Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Puttoc no entendía.

– ¿Verme con alguien? ¿A quién os referís?

– ¿No tenéis nada que ver con unos comerciantes árabes?

Fidelma no dudó de la mirada de auténtico desconcierto que se mostró en su rostro.

– No os entiendo, hermana.

Fidelma no intentó explicarse más. Sus hombros se bajaron un poco cuando ella se dio cuenta de que su intuición se había equivocado y que había conducido a sus compañeros a una empresa inútil. Puttoc era culpable, pero, al parecer, de nada más que de intentar saciar sus pasiones lascivas.

– Os abandonaremos a vuestros deseos, Puttoc -dijo Fidelma-. Y al precio que tengáis que pagar por ellos.

El abad estiró una mano como si quisiera detenerla.

Eadulf le lanzó una mirada fulminante y siguió a Fidelma fuera de la habitación mientras Furio Licinio, envainando su gladius, se permitió sonreír con lascivia al prelado antes de salir tras ellos.

Abajo, en la entrada, la mujer gorda se acercó gruñendo.

Fidelma se detuvo y suspiró. Buscó en su marsupium y sacó una monedita que colocó sobre la mesa.

– Siento haberos herido -dijo simplemente a la mujer, que estaba estupefacta.

Fuera, Nabor, el hombre feo, estaba junto al carruaje y observaba con interés cómo se acercaban.

– Un sestercio, joven custos - gruñó, y luego, con una sonrisita lujuriosa, añadió algo-: Si hubiera sabido que era este edificio el que queríais visitar os hubiera recomendado establecimientos mucho mejores.

Ruborizado, Furio Licinio le lanzó una moneda que Nabor agarró con habilidad. Sin decir una sola palabra, el joven oficial saltó al interior del carruaje.

Nadie habló mientras Licinio los conducía de regreso a lo largo del Tíber; luego giró atravesando el Valle Murcia y se dirigió hacia el este en dirección al palacio de Letrán.

El decurión Marco Narses estaba esperando en las escaleras del palacio cuando Licinio se detuvo. Fue corriendo hacia el carruaje.

– Hermana, tengo noticias del hermano Osimo Lando -dijo jadeando.

– Bien -contestó Fidelma mientras bajaba. Al menos ahora podría seguir una pista más productiva respecto a los contactos de Ronan Ragallach-. ¿Por qué se ha ausentado de su trabajo esta tarde? ¿Está enfermo?

Marco Narses negó con la cabeza, estaba serio. Fidelma supo lo que le iba a decir antes incluso de que le salieran las palabras.

– Lo siento, hermana, el hermano Osimo está muerto.

– ¿Muerto? -exclamó Eadulf con sorpresa al oír esa palabra.

– ¿Estrangulado? -preguntó Fidelma con calma.

– No, hermana. Hace un rato saltó desde el acueducto de Aqua Claudia y se estrelló contra la calle de abajo. Murió en el acto.

Capítulo 14

– ¿Suicidio? -preguntó Fidelma mirando al joven Furio Licinio con expresión de duda-. ¿Estáis seguro?

– No hay duda -afirmó Licinio-, Varias personas vieron a Osimo Lando subiendo por el acueducto y luego se lanzó abajo contra la calle. Fidelma se sentó un momento e inclinó la cabeza, pensativa. La muerte de Osimo Lando no aclaraba nada, más bien lo oscurecía todo.

Eadulf y ella estaban sentados en los despachos del Munera Peregrinitatis del palacio de Letran donde habían trabajado Osimo y Ronan Ragallach. Habían enviado a Licinio a conseguir detalles de la muerte de Osimo mientras ellos registraban el despacho. No había nada que relacionara a Ronan con los árabes. De hecho, en su escritorio tan sólo había algunas notas extrañas y un libro griego antiguo que era un tratado médico. El trabajo era obviamente valioso para Ronan Ragallach, pues lo había envuelto con cuidado en arpillera y lo había colocado bajo un monton de documentos para que nadie lo tocara. Pero aparte de esto había poca cosa más, salvo libros mayores de correspondencia de las muchas iglesias del norte de África que pedían consejo a Roma.

Eadulf parecía triste.

– ¿Puede ser que Osimo Lando se matara en un arrebato de remordimiento por haber asesinado a Ronan Ragallach? -propuso Eadulf sin que su voz mostrara convicción.

