Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Había varias personas alrededor pero, a la vista de que el drama no iba a más, se iban dispersando. Fidelma se preguntaba si realmente había oído a la abadesa Wulfrun entre ellas.

El muchacho se encogió de hombros.

– Se fueron hace un rato.

– ¿Quiénes eran? Me gustaría agradecérselo.

Antonio negó con la cabeza.

– Era simplemente otro peregrino. Llevaba un atuendo oriental, creo.

Fidelma abrió los ojos. Quizás había sido uno de los hombres de tez morena que ella había visto en la catacumba de Aurelia Restutus.

– ¿Cuántos extranjeros han estado en este lugar, Antonio, desde que llegué?

De nuevo el muchacho se encogió de hombros.

– Incluida vos, varios. Sólo vienen extranjeros aquí para ver a los muertos. También hay otras tres entradas como ésta.

Fidelma sonrió pensando en lo ingenua que había sido al pensar que el muchacho podría diferenciarla a ella de los dos hombres de piel morena que había visto en la tumba.

– ¿Cuántos hombres de…?

Cornelio la interrumpió con un gruñido de desaprobación.

– Yo creo que deberíais preocuparos de dar las gracias a vuestros rescatadores más tarde. Mi lecticula puede transportaros de regreso al palacio de Letrán, donde os puedo vendar las heridas convenientemente. Luego tendríais que descansar el resto del día.

Fidelma dijo no estar de acuerdo con ese consejo pero, al empezar a caminar, le vino otro mareo y se dio cuenta de que probablemente el médico tenía razón. Se sentó bruscamente en una piedra cercana y gimió porque le zumbaba la cabeza.

Se dio cuenta de que Cornelio había levantado la mano para dar una señal y, trotando a través del cementerio, venían dos hombres fornidos acarreando una silla de forma curiosa, que sostenían uno por detrás y otro por delante mediante dos pértigas largas. Fidelma había visto varias de estos asientos por las calles de Roma y averiguó que se llamaban lecticula. De entre los medios de transporte utilizados en su propio país, Fidelma no había visto nunca nada comparable a ese extraño aparato-silla, en el que la gente era transportada sobre los hombros de esclavos o criados.

Estaba a punto de protestar, pero se dio cuenta de que, tal como se sentía en aquel momento, no sería capaz de regresar caminando al palacio de Letrán. Así que aceptó el transporte con un leve suspiro de resignación. Cuando se estaba subiendo a la silla se dio cuenta de que se había olvidado algo.

– La lámpara todavía debe de estar abajo, en las escaleras donde caí, Antonio -le gritó al chico.

El muchacho simplemente sonrió y sacudió la cabeza, recogió la lámpara que tenía al lado y se la mostró.

– Cuando os subimos, la traje conmigo -le aseguró.

– ¿Y el cáliz de plata que yo llevaba?

Antonio la miró con auténtico asombro.

– Yo no vi ningún cáliz, hermana. Y vos no bajasteis con ninguno, que yo viera.

Con un pánico repentino Fidelma agarró su marsupium. Tenía la caja de yesca y las monedas, pero no había rastro del papiro que le había cogido al hermano Ronan Ragallach. Sin embargo, el austero trozo de tela de saco sí estaba allí.

Vio que Cornelio la miraba con suspicacia.

– Un momento -dijo la muchacha, descendiendo de la lecticulay dirigiéndose insegura hacia el chico. Se arrodilló junto a él y bajó la voz-: Antonio, en la catacumba de Aurelia Restutus hay un muerto. No -vio que él empezaba a sonreír con la idea de un difunto encontrado en una tumba-. Quiero decir alguien a quien han asesinado. Yo descubrí el cadáver. Tan pronto como regrese al palacio de Letran, enviaré a las autoridades para que lo recojan.

Antonio se la quedó mirando con grandes ojos solemnes.

– Hay que informar del asunto a la oficina del praetor urbanis - advirtió el chico.

