– He oído que estos romanos intentan colocar otra vez a un obispo extranjero en Canterbury.
Eadulf esbozó una leve sonrisa.
– Algo he oído. Bueno, hasta que Deusdedit se convirtió en el primer sajón en ser obispo de Canterbury hace diez años, todos a los que han enviado a Canterbury han sido romanos o griegos. Si eso es lo que queréis decir, ¿qué importancia puede tener? ¿Acaso no somos todos iguales ante los ojos de Dios?
Sebbi resopló indignado.
– La gente de los reinos sajones quiere sus propios obispos, no extranjeros. ¿No lo han demostrado expulsando a los irlandeses de Northumbria? ¿Acaso nosotros los sajones no acordamos que Wighard de Kent fuera nuestro próximo arzobispo?
– Pero Wighard está muerto -apuntó Eadulf.
– Cierto. Y el Santo Padre debería respetar nuestros deseos nombrando a Puttoc. No a un africano.
– ¿Africano? -preguntó asombrado Eadulf.
– Acabo de enterarme de que Vitaliano le ha ofrecido Canterbury al abad Adrián de Hiridanum cerca de Nápoles, que es un africano. ¡Un africano!
Eadulf abrió mucho los ojos, sorprendido.
– Yo he oído de él que es un hombre de gran saber y piedad.
– Bueno, ¿qué vamos a hacer? Los sajones hemos de permanecer unidos y protestar, exigir que la bendición del Santo Padre sea para Puttoc.
Eadulf hizo una mueca.
– Sin embargo, vos habéis confesado que no os gusta Puttoc, Sebbi. ¿No será simplemente que veis que vuestra oportunidad de ser abad de Stanggrund se desvanece si Puttoc pierde las esperanzas? De todas maneras, nosotros los sajones, tal como decís, tan sólo nos podremos unir cuando el misterio de la muerte de Wighard se haya resuelto.
Sebbi abrió la boca, se contuvo, y luego, murmurando algo, se volvió disgustado y se metió entre la muchedumbre.
Eadulf se giró hacia Fidelma.
– ¿Lo habéis entendido todo?
Fidelma asintió, pensativa.
– Parece que las ambiciones de Puttoc y Sebbi se han quedado de repente frenadas.
– El hermano Sebbi ciertamente parece que pudiera matar a alguien por. -Eadulf se detuvo al instante cuando se dio cuenta de lo que decía. Miró a Fidelma, incómodo.
– No podemos cerrarnos ninguna puerta por el momento -dijo Fidelma leyendo los pensamientos de su compañero-. Yo lo he dicho desde el principio. La ambición es un móvil muy poderoso.
– Eso es cierto, pero, ¿tan malo es tener algunas aspiraciones?
– La ambición es meramente vanidad, y por vanidad la gente puede ser ciega a la moralidad. ¿No fue Publio Siro quien dijo que hay que temer a un hombre que persigue lo que ambiciona?
– No si tiene el talento necesario para alcanzar sus metas -replicó Eadulf-. Lo que es verdaderamente malo son los hombres con grandes ambiciones y poco talento.
Fidelma se rió entre dientes.
– Hemos de hablar de filosofía en profundidad un día, Eadulf de Seaxmund's Ham.
– Quizás -replicó Eadulf, con una sonrisa molesta-, la mejor persona con quien discutir de filosofía en este momento es Puttoc. Tal vez necesita algún consejo respecto a este asunto de la ambición.
Fidelma los llevó hasta las habitaciones ocupadas por el séquito de Wighard.
Se encontraron con el hermano Eanred en la lavandería, o lavantur, donde estaba atareado haciendo la colada.
Se sobresaltó al ver que se acercaban, pero luego continuó batiendo el grueso hábito de lana que estaba lavando.
– Bien, hermano Eanred -saludó Fidelma-. Estáis trabajando mucho.
El religioso se encogió de hombros con gesto de resignación.
– Estoy lavando la ropa de mi amo.
– ¿El abad Puttoc? -inquirió rápidamente Eadulf, para evitar que la respuesta provocara un discurso de Fidelma acerca de que las personas de fe sólo tienen como amo a Cristo.
