Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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La muchacha hizo una negación con la cabeza.

– Soy originaria de Kent. Me llevaron al reino de Swithhelm cuando era niña y regresé a Kent cuando fui con la abadesa Wulfrun, que me invitó a unirme a su comunidad de Sheppey.

– Y desde entonces estáis bajo las órdenes de la abadesa Wulfrun -concluyó Eadulf.

Eafa se encogió de hombros como para indicar que podía sacar sus propias conclusiones. Fidelma sentía compasión por aquella muchacha.

– Lo siento, Eafa, por todas estas preguntas, pero ya casi estamos. Una cosa más. ¿Sabéis que sois una persona libre bajo la ley de la Iglesia?

Eafa frunció el ceño ligeramente.

– ¿No es la obediencia la regla? -preguntó desafiante-. Yo soy solamente una acompañante y debo obedecer a mi madre superiora en todas las cosas.

Fidelma no había querido ser más precisa por temor a preocupar a la muchacha.

– Mientras seáis consciente de que no tenéis por qué ser insultada por ningún hombre, sea cual sea su rango.

Eafa se sonrojó, levantó bruscamente la vista y se encontró con la cara de Fidelma, dándose cuenta de lo que implicaban sus palabras.

– Yo puedo cuidar de mí misma, sor Fidelma. Crecí en una granja y tuve una dura educación antes de llegar a la edad adulta.

Fidelma sonrió tristemente.

– Creía que teníais que ser consciente de esto.

– De cualquier manera -Eafa levantó la barbilla desafiante-, no sé qué tienen que ver estas preguntas con el asesinato de Wighard.

La muchacha, obviamente, no quería hablar de Puttoc y sus progresos. Fidelma esperaba que la muchacha entendiera que tenía ayuda a mano si ella la necesitaba.

– Nos habéis complacido suficiente, Eafa. Esto es todo… por el momento.

La muchacha asintió de nuevo con la cabeza y se levantó para irse. Cuando Furio Licinio abrió la puerta para que ella saliera, la figura lúgubre y cetrina del obispo Gelasio estaba allí. Sor Eafa hizo una genuflexión con una reverencia sajona, mientras que Eadulf y Fidelma se levantaron para recibir al nomenclator de la casa del Papa.

Gelasio entró en la estancia, sonriendo distraídamente a sor Eafa, que se incorporó y se escabulló. Furio Licinio se puso firme cuando, detrás de Gelasio, el gobernador militar de los custodes, el Superista Marino, entró tras el obispo al interior de la habitación.

– Pensé que debía venir a ver si habíais llegado a alguna conclusión -les informó Gelasio, mirando tanto a Fidelma como a Eadulf.

– Si lo que queréis saber es si hemos resuelto el caso -contestó Fidelma-, entonces la respuesta es negativa.

El obispo pareció decepcionado. Se acercó hasta la silla y se dejó caer en ella.

– He de deciros que el Santo Padre esta deseoso de obtener una conclusión lo antes posible.

– No más que yo -dijo Fidelma.

Gelasio frunció el ceño y la observó fijamente, seguramente preguntándose si la monja estaba siendo impertinente. Entonces recordó lo francas que podían ser las mujeres irlandesas. Respondió con un suspiro.

– ¿Hasta dónde habéis llegado en vuestra investigación?

– Resulta difícil decirlo -dijo Fidelma, encogiéndose de hombros.

– ¿Queréis decir que dudáis de la culpabilidad del hermano Ronan Ragallach? -preguntó Marino, con expresión de asombro-. Pero mis custodes fueron testigos oculares, lo arrestaron y ha acrecentado su culpabilidad escapando de nuestras celdas.

Gelasio lanzó una mirada al gobernador militar y luego a Fidelma.

– ¿Es cierto? ¿Dudáis de la culpabilidad de Ronan Ragallach?

– El juez imprudente es el que, antes de que se presente la prueba, emite un juicio.

– ¿Cuántas más pruebas necesitáis? -exigió Marino.

– La prueba presentada hasta ahora no tiene mucho valor. Cuando se analiza, resulta tan circunstancial que bajo la ley de Fenechus, cualquiera que se considere Brehon, es decir, juez, ni siquiera la tomaría en cuenta.

