Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– ¿Así que Eanred era esclavo de Swithhelm? -preguntó Fidelma.

– Oh, no. Eanred pertenecía a un granjero llamado Fobba, instalado cerca de la orilla norte del río Támesis.

– ¿Cómo llegó a ser esclavo Eanred? -quiso saber Eadulf-. ¿Fue capturado o ya nació así?

– Sus padres lo vendieron como esclavo cuando era un niño, durante una época de gran hambruna, para tener de qué vivir -contestó Sebbi-. En nuestras tierras un esclavo es una propiedad, como un caballo u otro tipo de ganado, que se puede comprar o vender. -Sonrió cínicamente, al ver la expresión de repulsa en el rostro de Fidelma-. La fe detesta esta práctica pero la ley de los sajones es más antigua que su conversión a la fe y por tanto la Iglesia tiene que tolerar.

Fidelma hizo un gesto impaciente con su mano. Conocía muy bien por experiencia los problemas a los que se enfrentaban los misioneros irlandeses en el proceso de conversión de los paganos sajones. Hacía apenas setenta años que los sajones habían empezado a abandonar a sus dioses guerreros y sanguinarios y se habían convertido al cristianismo. Muchos todavía se aferraban a sus antiguas creencias, e incluso los cristianos mezclaban la nueva fe con las viejas costumbres.

– ¿Así que Eanred fue vendido como esclavo y al crecer mató a su amo?

– Así es. Puttoc, que siempre estaba pendiente de su salud y buscando de pócimas para prevenir sus achaques, se sintió intrigado. Eanred, aunque aparentemente simple y falto de luces, era, así nos dijeron, un genio cuando se trataba de buscar hierbas y plantas con propiedades curativas. La gente de todo el reino iba a la tun de Fobba para pagarle por los remedios que proporcionaba Eanred.

– Después de pensarlo, Puttoc le hizo una propuesta a Swithhelm. Le pidió al rey que retrasara la ejecución un día más. Le dijo al rey que había sufrido insomnio la noche anterior. Si aquella noche Eanred era capaz de preparar una pócima que le proporcionara somnolencia entonces él, Puttoc, estaría dispuesto a comprar a Eanred y pagar el wergild.

– ¿Este wergild del que habláis, qué es? -preguntó Fidelma.

– Son los medios por los que se define la posición social de un hombre -intervino Eadulf, que anteriormente había sido un gerefa hereditario o magistrado de su gente-. Son los medios gracias a los cuales un gerefa puede fijar la magnitud de la compensación que se ha de pagar a los familiares de un hombre asesinado o fijar otro tipo de compensaciones legales. Por ejemplo, un noble eorlcund tiene un wergild de trescientos chelines.

– Ya entiendo. Tenemos el mismo sistema de medición en Irlanda, donde la multa se llama eric, en la que se fija un eneclann o «precio de honor» para el rango de todos los ciudadanos. En nuestra sociedad el «precio de honor» disminuye, como castigo, si se encuentra a alguien culpable de un crimen o de un delito menor. Sí, ahora ya entiendo qué es el wergild. Continuad -y se reclinó, satisfecha de nuevo conocimiento.

– Bien -continuó Sebbi-, al rey le gustó la idea, pues sin duda iba a percibir una comisión por la transacción, cuando ésta se completara. Mandaron sacar a Eanred de la celda y le pidieron que preparara una pócima para que el abad pudiera dormir. Así lo hizo. A la mañana siguiente, Puttoc se presentó ante el rey entusiasmado. La poción había funcionado. Convocaron a los parientes del amo asesinado y se pidió una wergild de cien chelines, más cincuenta chelines por la persona de Eanred.

Eadulf se reclinó en su asiento dejando escapar un silbido.

– Ciento cincuenta chelines es una gran suma -observó-. ¿De dónde sacó el abad Puttoc esa cantidad?

Sebbi se inclinó hacia adelante con un guiño.

– La Iglesia favorece la liberación de esclavos y la supresión del comercio con ellos. La Iglesia exige manumitir a los esclavos como un acto de caridad. Esa acción la pagó la abadía y la transacción fue debidamente anotada como una de sus liberaciones.

