Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Fidelma entornó ligeramente los ojos.

– ¿Queréis decir que Puttoc es lo bastante ambicioso como para quitarse de en medio cualquier obstáculo?

Sebbi esbozó esa sonrisa suya que denotaba conocimiento y, sin hacer ningún comentario más, se encogió de hombros.

– Muy bien, Sebbi -dijo Fidelma tras un silencio y echando una mirada a Eadulf-. Volvamos a la otra noche. ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Wighard con vida?

– Poco después de la cena que habíamos tomado juntos en el refectorio principal de la casa de los huéspedes. El obispo Gelasio se había unido a todos los visitantes del palacio de Letrán que estaban allí alojados. Todos entraron en la capilla para el rezo y luego cada uno se retiró a su habitación.

– ¿Aparte de Wighard, quién más estaba allí?

– Todos los de nuestro grupo, salvo el hermano Eadulf aquí presente.

– ¿Y luego regresasteis a vuestra habitación?

– No. Era una noche muy calurosa y me fui a pasear por los jardines. Fue allí, en los jardines, donde vi al arzobispo.

Fidelma se sobresaltó. Esta información era nueva. Empezaba a llenar los huecos de lo que había hecho Wighard su última noche.

– ¿A qué hora ocurrió eso?

– Una hora después de la cena, digamos que tres horas antes de medianoche.

– Y nosotros situamos la hora del descubrimiento de su muerte hacia medianoche -intervino Eadulf, dirigiéndose a Fidelma.

Fidelma le lanzó una mirada de advertencia.

– Simplemente decidme lo que visteis -dijo Fidelma a Sebbi.

– Yo estaba en uno de los jardines más amplios, cerca de la muralla sur del palacio, detrás de la misma basílica. Reconocí a Wighard, pues había adquirido la costumbre de dar un paseo por los jardines antes de retirarse por la noche. Yo creo que odiaba el calor del día y prefería caminar de noche, cuando el sol ya se había puesto. Estaba a punto de dirigirme hacia él cuando vi que alguien surgía de las sombras y lo abordaba.

– Ésa es una palabra interesante, «abordar» -observó Fidelma.

Sebbi se encogió de hombros con indiferencia.

– Simplemente quería decir que Wighard caminaba dando la impresión de estar profundamente inmerso en sus pensamientos, cuando la persona le salió al paso. Empezaron a hablar. Yo iba a continuar acercándome cuando la persona que hablaba con Wighard se enfadó y elevó mucho la voz. Entonces la persona se giró y desapareció de repente. Yo creo que debieron de entrar en uno de los claustros en la parte posterior de la basílica.

– ¿Reconocisteis a esa persona?

– No. Sólo vi que era alguien vestido de religioso con una capucha sobre la cabeza. Yo no lo reconocí.

– ¿En qué lengua hablaban? -preguntó Eadulf.

– ¿Lengua? -pensó Sebbi un momento-. Eso no lo sé decir. Todo lo que sé es que después de un intercambio de palabras la voz se alzó casi como el aullido de un perro.

– ¿Os acercasteis a Wighard?

– Después de aquello, no. No quería que se abochornara, por si era algo personal. Me di la vuelta, me fui del jardín y me dirigí a mi habitación. No volví a verlo.

– ¿Hablasteis de este encuentro cuando oísteis que Wighard había sido asesinado?

Sebbi abrió bien los ojos.

– ¿Y por qué había de hacerlo? Wighard fue asesinado más tarde en su habitación, no en el jardín. Y todo el mundo sabe que un loco religioso irlandés lo mató y robó los preciados regalos que iba a presentar al Santo Padre. ¿Por qué debía tener ningún significado ese encuentro en el jardín?

– Para decidir eso estamos nosotros aquí, hermano Sebbi -replicó Fidelma con gravedad.

– Si hubierais sido capaz de identificar al religioso irlandés en ese encuentro en el jardín… -empezó Eadulf.

El rápido resoplido procedente de Fidelma lo detuvo y él se sintió avergonzado ante su mirada de ira condenatoria. No era el estilo de la monja hacer sugerencias a los testigos.

