Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– Hemos de llamar al hermano Osimo Lando -dijo Fidelma, interrumpiendo repentinamente a Eadulf en plena disertación. La había estado castigando suavemente por haber ido a las catacumbas sola sin advertirlo primero ni dejar que alguien supiera dónde iba. Eadulf parpadeó.

– ¿Osimo Lando? -preguntó frunciendo el ceño.

– Admitió que conocía bien a Ronan Ragallach. Yo presiento que sabe mucho más de lo que nos ha dicho. Con Ronan Ragallach muerto tal vez esté de acuerdo en hablar más.

De repente se abrió la puerta y Marino, el gobernador militar, entró con aspecto preocupado. Se dirigió directamente a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Es cierto lo que he oído, que el hermano Ronan Ragallach está muerto?

Fidelma asintió con la cabeza.

La expresión del Superista de los custodes se suavizó de repente y se convirtió en una sonrisa; dejó escapar un sonido enfático de satisfacción:

– Entonces el asunto de la muerte de Wighard ha llegado a su fin.

Fidelma intercambió una mirada de perplejidad con Eadulf.

– No consigo entender esa lógica -dija la muchacha fríamente.

– El asesino ha sido capturado y está muerto. No hay necesidad de perder más tiempo en el asunto.

Fidelma meneó la cabeza lentamente en señal de negación.

– Me parece que no estáis enterado de todos los hechos, Marino. Yo hallé al hermano Ronan Ragallah estrangulado cuando iba a encontrarse conmigo. Me había enviado un mensaje diciéndome que él no era el asesino de Wighard y quería una oportunidad para explicarse. Fue asesinado de la misma manera que Wighard. Quienquiera que mató a Wighard también mató a Ronan Ragallach. El caso, ya veis, está lejos de haber concluido.

El gobernador militar parpadeaba rápidamente con expresión de asombro.

– Simplemente fue informado de que estaba muerto -replicó cariacontecido-. Supuse que lo habían matado o se había matado al darse cuenta de que no podía estar siempre escapando de nosotros.

– Fidelma tenía razón y nosotros estábamos equivocados -intervino Eadulf en la conversación. Fidelma se lo quedó mirando sorprendida, algo divertida por el inesperado respeto que mostraba en su voz, como si le encantara que ella demostrara que no tenía razón-. Siempre dijo que ella sospechaba que Ronan Ragallach no era el asesino.

Marino apretó las mandíbulas.

– Entonces hemos de descubrir la verdad cuanto antes. Esta mañana misma el scriba aedilicius del Santo Padre se puso en contacto conmigo para decirme que éste está disgustado por la falta de una resolución en este asunto.

– No está más ansioso que nosotros -replicó Fidelma, molesta por lo que esas palabras implicaban-. Se resolverá cuando tengamos la solución. Y ahora -se levantó-, tenemos mucho que hacer. ¿Podríais enviar a alguien para que nos trajera al hermano Osimo Lando? Necesitamos de su consejo.

Marino se sobresaltó al verse despedido de forma tan autoritaria. Abrió la boca para decir algo en señal de protesta, pero la volvió a cerrar de golpe y acató la orden con una mueca.

Eadulf sonrió con ironía a Fidelma.

– Apuesto a que trataríais al Santo Padre con el mismo desdén.

– ¿Desdén? -preguntó Fidelma sacudiendo la cabeza-. Yo no desprecio a Marino. Pero a cada uno de nosotros se nos supone competentes en lo nuestro y cada uno hemos de proporcionar a nuestro cargo las cualidades que esperamos de los demás. El orgullo en un cargo sin competencia es tan pecado como la competencia sin seguridad.

Eadulf se puso serio.

– Con Ronan Ragallach muerto, no veo qué dirección tomar en este laberinto, Fidelma.

Ella inclinó la cabeza ligeramente.

– Ronan Ragallach, aunque negara que había matado a Wighard en el mensaje que me envió, y en el que yo creo que decía la verdad, tenía alguno de los valiosos objetos de Wighard con él cuando lo mataron. -Fidelma explicó cómo había encontrado un cáliz y un pedazo de tela de saco todavía bien agarrado en su mano muerta. Hizo una pausa y luego se encogió de hombros-: Aunque, por supuesto, ahora no puedo probar eso.

