– ¿Qué habéis dicho? -dijo con su tono amenazante.
Fidelma repitió sus palabras.
– ¿Os atrevéis a desafiar mi libertad de movimiento, muchacha?
– No -replicó Fidelma complaciente-. Supongo, sin embargo, que no habéis consultado vuestro proyecto ni con el obispo Gelasio ni con el gobernador militar, el Superista Marino.
– Ahora voy precisamente a informarles de mis intenciones.
– Entonces permitidme que os ahorre el trabajo. Hasta que nuestra investigación sobre la muerte de Wighard haya concluido, nadie del grupo de Wighard podrá abandonar la ciudad.
La abadesa Wulfrun se quedó observando a Fidelma, que seguía balanceando la mano en la fuente, aparentemente indiferente a la ira que revelaba el rostro de la abadesa de Sheppey.
– ¡Esto es indignante! -empezó.
Eadulf sacudió la cabeza, reuniendo coraje.
– Abadesa Wulfrun: mi colega, Fidelma de Baldare, tiene toda la razón al informaros de este procedimiento.
La abadesa, beligerante, se giró hacia él, mirándolo como si fuera una especie de animal desagradable.
– Iré a hablar con el obispo Gelasio -dijo amenazante.
– Ésa es una prerrogativa que tenéis -admitió Eadulf-. Pero, por curiosidad, ¿tenéis intención de hacer la travesía de regreso al reino de Kent sola?
– ¿Y por qué no habíamos de viajar solas sor Eafa y yo?
– Deberíais conocer los peligros de tal viaje. En Marsella hay bandas que se aprovechan de los peregrinos solitarios, especialmente de las mujeres, y las someten a la esclavitud; muchas son vendidas a los burdeles de los germanos.
La abadesa Wulfrun hizo una mueca, desdeñosa.
– No se atreverán. Yo soy de sangre real y…
– No habrá ocasión -dijo Fidelma con firmeza, poniéndose en pie-. Vos y sor Eafa tendréis que quedaros aquí hasta que la investigación haya finalizado. Después de eso seréis libres para viajar donde queráis y como queráis. Pero, cuando llegue ese momento, sería inteligente que siguierais el consejo del hermano Eadulf.
Si las miradas matasen, Fidelma hubiera quedado fulminada por la de la abadesa.
– Es verdad, señora -añadió Eadulf, intentando apaciguarla-. Es mejor que esperéis hasta que un grupo de peregrinos regrese a Kent o a las otras tierras sajonas e ir con ellos.
Sin decir nada más, la abadesa Wulfrun se giró y se fue con el mismo porte despectivo que siempre mostraba.
Fidelma sonrió y se rascó la barbilla.
– De verdad que lamento que sor Eafa sea la compañera de una dama tan arrogante como ésa -dijo, y no era la primera vez-. Uno no puede evitar preguntarse por qué la abadesa Wulfrun desea tanto abandonar Roma si no lleva aquí más de una semana, aproximadamente.
Eadulf se rió entre dientes.
– Probablemente por las mismas razones que vos me sugeristeis el otro día (estabais deseosa de regresar a vuestro país).
Un suspiro de impaciencia hizo que ambos giraran la cabeza en dirección a Furio Licinio, de quien se habían olvidado. El joven tesserarius de los custodes del palacio llevaba callado durante un buen rato.
Furio Licinio estaba evidentemente aburrido.
– Seguramente, si encontráramos a esos árabes resolveríamos este problema.
– ¿Qué vamos a hacer para hallarlos? -preguntó Fidelma.
– Hay muchos barcos mercantes que hacen escala en nuestros puertos. Hay muchos marinos mercantes provenientes de las tierras de los árabes que viven en Roma. De hecho, existe un barrio entre los emporio, los almacenes y mercados, a lo largo del Tíber. Es una zona de barrios bajos. Allí se pueden encontrar muchos de ellos. Se llama Marmorata.
– ¿El lugar de mármol? -preguntó Fidelma.
Furio Licinio asintió con la cabeza.
– Antiguamente era donde trabajaban los canteros preparando el mármol para construir la ciudad.