– Bien -continuó Sebbi sin darse cuenta de su juego-, no pude identificar a la persona. Y fue esta mañana cuando en el desayuno oí hablar a otros de ese hermano llamado Ronan Ragallach.

– Muy bien -dijo Fidelma-. Creo que esto es todo por ahora, Sebbi. Tal vez tengamos que volver a hablar con vos.

– No estaré lejos -contestó Sebbi sonriendo, a la vez que se levantaba y se encaminaba hacia la puerta.

La estaba abriendo cuando Fidelma levantó la cabeza, al venirle algo de repente a la mente.

– Por cierto, por curiosidad, ¿por qué mató Eanred a su primer amo?

Sebbi se dio la vuelta.

– ¿Por qué? Por lo que yo recuerdo, Eanred había sido vendido como esclavo por sus padres, junto con una hermana menor. A ésta la compró el mismo amo. Al parecer, cuando estaba en la pubertad el amo forzó a la joven a meterse en su cama. Eanred lo mató al día siguiente.

Un momento después Fidelma volvió a preguntar.

– ¿Cómo lo mató?

Sebbi hizo una pausa, como tratando de desenterrar algo de su memoria.

– Creo que estranguló al hombre. -Volvió a hacer una pausa; luego sonrió ampliamente y asintió con la cabeza-. Sí, así es. Lo estranguló con su propio cinturón.

Capítulo 10

Bueno, una cosa está clara -observó el hermano Eadulf cuando el hermano Sebbi hubo salido de la habitación. Fidelma levantó los ojos, que brillaban divertidos, pues su voz denotaba buen humor.

– ¿Y qué es eso? -preguntó la muchacha.

– Al hermano Sebbi no le gusta el abad Puttoc. Parecía muy interesado en sembrar dudas de sospecha en torno al abad Puttoc y su criado, Eanred.

Fidelma inclinó la cabeza indicando que estaba de acuerdo con esa afirmación obvia.

– ¿Demasiado interesado incluso? -preguntó pensativa-. Tal vez deberíamos tener cuidado y descubrir los motivos ocultos de sus afirmaciones. Está claro que es tan ambicioso como su abad. Cree que eliminando a Puttoc él sería abad de Stanggrund. Ahora bien, ¿hasta qué punto su ambición guía sus actos?

Eadulf hizo un pequeño gesto de asentimiento.

– Sí, pero tal vez deberíamos volver a hablar con el hermano Eanred.

Fidelma se puso a reír con picardía.

– ¿No os estáis olvidando del hermano Ronan Ragallach? ¿Seguro que no tenéis dudas de su culpabilidad?

El monje sajón se agitó y parpadeó incómodo. Se daba cuenta de que se había concentrado tanto en la información secundaria que había proporcionado el interrogatorio de Sebbi que se había olvidado del motivo principal de la investigación.

– Por supuesto que no tengo dudas -replicó casi a la defensiva-. Los hechos hablan por sí solos. Pero es curioso.

– ¿Curioso? -interrumpió Fidelma, después de haber estado callada un rato.

Eadulf dejó ir un suspiro. Estaba a punto de continuar, pero no lo hizo, pues Furio Licinio regresó cargado, para su sorpresa, con una bandeja con una jarra de vino, un poco de pan, fiambres y algunas frutas. Licinio sonrió alegremente al colocar la bandeja.

– Todo lo que he encontrado -anunció, al ver que ellos miraban la bandeja hambrientos-. Yo ya he comido, así que adelante. Oh, y al regresar resulta que me he encontrado con el hombre que andáis buscando, el superior del departamento del Munera Peregrinitatis donde trabajaba Ronan Ragallach.

Fidelma se giró pesarosa hacia Eadulf.

– Comeremos algo después de ver a este hermano -anunció con firmeza.

Eadulf hizo una mueca, pero no protestó.

Licinio se dirigió hacia la puerta e hizo pasar a un joven delgado. Parecía apenas salido de la adolescencia, con piel olivácea, labios rojos y gruesos y grandes ojos oscuros que tenía la costumbre de entornar como si quisiera ver mejor. Llevaba la cabeza totalmente afeitada.

– Éste es el subpretor del Munera Peregrinitatis - anunció Licinio.

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