Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– Nos dirigiremos directamente a la habitación donde hemos visto al abad. Con suerte podremos resolver el misterio ahora.

Se giró y entró en el edificio. Se detuvo un momento para toser en la penumbra mohosa y tenebrosa. Con las contraventanas cerradas, la amplia entrada en la que se encontraban estaba oscura y tan sólo una vela solitaria ardía en una mesa central despidiendo una luz vacilante. A lo largo de la estancia humeaban unos quemadores de incienso, que despedían un olor intenso a alguna fragancia que no supo identificar. El aroma era bastante agobiante.

Se oyó el chirrido de una tabla del suelo; Fidelma se giró rápidamente y, proveniente de una entrada amplia, apareció una mujer de cara redonda, frotándose las manos en un delantalito. La mujer llevaba un vestido basto y tenía el pelo mal arreglado. Se detuvo y abrió bien los ojos, asombrada al verlos. Se dirigió a ellos con tono agresivo.

– ¿Qué diablos queréis? -inquirió con una voz chillona y con los dejos del habla coloquial de las calles de Roma-. Las personas con vuestra vestimenta no son bienvenidas aquí.

– Queremos entrar -replicó Fidelma, con calma y adelantándose.

Para su sorpresa, la mujer soltó un chillido estridente y, agitando las manos ante ella, se lanzó hacia Fidelma. La sorpresa de Fidelma sólo duró un momento. Sin hacer caso del grito de aviso de Licinio para que se hiciera a un lado, Fidelma se balanceó sobre los pies para alcanzar las garras de la mujer. Licinio y Eadulf se quedaron mirando asombrados pues, sin que pareciera moverse en absoluto, Fidelma estiró de la mujer y sirviéndose del propio impulso de la asaltante, la lanzó a trompicones contra la pared de detrás.

El golpe produjo un sonido de carne y huesos contra la madera.

Sin embargo, la enorme mujer mantuvo el equilibrio y se giró con expresión perpleja en sus rasgos carnosos. Entonces meneó la cabeza y soltó un gruñido.

– ¡Bruja! -la maldijo con vehemencia.

Licinio de nuevo iba a adelantarse, con el giadius desenvainado, pero Fidelma le hizo una señal de que se hiciera a un lado y se preparó para enfrentarse a la mujer. Una vez más, pareció que simplemente iba a atraparla, la agarró por los brazos y levantó a su asaltante en el aire, por encima de su cadera, y la lanzó contra la pared del otro lado de la estancia. Esta vez la cabeza dio contra una viga de madera y, con un gruñido, la mujer se deslizó hasta el suelo inconsciente.

Fidelma se giró y se inclinó sobre ella, y con sus delgados dedos le tomó el pulso y le palpó la herida.

Se levantó sin mostrar asombro.

– Se pondrá bien -anunció con alivio.

Furio Licinio la contemplaba lleno de admiración.

– En verdad, no he visto a ningún soldado romano que combatiera mejor -dijo-. ¿Cómo pudisteis hacerlo?

– No tiene importancia -contestó Fidelma, poco interesada en aquella proeza-. En mi país hubo una vez unos hombres que enseñaron las antiguas filosofías a nuestra gente. Viajaban muy lejos y sufrían ataques por parte de ladrones y bandidos. Pero como creían que no estaba bien llevar armas para protegerse, se vieron obligados a desarrollar una técnica llamada troid-sciathaigid, lucha mediante defensa. A mí me enseñaron el método para defenderme sin el uso de armas cuando era joven, tal como se les enseña a nuestros religiosos misioneros.

Fidelma empujó la puerta y ellos la siguieron.

Detrás había una escalera. Se detuvo ante el primer peldaño y escuchó. Se oían voces; curiosamente, le pareció oír risas de jovencitas, pero ningún sonido de alarma. Nadie había percibido el barullo ocasionado con su entrada. Se giró y susurró:

– La última habitación a la derecha del edificio. Vamos.

Subió las escaleras con rapidez. Arriba había un largo pasillo. No tuvieron dificultad alguna en reconocer la puerta de la habitación que ellos buscaban.