– Yo no sabía eso -farfulló Eadulf, ligeramente molesto. Se enorgullecía del conocimiento que tenía de la ciudad desde sus años de estudio en Roma.
– No es un sitio donde la gente se aventure sin escolta -explicó Licinio-. Está lleno de marineros de muchos países, particularmente de Hispania, el norte de África y Judea. Una parte de la zona está dedicada a un gran vertedero donde se tiran las amphora y testae rotas e inservibles formando un montón enorme. Los barcos lanzan sus desechos y los comerciantes de la ciudad simplemente vacían los contenedores. Tan sólo se preocupan de sus beneficios y no de los desperdicios que se acumulan.
– ¿Vale la pena hacer una visita? -preguntó Eadulf ansioso-. Tal vez podríais ver a vuestros árabes allí.
Fidelma negó con la cabeza.
– Resulta útil saber que ese lugar existe, que esos árabes pueden venir de allí. Pero sin más información, no veo qué utilidad tiene. En realidad, yo no podría reconocer a los dos hombres. Es más, ni siquiera sé por qué los busco. La clave seguramente debe de tenerla el hermano Osimo Lando; quizá pueda decirnos por qué Ronan Ragallach estaba en contacto con ellos. Lo que me recuerda que ya es hora de que el joven custos regrese con noticias de él.
Volvieron a recorrer en sentido contrario los pasillos de los edificios del palacio de Letrán hasta llegar al atrium del palacio. Seguía tan concurrido como siempre, lleno de dignatarios esperando, custodes impávidos y sacerdotes y religiosos de todas las edades, sexos, naciones y costumbres. Furio Licinio fue a ver si había noticias del hermano Osimo Lando, y ellos continuaron caminando hasta la officina situada cerca de las habitaciones del gobernador militar.
Cuando Fidelma y Eadulf estaban atravesando la entrada, el fúnebre padre Ine se abría paso hacia ellos. Fidelma esbozó una amplia sonrisa y estiró una mano para detener al religioso sajón.
– Precisamente os estaba buscando -le dijo Fidelma.
Ine se quedó frunciendo el ceño con suspicacia.
– ¿Qué deseáis de mí? -preguntó con cautela.
– Lleváis mucho tiempo entre los religiosos de Kent, ¿no es así?
Ine dijo que sí, mirando primero a Fidelma y luego a Eadulf con expresión de preocupación.
– Ya os dije que mi padre me entregó a la Iglesia a los diez años.
– Eso es mucho. Entonces debéis de saber bastante acerca de la Iglesia en el reino de Kent.
Ine sonrió orgulloso.
– Poco es lo que no sé, hermana.
La sonrisa de Fidelma era en verdad alentadora.
– Me han dicho que Seaxburgh, la reina de Kent, estableció el monasterio en Sheppey. ¿No es así?
– Así es. Levantó la casa allí hace casi veinte años justo después de venir de la tierra de Anglia Oriental para casarse con Eorcenberht, nuestro rey.
– Era una hija de Anna, me han dicho.
Ine confirmó aquello.
– Anna tuvo varias hijas. Seaxburgh estaba muy interesada en la fe. Es una mujer santa y muy querida en Kent.
Fidelma se acercó con aire de confidencia.
– Decidme, Ine, ¿la abadesa Wulfrun es tan amada como su hermana?
– ¡Hermana! -la palabra se le escapó a Ine como un juramento. Entonces sonrió con complicidad-. Cuando Seaxburgh trajo a Wulfrun a Kent su relación no era tan estrecha. Muchos creen que Seaxburgh se equivocó al colocar a Wulfrun como abadesa de Sheppey.
– ¿Qué queréis decir con que su relación no era tan estrecha? -quiso saber Fidelma.
Ine hizo una leve mueca.
– ¿Habéis oído hablar de la fiesta pagana romana de las saturnales, hermana? Preguntad cuál es la costumbre en esa fiesta y resolveréis el enigma vos misma.
Aumentando su expresión de melancolía, Ine se dio la vuelta y se fue en dirección a la multitud, dejando a Fidelma sorprendida.
– ¿Bien? -preguntó a Eadulf-, ¿qué sucedía en las fiestas de las saturnales?
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