Eanred asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto lleváis con este trabajo? -preguntó Fidelma.
– Desde… -Eanred entornó los ojos-, desde después del ángelus de mediodía, hermana.
– ¿Y antes de esa hora?
Eanred parecía preocupado. Fidelma decidió presionarlo directamente.
– ¿Estabais en el cementerio cristiano de la puerta Metronia?
– Sí, hermana -contestó Eanred sin astucia alguna.
– ¿Qué estabais haciendo allí?
– Fui con el abad Puttoc.
– ¿Y a qué fue él allí? -preguntó Fidelma con paciencia, como si intentara sonsacarle los hechos.
– Creo que fuimos a ver la tumba de Wighard y a hacer los preparativos para un túmulo, hermana.
Fidelma apretó los labios pensativa. Parecía razonable. Ciertamente, no había nada que relacionara a Puttoc y Eanred con los árabes que habían ido al cementerio para encontrarse con Ronan Ragallach.
Fidelma vio que los ojos castaños de Eanred la observaban con curiosidad. Había un vacío extraño allí, la expresión hueca de un bobalicón, no de alguien lleno de astucia y falsedad. Sin embargo, se mordió el labio, había algo más… ¿alarma? ¿temor?
Se alejó de esos pensamientos.
– Gracias, Eanred. Decidme algo más. ¿Tenéis una bolsa hecha con tela de saco?
– No, hermana -contestó el religioso meneando la cabeza.
– ¿Habéis utilizado algo hecho de tela de saco desde que estáis aquí?
Eanred se encogió de hombros. Sus rasgos mostraban sin duda que no entendía nada. Fidelma decidió que no tenía sentido insistir en ese asunto. Tal vez Eanred estaba mintiendo, y, si así era, era un buen mentiroso.
La joven le dio las gracias y salió de la lavandería, seguida por los asombrados Eadulf y Licinio.
– Parece que hemos conseguido poco -observó el sajón, en un tono de desaprobación-. ¿Por qué no lo habéis acusado directamente?
Fidelma extendió los brazos.
– Para pintar, hermano Eadulf, se pone un poco de pintura aquí y otro poquito allí. Cada pincelada en sí misma tiene poco significado, y sólo cuando se han dado todas las pinceladas y uno se aleja del conjunto, ve el dibujo y siente satisfacción.
Eadulf se mordió los labios. Se sintió como si lo hubieran reprendido severamente, pero no entendía el motivo. A veces Fidelma tenía la costumbre molesta de no hablar claramente. Exhaló un suspiro. De hecho, pensó, los compatriotas de Fidelma parecían tener todos la irritable costumbre de no hablar clara y simplemente, sino que utilizaban simbolismos, hipérboles, alusiones y exageraciones.
Se detuvieron en el patio pequeño. Fidelma se sentó en el pequeño parapeto de piedra junto a la fuente que había en el centro del patio y pasó su mano delgada por el agua fresca, escuchando con agrado el sonido del agua. Furio Licinio y Eadulf permanecieron a su lado incómodos, esperando a que hablara.
– ¡Ah, hermano Eadulf!
El tono autoritario de la abadesa Wulfrun resonó de repente proveniente del otro lado del patio y la alta silueta de la mujer apareció en la puerta. Se dirigió hacia ellos a toda velocidad, con la mirada siempre hacia delante.
– Señora -saludó Eadulf, nervioso.
La abadesa Wulfrun ignoró a Fidelma y a Furio Licinio. Su mano iba jugando con la bufanda que llevaba al cuello. Fidelma observó aquel gesto involuntario intentando recordar por qué tenía la sensación de que debería interesarle.
– Deseo informaros que mañana sor Eafa y yo partimos hacia Porto para buscar un barco e iniciar nuestra travesía de regreso a Kent. Poco hay que hacer ya aquí. He acordado con un barquero que nos lleve Tíber abajo. Como secretario de la delegación, creía que debíais ser informado.
Empezaba a darse la vuelta para irse cuando Fidelma, sin levantarse, habló con tranquilidad.
– Eso no va a ser posible, abadesa Wulfrun.
La mujer se detuvo, se giró en redondo y se quedó mirando a Fidelma con una expresión de asombro en el rostro.
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