Fidelma asintió con la cabeza.

– No os preocupéis. Las autoridades pertinentes serán avisadas. Pero quisiera que os fijarais en quienquiera que entre y salga. Mirad, encontré un cáliz de plata y un papiro que creo que me quitaron cuando me golpearon. Así que si veis a alguien que se comporta de forma sospechosa, en particular, dos hombres, con aspecto oriental y que hablan una lengua extraña, quiero que os fijéis bien en ellos y adónde se dirigen.

– Así lo haré, hermana -prometió el chico-. Pero hay muchas otras entradas y salidas de estas catacumbas.

Fidelma gruñó al oír aquello. Sin embargo, buscó en su marsupium y lanzó unas monedas al cesto del muchacho.

Regresó hasta donde estaba Cornelio preocupándose por el retraso y se volvió a subir a la lecticula. Los dos hombres dieron un tirón y un gruñido al levantarla y empezaron a avanzar trotando por el camino que llevaba hasta la verja, con Cornelio al lado caminando rápido.

Era una sensación extraña la de verse llevada de aquella manera, pero Fidelma agradecía aquel transporte. Le dolía la cabeza y sentía punzadas en la frente. Cerró los ojos, ajena a las miradas de curiosidad de los paseantes, pues aunque la lecticula era de uso corriente en Roma no resultaba frecuente ver a una religiosa sentada en ella.

Fidelma se acomodó y se relajó, intentaba recordar los acontecimientos de la última hora.

Pero cuando ya había vuelto a entrar en la ciudad a través de la puerta Metronia y había girado bajo la sombra de la colina Celio se le ocurrió algo. Con el mareo no se había dado cuenta. Ella estaba convencida de que uno u otro de los dos extranjeros debía de haberla seguido, la había golpeado y le había cogido el cáliz y el papiro. Pero ella los había dejado atrás en las catacumbas. Retrocedió con la memoria. Cuando había girado hacia el pie de las escaleras que llevaban al exterior de la catacumba había visto una figura, una figura familiar, que obviamente la estaba esperando. Una única persona la había golpeado. Una persona que ella conocía. Pero, ¿quién?

Capítulo 12

Fidelma estaba sentada en la officina que compartía con el hermano Eadulf en el palacio de Letrán, todavía cuidando de su cabeza, que le seguía dando punzadas. Ya no sentía mareo ni náuseas, pero el dolor persistía. Había sido Eadulf, con sus conocimientos de medicina, quien había insistido en relevar a Cornelio de Alejandría. Pareció que a Cornelio no le molestaba que el monje sajón quisiera invadir sus funciones de médico. De hecho, dio la sensación de estar agradecido por poder correr a sus asuntos. El hermano Eadulf, desde que había estudiado en Tuaim Brecain, siempre llevaba una pera, o les, que era como los médicos irlandeses llamaban a su maletín, llena de hierbas medicinales. Le vendó la herida y le preparó una bebida a base de infusión de cabezuelas secas de trébol rojo, que, le aseguró, le irían aliviando el dolor.

Fidelma tenía una fe absoluta en Eadulf mientras iba sorbiendo la pócima, pues él ya había venido en su ayuda dos veces anteriormente en la abadía de Hilda en Witebia, Northumbria. De hecho, le había curado un gran dolor de cabeza con una mezcla similar, cuando ella había caído y se había golpeado y quedado inconsciente en la abadía.

Mientras él la iba mimando, ella le explicó a él y a Furio Licinio su aventura de la mañana. Al conocer los hechos básicos, el joven tesserarius mandó llamar a una decuria de los custodes y se fue hacia el cementerio cristiano de Metrona. Fidelma aguantó la reprimenda de Eadulf durante un rato más, mientras permanecía sentada tratando de recordar los acontecimientos e intentando establecer alguna pauta, pero se dio cuenta de que por mucha información que tuviera no tenía la estructura. Sin un armazón todo aquello no tenía ningún sentido.

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