Fidelma ni siquiera se molestó en responder.

– Hemos de examinar el alojamiento de Osimo Lando. ¿Vivía en el interior del palacio?

Licinio negó con la cabeza.

– Estaba en la misma casa de huéspedes que Ronan Ragallach. En el hostal del diácono Bieda.

– Ah, por supuesto -dijo Fidelma con un suspiro-. Debí haberlo adivinado. Vayamos pues. Tal vez encontremos alguna pista para este misterio.

Furio Licinio los condujo por un atajo a través de los edificios del palacio de Letrán. Los despachos del Munera Peregrinitatis estaban en el piso superior de un edificio de dos plantas y, en lugar de bajar por las escaleras de mármol hasta el patio, Licinio los llevó a través de una puerta que daba a un pasaje de madera que conducía de un edificio a otro. El pasaje atravesaba un patio del edificio que Licinio había identificado anteriormente: la Scala Santa , que albergaba la reconstrucción de la escalera santa por la que había descendido Cristo después de ser juzgado por Pilato.

Fidelma salió por un momento de su meditación para detenerse y preguntar al respecto, con gran sorpresa por parte de sus compañeros. A Eadulf le resultaba a veces curiosa esa forma de Fidelma de aprovechar el tiempo. Pero muchos de sus compatriotas parecían valorar poco la premura.

– El verdadero Sancta Sanctorum está en el centro del edificio -contestó Licinio, mientras se detenían en el pasaje para mirarlo-. Una puerta impide el paso. Yo os llevo por otro pasaje de ese edificio a la capilla dedicada a santa Elena, pues de esa capilla podemos salir directamente de los terrenos del palacio hacia el acueducto de Claudia. Es un camino rápido para ir al hostal de Bieda.

Fidelma se quedó mirando pensativa el edificio.

– ¿Por qué tenemos prohibida la entrada a ese lugar santo? -preguntó Fidelma.

– Alberga una estancia oscura con una única reja de hierro por ventana. Pero ninguna mujer -hizo énfasis en la palabra- puede entrar. Hay un altar donde ni siquiera el Santo Padre puede decir misa.

Fidelma sonrió levemente.

– ¿De verdad? Entonces ese altar no sirve para nada.

Furio Licinio pareció un momento sentirse ultrajado. Luego se encogió de hombros como si aceptara el comentario. Un altar donde ni siquiera Su Santidad podía celebrar una misa resultaba, lógicamente, inútil. Continuó conduciéndolos en silencio por el pasaje de madera que giraba en ángulo recto desde el edificio que albergaba el Sancta Sanctorum y cruzaron otro patio, un piso por encima del suelo, hasta una capillita.

– Ésta es la capilla de santa Elena, madre de Constantino, que reunió las reliquias que se exponen para que las veneren los peregrinos -explicó Furio Licinio.

El pasaje terminaba en una puerta que estaba vigilada por uno de los custodes del palacio, que tenía un aspecto aburrido. Saludó a Licinio con respeto y luego se inclinó para abrir la puerta y dejarlos entrar.

Penetraron en la capilla por una galería de madera, que se elevaba bastante por encima del suelo de mosaico del edificio circular. Unos cuchicheos resonaban en el interior oscuro y abovedado. Era un sonido intenso que hizo que Fidelma alcanzara el brazo de Furio Licinio y lo agarrara para detenerlo. Fidelma les hizo un gesto a él y a Eadulf para que callaran. Frunciendo el ceño, se dirigió hasta el borde de la baranda de la galería de madera que daba al piso principal de la capilla y a las mesas que exhibían las santas reliquias para que las examinaran los peregrinos.

Casi inmediatamente debajo de ellos había dos figuras. Una religiosa ligeramente inclinada, pero que no parecía tener mucha edad, y la figura erguida de un cenobita. Parecían inmersos en una conversación íntima e intensa. La mujer era la que más hablaba, mientras que el hombre iba asintiendo. Fidelma no sabía por qué había hecho aquella señal a sus compañeros para que permanecieran en silencio y no revelaran su presencia en la capilla. Algo le resultaba familiar en el susurro de aquellas voces y ahora aquella familiaridad se veía respaldada por las propias siluetas. Se quedó mirando hacia abajo con curiosidad, intentando captar las palabras, pero el susurro retumbaba y el eco las distorsionaba y las hacía ininteligibles.

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