Gelasio se volvió hacia el hermano Eadulf.

– ¿Coincidís con ella?

Eadulf lanzó una mirada rápida y de cierta culpabilidad a Fidelma.

– Creo que el hermano Ronan Ragallach tiene que defenderse a pesar de los indicios. No creo que sea un caso claro. Tenemos otro testigo que vio que Ronan Ragallach mostraba interés por Wighard y su entorno al igual que vuestros custodes.

Fidelma contuvo un suspiro de preocupación. Hubiera querido guardarse esa información, que Eafa les había proporcionado, durante un tiempo.

Gelasio parecía desanimado. No se interesó en el comentario de Eadulf acerca de otro testigo.

– Lo que me estáis diciendo es lo que más temo. Estáis divididos en vuestras opiniones. Hay un irlandés que ha matado a un obispo sajón de Roma. El juez sajón dice que puede haber causa contra él, el juez irlandés dice que no. El espectro de la guerra entre los reinos sajones e Irlanda todavía amenaza en el horizonte.

Fidelma sacudió la cabeza con vehemencia.

– Esto no es así, Gelasio. En lo que estamos ambos de acuerdo es en que nuestra investigación dista mucho de estar acabada. Hay que considerar muchas cosas. El hecho de que hoy no hayamos llegado a ninguna conclusión no implica que mañana no vayamos a llegar a una.

– Pero seguramente habéis interrogado a todos salvo al mismo culpable…

Eadulf se puso a toser.

– Creo, a ese respecto, que preferiríamos referirnos al hermano Ronan Ragallach como meramente un sospechoso más que…

Marino siseó airadamente.

– Semántica. No tenemos tiempo para jugar con palabras. Ya entiendo lo que decís. Habéis interrogado a todos y seguramente habéis debido de llegar a algunas conclusiones.

Fidelma estaba tensa. Le disgustaban los intentos de intimidarla para que llegara a resoluciones que ella no quería formular.

Gelasio, percibiendo la tirantez de su expresión, levantó la mano con ánimo pacificador.

– ¿Nos estáis diciendo que, simplemente, necesitáis más tiempo? ¿Es eso, hermana?

– Precisamente -dijo Fidelma con firmeza.

– Entonces lo tendréis -accedió Gelasio-. Ante todo, queremos resolver este caso de la manera adecuada: la que lleve a acorralar al culpable.

– Eso está bien -aceptó Fidelma-, pues no va a ser de ninguna otra forma. Es la verdad lo que estamos buscando por encima de todas las cosas y no meramente un chivó expiatorio.

Gelasio se levantó con dignidad.

– Recordad -dijo lentamente- que el Santo Padre está muy interesado en este asunto. Ya se ha encontrado algo presionado cuando tuvo que informar acerca de la muerte del arzobispo de Canterbury al enviado de los reyes sajones.

Fidelma alzó las cejas.

– ¿Os referís a Puttoc?

– El abad Puttoc -corrigió Gelasio-. En la medida que el abad es el enviado directo de Oswio de Northumbria, quien parece ser el jefe supremo de todos los reinos sajones, entonces la respuesta es afirmativa.

– Y sin duda el abad Puttoc tiene sus razones para hacer presiones y obtener una decisión -afirmó Fidelma, sonriendo cínicamente-. ¿Tal vez incluso ha sugerido su candidatura para ocupar el cargo de arzobispo?

Gelasio se la quedó mirando un momento y luego su rostro mostró una amplia sonrisa.

– Por supuesto, habéis sin duda hablado con el abad. Creo que ha hecho la sugerencia de que él es la persona más adecuada para ser arzobispo. Sin embargo, Su Santidad tiene otras ideas. En verdad, el abad Puttoc tiene un aura de ambición que no le hace ganar simpatías. Fue él incluso quien señaló el inconveniente, hace dos días, de que Wighard hubiera estado casado y fuera padre.

Eadulf intercambió una mirada de sorpresa con Fidelma.

– ¿Puttoc hubiera hecho inhabilitar a Wighard para la ordenación por haber estado casado y haber tenido hijos? -preguntó sorprendido.

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