Sor Fidelma se volvió a detener y escuchó. De nuevo le pareció oír risas de jovencitas del otro lado. Echó una mirada a sus compañeros, ellos asintieron con la cabeza comunicándole que estaban preparados y Fidelma dejó caer su mano sobre el pomo de la puerta, lo giró lentamente y en silencio empujó la puerta para abrirla.

La escena que había detrás la estremeció incluso a ella.

La habitación estaba iluminada, pues, tal como habían visto desde abajo, el abad Puttoc había abierto una de las contraventanas dejando que penetrara la luz del día. En una esquina había una cama con unas sábanas usadas pero limpias. Había algunas sillas, pero el otro único mueble era una tina grande de madera con varios cubos vacíos al lado. El agua caliente que habían contenido estaba ahora humeando dentro de la tina.

En el interior de la tina estaba sentado el sorprendido abad Puttoc, desnudo por lo que a ella le parecía. Atravesada, sobre el regazo del abad, había una muchacha, igualmente sorprendida y desnuda, que no debía de tener más de dieciséis años. Estaban fundidos en un abrazo que dejaba poco margen a la imaginación. Detrás de ellos, con un cubo con agua humeante en la mano, inmovilizada en la acción de verter el agua sobre los ocupantes de la tina, había otra jovencita desnuda.

Fidelma contempló la escena con semblante grave. Dio un paso adelante y echó una mirada para asegurarse de que la escena que tenía ante sus ojos no permitía ninguna otra interpretación. Los hábitos del abad estaban estirados en la silla que había al pie de la cama. Otros vestidos, que obviamente pertenecían a las jovencitas, estaban cerca.

Se volvió a girar hacia el todavía asombrado abad, levantando las cejas de forma sarcástica.

– ¿Bien, abad Puttoc? -no pudo evitar que su voz estuviera teñida de un cierto humor.

La jovencita que estaba sentada en la tina fue la primera en moverse. Salió gateando y el agua cayó por el suelo. No es que se moviera con recato, pues se quedó con las manos en las caderas y le largó a Fidelma una sarta de insultos. Su compañera soltó el cubo y se unió a ella, avanzando amenazadora.

Fue Furio Licinio quien finalmente las hizo callar gritándoles, y para recalcar sus palabras mostró punta de su espada. Murmurando bajito, las chicas se apartaron y se quedaron observando a los recién llegados con odio.

Puttoc permanecía sentado muy quieto, con los rasgos tensos, blanco, mirando con sus ojos de color azul glacial y gran maldad primero a Fidelma y luego a Eadulf.

Furio Licinio intercambió con las chicas unas palabras con el acento discordante de las calles romanas. Luego se volvió hacia Fidelma con mirada azorada.

– Esto es un bordellum, hermana, un lugar donde…

Fidelma decidió ahorrarle al joven aquella turbación.

– Sé perfectamente lo que sucede en un burdel, Licinio -dijo con solemnidad-. Lo que yo quisiera saber es qué hace aquí un abad de la Santa Iglesia.

El abad Puttoc estaba sentado en la tina casi con expresión resignada en su rostro bien parecido.

– Dudo que tenga que explicárselo en detalle, Fidelma de Kildare -replicó agriamente.

Fidelma hizo una mueca.

– Tal vez tengáis razón.

– Supongo que informaréis de este asunto al obispo Gelasio, Eadulf de Canterbury -dijo Puttoc dirigiéndose al hermano sajón.

– No esperaba que me hicierais tal pregunta -contestó secamente para mostrar su desaprobación-. Conocéis las reglas con las que vivimos. Sin duda tendréis que renunciar a vuestro cargo. Luego ha de venir la penitencia.

Puttoc respiró hondo y de forma ruidosa. Miró fijamente de forma especulativa a Licinio, Fidelma y luego a Eadulf.

– ¿No podríamos discutir este asunto en ambientes más propicios?

– ¿Propicios para qué, Puttoc? -inquirió Fidelma-. No, yo creo que hay poco que discutir respecto a este asunto que vaya a variar nuestras actitudes e intenciones. Pero podríais contestarme a algo: ¿habéis venido aquí simplemente para satisfacer vuestras inclinaciones carnales o para veros también con alguien?

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