha. Se volvió a detener, los hombros le subían y bajaban de tanto jadear, apoyó la cabeza a un lado. No oía nada que la persiguiera.

Fidelma se arrodilló en la absoluta oscuridad de la catacumba y colocó la lámpara y el cáliz ante ella. Entonces buscó en el marsupium la caja de yesca. Con los nervios, le costó un rato encenderla y alumbrar la lámpara.

Cuando el cálido brillo dorado se esparció por la cámara, Fidelma dejó ir un suspiro de alivio y se sentó un momento en los talones. Luego, recogió la lámpara y el cáliz, se puso en pie y avanzó por el pasillo hasta la siguiente cámara y hacia la escalera alta que conducía al nivel superior de las catacumbas. Se juró a sí misma que nunca volvería a aventurarse en ese laberinto oscuro.

Estaba ya en el último tramo del pasillo, de una longitud de unas cien yardas más o menos. Controlaba las ganas internas de correr y se obligaba a caminar lentamente por aquel tramo sinuoso. Empezó a sentirse un poco ridicula. Después de todo, resultaba obvio que aquellos dos extranjeros no habían intervenido en la muerte del hermano Ronan Ragallach, de manera que, ¿por qué habían de amenazarla? Hubiera deseado haber sido más valiente, pero no podía negar el terror extraño que se había apoderado de ella en aquel sepulcro oscuro. Se preguntaba si habían ido a encontrarse con el hermano Ronan Ragallach y, si eso fuera cierto ¿quiénes eran?

Un pensamiento espeluznante se le vino de repente a la mente por primera vez. El modo como el hermano Ronan Ragallach había sido asesinado era exactamente el mismo que el utilizado para matar a Wighard: lo habían estrangulado. Por lo tanto, Ronan Ragallach no había matado a Wighard. Pero, y ahí estaba el enigma, si Ronan Ragallach no había asesinado a Wighard, ¿qué hacía con al menos una parte del tesoro extraído de sus habitaciones?

Ronan Ragallach había negado su implicación y le había pedido que se encontrara con él para poder explicarse. ¿Explicar el qué?

Recordó el trocito de papiro que tenía en el marsupium y se preguntó si contendría alguna de las respuestas. Tendría que ir a por el subpretor del Secretariado de Exteriores, el hermano Osimo Lando, y pedirle que se lo tradujera. Sin duda, había algo misterioso en aquello.

Fidelma llegó a la unión del pasillo, giró a la derecha y subió por las escaleras hacia la claridad del cementerio.

Se dio cuenta de que había una figura delante de ella cuando dobló la esquina. También tuvo la sensación de que la figura le resultaba familiar; incluso por un momento percibió su perfil. Luego notó un gran dolor en un lado de la cabeza y se desplomó en la absoluta oscuridad.

* * *

Una voz la llamaba por su nombre como si viniera de muy lejos.

Fidelma parpadeó y se sintió mareada. Gruñó y alguien le puso agua fría en la boca. Dio un sorbo, tosió y tragó y casi se ahoga. Abrió los ojos y se encontró con que la luz la cegaba momentáneamente. Volvió a parpadear para intentar enfocar la visión. Al parecer estaba estirada boca arriba con el cielo azul por baldaquín y un sol sin piedad abrasándole la cara. Volvió a gruñir y cerró los ojos.

– ¿Sor Fidelma, me oís?

Era una voz familiar, y se quedó un momento o dos intentando reconocerla.

Unas gotitas de agua fría le salpicaron la cara.

Se quejó, deseaba que quienquiera que fuese se marchara y la dejara con su mareo.

– ¡Sor Fidelma!

La voz era ahora más apremiante.

Con renuencia, la muchacha abrió los ojos y fijó la mirada en la figura oscura que tenía encima.

Eran los rasgos cetrinos de Cornelio de Alejandría. El médico de tez morena parecía preocupado.

– ¿Sor Fidelma, me reconocéis?

Fidelma hizo una mueca.

– Sí. Pero cómo me duele la cabeza.

– Habéis recibido un golpe en la cabeza, una buena contusión por encima de la sien, pero la piel no se ha abierto. Sanará pronto.

– Me siento mal.

– Eso es simplemente la conmoción. Permaneced acostada un rato y tomad algo de agua.

Fidelma continuó tumbada, pero dejó que los ojos vagaran. Detrás del hombro del médico griego estaba el joven Antonio, que parecía asustado y ansioso. Oía otras voces preocupadas. ¡Voces! ¿Era ése el tono agudo y penetrante de la abadesa Wulfrun allí al fondo? Intentó ponerse en pie. ¿Seguro que no se estaba imaginando que oía a la abadesa dándole instrucciones a sor Eafa para que la siguiera?

Hizo esfuerzos para sentarse, pero el médico de Alejandría la empujó hacia atrás suavemente.

– ¿Dónde estoy? -preguntó.

– En la entrada de las catacumbas -contestó Cornelio-. Os sacaron inconsciente.

Empezó a recordar.

– ¡Alguien me golpeó! -afirmó la muchacha, intentando de nuevo sentarse, pero Cornelio se lo impidió.

– Tened cuidado -le avisó-. Debéis tomaros las cosas con calma. -Entonces hizo una pausa e inclinó la cabeza a un lado-. ¿Por qué razón alguien querría golpearos? -preguntó con escepticismo-. ¿Estáis segura de que no os disteis un golpe con una roca saliente a oscuras en el pasillo? Ya ha pasado otras veces.

– ¡No! -dijo Fidelma, y se lo quedó mirando-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

El médico se encogió de hombros.

– Resulta que yo pasaba por las puertas del cementerio cuando oí que pedían un médico. Me dijeron que alguien se había herido en el interior de las catacumbas. Os encontré al pie de la escalera.

Fidelma estaba perpleja.

– ¿Quién dio la alarma?

Cornelio se encogió de hombros y la ayudó a sentarse, cuando se hubo convencido de que ya podía hacerlo.

– Uno de los peregrinos. No tengo ni idea.

– Así es, hermana. -Se giró y vio que el muchacho, Antonio, asentía con la cabeza-. Una persona salió de las catacumbas y dijo que había alguien malherido en el interior. Yo reconocí la lecticula del médico en las puertas del cementerio y le pedí a alguien que lo alcanzara.

– Yo llegué y os encontré al pie de la escalera -repitió Cornelio-. Parecía como si os hubierais golpeado la cabeza en un lateral del pasillo. Os trajimos arriba.

Antonio, al ver que Fidelma no estaba malherida, esbozó una sonrisa de pillo.

– Parece que no tenéis mucha suerte en este lugar, hermana.

Fidelma le devolvió una sonrisa picara.

– Habláis con sabiduría, joven Antonio.

Ya era capaz de levantarse, el mareo y las náuseas habían remitido.

– ¿Dónde está esa persona a la que debo mi rescate?

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