Osimo negó con la cabeza.
Fidelma se volvió hacia Eadulf.
– Yo no tengo más preguntas a menos que…
Eadulf hizo una mueca en señal de negación.
– Entonces, hermano Osimo… ah, casi me olvido. -Buscó en su marsupium y acercó el trozo de papiro al subpretor-. ¿Podríais decirme qué lengua es ésta?
El hermano Osimo cogió el papiro y lanzó una mirada a Fidelma como si estuviera sorprendido. Recuperó su compostura en un segundo, casi antes de que su mirada sobresaltada se encontrara con la de ella.
– Los jeroglíficos están en la lengua de los árabes -contestó-. Arameo, se llama.
– ¿Significan algo? -insitió Fidelma.
– Es el fragmento de un escrito. ¿Quién sabe? Quizá sea incluso una carta. Tan sólo algunas palabras se pueden descifrar.
– ¿Qué palabras? -perseveró Fidelma.
– La lengua se lee de derecha a izquierda. Tenemos la palabra «biblioteca», «enfermedad sagrada» y la interpretación de un nombre griego, algo acabado en «ofilus», y luego las palabras «precio» e «intercambio». No tiene mucho sentido.
* * *
Después de la cena frugal, que de repente dejó a Fidelma muy cansada a pesar de la siesta de la tarde, Furio Licinio fue enviado a buscar a la abadesa Wulfrun o a la hermana Eafa. Fidelma y Eadulf permanecieron sentados en silencio durante un tiempo. Fidelma le iba dando vueltas a la declaración del hermano Osimo. Estaba segura de que la relación de Osimo con Ronan Ragallach era algo más que estrictamente profesional, más de lo que él había admitido, y que conocía íntimamente a Ronan Ragallach. De hecho, se veía capaz de jurar que cuando Ronan Ragallach escapó de los custodes se había ido a ver a Osimo Lando en busca de ayuda. Pero era una intuición, y no un hecho al que apuntaran sus conclusiones.
Se percató de que Eadulf repiqueteaba sobre la mesa con los dedos y resopló molesta porque la distraía.
– ¿En qué pensáis, Eadulf? -preguntó al ver que el tamborileo continuaba.
Eadulf parpadeó, se detuvo y se dio cuenta del acto que hacía inconscientemente.
– Sólo estaba pensando en lo que dijo Osimo.
Fidelma levantó las cejas, sorprendida.
– Yo también. ¿Qué estábais pensando?
– En las palabras árabes que tradujo.
Fidelma se sintió decepcionada.
– Oh, eso -dijo encogiéndose de hombros. Había pensado que tal vez Eadulf hubiera seguido la misma línea de pensamiento que ella-. Bueno, poco significan.
Eadulf sacudió la cabeza.
– Quizá sí, quizá, no. Me ha traído algunas cosas a la mente. Como sabéis, Fidelma, durante años estudié en Irlanda en la gran escuela médica de Tuaim Brecain.
– ¿Qué tiene eso que ver con las palabras árabes?
– Tal vez nada. Sólo que yo, como ya sabéis, sé algo de las prácticas de medicina.
– Sigo sin entender.
– Tomé nota de las palabras que tradujo Osimo Lando, por si en el futuro pudiéramos encontrarles un sentido.
– ¿Y?
– La palabra «biblioteca» era una. El mensaje también hablaba de libros. «Enfermedad sagrada» eran dos palabras juntas. Sobre la enfermedad sagrada es un tratado de Hipócrates que explicaba la diferencia entre los nervios sensitivos y los nervios motores.
– Me he perdido, Eadulf.
Eadulf sonrió con indulgencia.
– El autor de un comentario sobre el trabajo de Hipócrates era Herófilo de Calcedonia, uno de los grandes fundadores de la escuela médica de Alejandría. Tal vez su nombre correspondiera al «ofilus» cuyas primeras letras no encontraba Osimo Lando. Quizás el mensaje hablara del trabajo de Herófilo Sobre la enfermedad sagrada en alguna biblioteca.
Fidelma se reclinó.
– La urdimbre es tenue pero bien hecha, Eadulf. Tal vez tengáis razón. Pero de momento no nos es de gran ayuda.
