– Démonos prisa en llevar esos libros a la officina, luego podemos ir a buscar a Cornelio.
– Sí. Hemos de ponerlos a buen recaudo -accedió Fidelma-, pues me da la impresión de que tienen mucho que ver con este misterio.
Los dos hombres se la quedaron mirando un momento, pero ella no hizo más comentarios.
* * *
La villa de Cornelio de Alejandría no estaba muy lejos de la colina de Celio, donde el emperador Nerón había aprovechado el antiguo arco dedicado a Dolabella y Silanus para construir un acueducto que se dirigía hacia la cercana colina Palatina. Las laderas septentrionales de la colina daban al espectacular Coliseo y la villa de Cornelio tenía vistas a un pequeño valle con todos sus antiguos y espectaculares edificios. Eadulf le había dicho a Fidelma que esta colina Palatina de cuatro caras fue donde se levantó la primera ciudad de Roma. Era aquí donde todos los ciudadanos principales de la República habían vivido y, luego, donde los despóticos césares habían construido sus palacios; donde los reyes ostrogodos habían gobernado y donde ahora las iglesias cristianas sustituían los templos paganos.
– ¿Cómo os proponéis abordar a Cornelio? -preguntó Eadulf cuando Furio Licinio, todavía algo malhumorado, señaló hacia la villa.
Fidelma dudaba. En verdad no tenía ni idea. De hecho, interiormente se arrepentía de aquel impulso suyo que los había llevado a la villa de Cornelio sin una decuria de los guardias del palacio, tal como había sugerido Licinio. El anochecer se cernía sobre el oeste de la ciudad. Simplemente tenía que haber enviado a los custodes a buscar a Cornelio y que éstos se lo llevaran a la officina para interrogarlo. Pero todavía había muchas cosas que no entendía. Cada paso adelante provocaba media docena de preguntas nuevas.
– ¿Bien? -inquirió Eadulf.
El asunto se resolvió incluso antes de que abriera la boca para contestar.
Estaban en una esquina de la calle, enfrente de los muros de la villa. A unos diez metros se encontraban las puertas de madera que daban al interior de los jardines de la villa. Estaba claro que Cornelio de Alejandría vivía bien. De repente, se abrieron las puertas y salieron trotando dos porteadores con una lecticula. Fidelma, Eadulf y Licinio se escondieron automáticamente en las sombras. El mismo Cornelio iba recostado en la silla y, en su regazo y llamando la atención, había un saco.
Los porteadores se dirigieron hacia el oeste descendiendo la colina en dirección a la iglesia de bella construcción que se elevaba a sus pies.
Se lleva el saco a algún sitio -observó Fidelma de forma innecesaria-. Sigámoslo.
Tenían que caminar rápido para atrapar a los porteadores de la lecticula, que iban al trote. De vez en cuando, incluso ellos tenían que ponerse a correr para alcanzar la lecticula. A pesar de todas las maniobras espeluznantes realizadas con el carruaje en la persecución de Puttoc, a Fidelma le hubiera gustado contar todavía con aquel vehículo tirado por un solo caballo para seguir a su presa. Atravesaron la placita que había delante de la iglesia y llegaron a los pies de la colina Palatina.
Los porteadores de Cornelio avanzaban ya rápidamente por la calzada que discurría a lo largo del fondo del valle y que pasaba delante del lado este de un edificio espectacular que parecía no tener fin.
– ¿Qué es esto? -preguntó Fidelma jadeante, mientras intentaban mantener el ritmo.
– El Circo Máximo -gruñó Licinio-. Un lugar de martirio en los tiempos de los césares imperiales.