– ¿Quién creéis que os golpeó en la cabeza y robó el cáliz y el papiro?

– No lo sé. -Fidelma suspiró profundamente-. Vi la silueta del que me atacó un momento en la oscuridad, y en aquel momento pensé que la figura me era familiar; luego… -Acabó encogiéndose de hombros.

– ¿Pero era claramente un hombre? -insistió Eadulf.

Fidelma frunció el ceño. Ella había usado el masculino sin darse cuenta. Ahora, mientras analizaba sus recuerdos, no estaba segura.

– Ni siquiera eso lo sé a ciencia cierta.

Eadulf se rascó la punta de la nariz con aire pensativo.

– Bueno, yo no sé qué paso podemos dar ahora. Nuestro principal sospechoso está muerto y, según decís, asesinado de la misma manera que Wighard.

– ¿Quiénes eran los extranjeros que vi en la cámara? -preguntó Fidelma-. Ése es seguramente el siguiente paso. Ronan Ragallach tenía el resto del papiro que el hermano Osimo Lando identificó como escrito en la lengua de los árabes. Yo les oí unas pocas palabras a esos extranjeros que creo que puedo imitar. Tal vez Osimo las pueda traducir, pues yo creo que eran árabes.

– Pero, ¿para qué se iba a encontrar con unos árabes Ronan Ragallach?

– Si encuentro la respuesta a esa pregunta, creo que estaremos muy cerca de la solución de este misterio -dijo Fidelma con seguridad.

Llamaron a la puerta y entró uno de los custodes. Lo hizo marcialmente y con la mirada al frente, se detuvo y saludó.

– Tengo la orden de informar de que el hermano Osimo Lando no está en su puesto de trabajo. No está en el palacio en este momento.

– ¿Se puede enviar a alguien a su alojamiento para ver qué le pasa?

El joven se puso en posición de firmes tan de repente que Fidelma se sobresaltó.

– ¡Así se hará! -contestó el joven guardia con solemnidad antes de girar sobre sus talones.

Eadulf parecía preocupado.

– Nada es nunca fácil.

– Bueno, debe de haber alguien más en este palacio que hable la lengua de esos árabes.

Eadulf se levantó y se dirigió a la puerta.

– Lo voy a averiguar pronto. Mientras tanto -al llegar a la entrada se volvió con expresión preocupada-, vos debéis descansar un rato y recuperaros.

Fidelma hizo un gesto distraída. De hecho, el dolor de cabeza casi le había desaparecido y sólo la zona blanda del golpe le molestaba. Sobre todo, sin embargo, estaba aturdida por las innumerables preguntas y pensamientos que le sacudían la mente. Después de que Eadulf se fuera se estiró cómodamente en la silla, con las manos cruzadas en el regazo y los párpados cerrados. Se concentró en respirar hondo y regularmente y, uno a uno, fue relajando sus músculos.

Cuando era joven y empezó su educación, una de las primeras cosas que le habían enseñado era el arte del dercad, el acto de la meditación, a través del cual innumerables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin, o paz. Fidelma había practicado con regularidad este arte de la meditación en momentos de tensión y lo encontraba muy útil. Era una técnica que los druidas paganos habían practicado incluso antes de que la fe cristiana hubiera alcanzado las costas de Irlanda, justo dos siglos antes. Los místicos druidas no habían desaparecido totalmente de su tierra. Todavía se les podía encontrar como ascetas solitarios en remotos eriales. Pero eran cada vez menos.

Siendo ya mayor, Fidelma había asistido con regularidad a los tigh n'alluis, «los sudaderos», que eran una parte integrante de la ceremonia del aeread. En una pequeña casa de piedra se encendía un gran fuego hasta que la estructura se convertía casi en un horno. Entonces la persona que buscaba el estado de sitcháin entraba desnuda y se sellaba la puerta. Se sentaba en un banco sudando y transpirando hasta un momento determinado en que la puerta se abría; entonces salía y se metía en un estanque helado. Era simplemente un paso más del proceso del aeread. Muchos de los religiosos ascetas seguían esta vieja práctica druídica aunque, como ya sabía Fidelma, muchos de los religiosos más jóvenes rechazaban muchas de estas cosas simplemente porque estaban asociadas a los druidas.

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