– Pero puede serlo más tarde -dijo Eadulf con engreimiento, claramente satisfecho con su ejercicio de deducción.
Furio Licinio regresó. Antes de que pudiera decir nada fue empujado, y detrás de él apareció la austera figura de la abadesa Wulfrun. De cerca, era alta, incluso más alta que Fidelma, con un rostro delgado y fino y rasgos angulosos. Su nariz prominente le proporcionaba una expresión arrogante y los labios finos y apretados formaban una mueca de desdén perpetua. Los ojos le brillaban de ira.
– ¿Bien? -exigió sin preámbulos-. ¿Qué tontería es ésta?
Fidelma abrió la boca, pero Eadulf, al ver el destello apasionado en sus ojos, habló primero levantándose torpemente:
– No es ninguna tontería, mi señora -dijo, intentando hacer recordar a Fidelma, al adoptar ese tratamiento ceremonial, que Wulfrun era la hermana de la reina de Kent-. ¿Acaso el tesserarius de los custodes del palacio no os ha informado de la autoridad que nos ha otorgado el obispo Gelasio?
La abadesa Wulfrun efectuó una inspiración que pareció amenazar sus fosas nasales.
– Ya me lo han dicho, pero no consideré que me concerniera.
– ¿No le concierne, pues, que su arzobispo haya sido asesinado? -preguntó Fidelma con una voz que era casi un suave ronroneo, amenazante por su tono casi sibilante.
La abadesa Wulfrun le lanzó una mirada de odio.
– Quiero decir, y que se me entienda bien, que vuestro interrogatorio no me afecta. Yo no sé nada del asunto.
Eadulf sonrió en un intento de apaciguar los ánimos y señaló hacia la silla.
– Tal vez podríais perder con nosotros algo de vuestro valioso tiempo. Sólo os haremos unas cuantas preguntas para que podamos decirle al obispo Gelasio que hemos hecho lo que nos pidió.
Fidelma rechinó los dientes al observar el servilismo del que hacía gala Eadulf, pero decidió que resultaría mejor dejarle interrogar a Wulfrun. Un minuto con aquella mujer arrogante sería suficiente para hacerle perder los estribos, a pesar de su usual autocontrol. La abadesa se sentó; con la mano izquierda tiraba nerviosamente de su tocado, que llevaba como una bufanda enrollado alrededor del cuello.
– ¿Cuándo visteis por última vez al arzobispo? -empezó a preguntar Eadulf.
– Justo después de la cena de ayer. Intercambiamos alguna palabra en relación con la audiencia con el Santo Padre que debía haberse celebrado hoy. No estuvimos más de diez minutos juntos en la puerta del refectorio. Luego me fui directamente a mis habitaciones. La hermana Eafa vino, me ayudó a prepararme para dormir y me acosté. Me enteré durante el desayuno de la noticia de la muerte de Wighard.
– Parece que todo el mundo se fue a dormir pronto aquella noche -murmuró Fidelma.
Eadulf no hizo caso del comentario y continuó.
– ¿Dónde está vuestra habitación respecto a las que ocupaba Wighard?
La abadesa Wulfrun frunció un momento el ceño.
– Por lo que sé estaba en el piso inferior al ocupado por los miembros masculinos de su grupo. Vos mismo deberíais saber esto, hermano Eadulf.
– Quería decir, ¿estábais justamente debajo de la habitación de Wighard? Sólo intento averiguar si oísteis algo -explicó suavemente.
– No lo está y no oí nada -gruñó la abadesa.
– ¿Y la hermana Eafa?
– Su habitación está junto a la mía, es lo mejor si la quiero tener a mano cuando la necesito.
– ¿Sor Eafa es vuestra criada? -preguntó Fidelma bruscamente.
De nuevo se oyó el escandaloso resoplido.
– Pertenece a mi comunidad de Sheppey. Es mi compañera de viaje y me ayuda.
– Ah -dijo Fidelma ingenuamente-, del mismo modo en que vos la ayudáis cuando ella lo necesita.
Eadulf se inclinó rápidamente.
– ¿Nada os perturbó durante la noche? ¿No oisteis ni visteis nada?
Distraída, Wulfrun giró la cabeza en dirección a Eadulf.
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