Aumentaron el ritmo para alcanzar la lecticula que iba delante. Avanzaba a lo largo del muro aparentemente interminable, rodeó el circo en desuso y se encaminó al norte hacia el río Tíber. Entonces hizo un giro repentino, por la falda de la colina Aventina, y torció en dirección sudoeste. Fidelma no podía creer que dos hombres cargando a un tercero subido en un pesado vehículo de madera, aunque fueran fuertes, pudieran avanzar tan rápidamente y con tal facilidad. Resultaba agotador mantener el paso de los porteadores. Fidelma observó que caminaban rápido durante un rato y luego, cuando el hombre que iba subido a la silla daba la orden, empezaban a trotar. De esta manera fueron siguiendo la orilla del río, con sus chabolas, muelles y almacenes.
De repente, Furio Licinio tropezó en la oscuridad y soltó un reniego.
Eadulf se adelantó para ayudar al joven tesserarius a ponerse en pie.
– Podéis deteneros un momento -dijo Fidelma jadeante-. Mirad, la lecticula se ha parado.
Licinio se mordió el labio y miró alrededor en la penumbra. Echó la mano a la vaina y desajustó la espada.
– Y en el peor lugar. Hemos regresado a Marmorata.
Fidelma había visto lo suficiente y se daba cuenta de que el viaje de Cornelio ciertamente los había devuelto a la misma zona de la ciudad hasta donde habían perseguido a Puttoc hacía tan sólo unas horas. El anochecer se extendía con rapidez sobre aquella zona de chabolas.
Fidelma percibió con asco aquellos olores repelentes y los vapores de las cloacas le atacaron las fosas nasales. Estaban en una zona oscura y amenazadora, de edificios decadentes. Perros y gatos vagabundeaban por las calles en busca de comida entre los despojos y otros desechos.
La lecticula de Cornelio se había detenido en el exterior de lo que parecía un antiguo almacén cuya parte posterior daba a los rudimentarios muelles de madera situados a lo largo del río. Los porteadores habían bajado la silla y se apoyaban en ella, aunque Fidelma se dio cuenta de que no eran tan ajenos a aquel ambiente y no quitaban las manos de los cuchillos que llevaban en los cinturones.
Fidelma, Eadulf y Licinio llevaban observándolos varios minutos cuando de repente Fidelma dejó escapar una exclamación sofocada. Cornelio había dejado la Ucticula y había desaparecido.
– Debe de haber entrado en el almacén -sugirió Eadulf cuando Fidelma señaló que ya no estaba en la Ucticula.
– Resulta obvio que los porteadores están esperando para llevarlo de vuelta -observó Licinio con optimismo.
Fidelma se mordía el labio.
– Con quienquiera que esté reunido, está en el almacén. -Se decidió con rapidez-: Licinio, id por la parte delantera del edificio y esperad. ¿Resultarán un problema los porteadores de la lecticula?
Licinio negó con la cabeza.
– Sentirán respeto por mi uniforme.
– Muy bien. Si oís que pido ayuda, venid inmediatamente. Si intentan evitarlo, tenéis que usar vuestra arma. Eadulf, vos vendréis conmigo ahora.
Eadulf estaba confundido.
– ¿Dónde? -inquirió.
– El almacén da, por la parte de atrás, al río. Justo allí hay un muelle de madera. Se ve a la luz de la luna a través de aquel pasaje que va por el lateral del edificio. Descenderemos por ahí y entraremos en el almacén desde allí. Mi intención es ver en qué está involucrado Cornelio.
Fidelma empezó a poner en práctica sus instrucciones y descendió rápidamente por la callejuela con Eadulf detrás de ella. Licinio los observó alejarse sorprendido por la mansedumbre con que Eadulf aceptaba las órdenes de una mujer. Luego se preparó el gladius y se fue paseando en dirección a la lecticula.
Los porteadores se pusieron tensos al ver que se acercaba. Uno de ellos había encendido una linterna para el regreso. Pero cuando vieron su uniforme se relajaron. Obviamente, pensó Licinio, no eran conscientes de que su amo estuviera haciendo algo malo.
Mientras tanto, Fidelma y Eadulf se deslizaron con cautela por el lateral del almacén de madera hasta el muelle.
Ya se oían voces, tensas y de discusión.
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