– Sigue siendo una suma importante.

– La suma es la que establece la ley -replicó Sebbi-. Ambas wergild están fijadas legalmente.

– Pero un esclavo no tiene wergild - hizo notar Eadulf.

– Sin embargo, un esclavo tiene su valor establecido.

– Así que Eanred fue comprado y liberado por Puttoc -concluyó Fidelma-. Pero no por motivos de caridad cristiana, sino por su talento como sanador para ayudar a que el abad durmiera por las noches.

– Lo habéis entendido bien, hermana -afirmó Sebbi en un tono bastante protector.

– ¿Cuándo fue eso?

– Como ya he dicho, hará unos siete años.

– ¿Así que Eanred fue liberado y estaba tan agradecido a Puttoc que se convirtió y regresó a la abadía de Northumbria con los dos? -preguntó Fidelma con cinismo.

Una vez más, Sebbi sonrió irónicamente al percatarse del tono despectivo.

– Eso no es exactamente como sucedió, hermana. Como vos sabéis, Eanred es un hombre simple. Ha sido un esclavo desde que era pequeño. Puttoc no le explicó a Eanred los detalles de su liberación hasta que hubimos regresado al monasterio. Le hizo creer a Eanred que el precio de salvarlo de la horca era que fuera el criado de Puttoc. En cuanto a la conversión de Eanred al cristianismo, no estoy seguro de que lo entienda con profundidad. Para él puede que Cristo sea simplemente otra deidad como

Woden o Thunor o Freya. ¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza?

Fidelma intentó esconder su perplejidad ante aquella crítica abierta que hacía Sebbi de Puttoc.

– Parece que no sois amigo del abad -observó la muchacha secamente.

Sebbi echó atrás la cabeza y soltó una risotada.

– ¿Podríais decirme el nombre de un amigo de Puttoc? -preguntó-. Aparte de alguna mujer, claro.

– ¿Queréis decir que el abad tiene relaciones con mujeres? -preguntó Fidelma intentando aprovechar aquella franqueza.

– Puttoc cree totalmente en el reino del espíritu, pero eso no quiere decir que desee rechazar el reino de la carne. No se ha hecho para Puttoc la abnegación de los ascetas.

– ¿Aunque se suponga que un abad ha de permanecer casto, queréis decir que Puttoc no hace caso de esta regla? -inquirió Eadulf, escandalizado.

Sebbi se puso a reír entre dientes.

– ¿No fue el bendito san Agustín de Hipona el que escribió algo cínico respecto a la castidad? Yo creo que el abad subscribe esa filosofía.

– ¿Así que el abad disfruta de la compañía de mujeres, aunque debería profesar el celibato que Roma requiere para ordenarlo tanto abad como obispo?

– Puttoc argumenta que no es viejo. Es fácil ser abad u obispo cuando uno es viejo, pero ser un joven demasiado casto conduce a una vejez disoluta. Eso, por supuesto, es lo que él argumenta -añadió Sebbi rápidamente-. No es que yo esté de acuerdo.

– ¿Entonces por qué lo seguís? -inquirió Eadulf; el desdén que mostraba su voz dejaba claro que no le caía bien.

– Uno ha de seguir siempre a la estrella emergente -contestó Sebbi sonriendo con cinismo.

– ¿Y vos creéis que Puttoc es una estrella emergente? -inquirió Fidelma con interés-. ¿Por qué?

– Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury. Yo tengo puestos los míos en la abadía de Stanggrund. Si consigue lo que quiere, yo podré pedir lo que deseo.

Fidelma frunció un momento los labios ante la franqueza de Sebbi.

– ¿Y cuánto tiempo hace que Puttoc tiene los ojos puestos en Canterbury?

– No ha pensado en nada más que el sitial del arzobispo de Canterbury desde que la abadía de Stanggrund se pronunció a favor de Roma y se alió con Wilfrid de Ripon, hace años. Puttoc es un hombre ambicioso.

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