Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– Vos me dijisteis que este hostal no está controlado por la Iglesia -dijo Fidelma-. ¿Pero seguro que la Iglesia tiene algo que decir respecto a los alquileres en la ciudad?

Licinio esbozó una sonrisa.

– Bieda es un comerciante de poca monta que saca provecho de varias propiedades. En cada una alquila un quae res domestic dispensat…

– ¿Un qué? -preguntó Fidelma.

– Alguien que gobierne la casa por él, como la mujer de abajo. El bueno de Bieda probablemente deduce el coste de esta habitación de su salario.

– Bueno, está mal que la mujer saque cosas de este cuarto, pero no me gustaría verla sufrir si sus ingresos dependen de que la habitación esté ocupada.

Furio Licinio emitió un resoplido de desaprobación.

– Los que son como ella sobreviven de todas maneras. ¿Qué deseabais ver?

Fidelma miró hacia el interior de la sombría habitación. Aunque las contraventanas no estaban cerradas, la diminuta ventana dejaba pasar poca luz al interior de la estancia, pues el cielo quedaba oculto por el alto acueducto del exterior.

– Mi primera prioridad sería simplemente poder ver -se quejó-. ¿Hay una vela por aquí?

Licinio consiguió encontrar un cabo de vela junto a la cama y lo encendió.

Apenas había nada en el cuarto, aparte de la tosca cama de madera cubierta por una manta que apestaba a sudor y una almohada, y una mesita y una silla junto a ella. Un gran sacculus colgaba de un gancho clavado en la pared. Fidelma lo bajó y vertió el contenido sobre la cama. No había nada de interés, salvo las ropas de repuesto del hermano Ronan Ragallach y unas sandalias. Sus enseres para el afeitado estaban sobre la mesa, junto a la cama.

– Una vida bien austera, ¿eh? -dijo Licinio sonriendo burlonamente, permitiéndose un cierto placer al percibir el desconcierto en la cara de Fidelma.

Fidelma no contestó, volvió a apretujar las ropas en el interior del sacculus y lo colgó de nuevo en el gancho. Luego examinó la habitación concienzudamente. Ciertamente, no había nada que indicara que alguien había vivido durante algunos meses en aquel lugar. Se dirigió hasta la cama y empezó a deshacerla con cuidado. Diez minutos después todavía no había hallado algo que compensara el trabajo.

Furio Licinio permanecía apoyado en el marco de la puerta y la observaba con interés.

– Ya os dije que no se había encontrado nada -dijo. Sin embargo, su voz denotaba un claro alivio, después de la humillación sufrida en las estancias de Wighard.

– Así lo entendí.

Fidelma se inclinó y miró por el suelo. Nada más que polvo. Se sobresaltó al ver unos escarabajos negros que correteaban aquí y allá.

– ¿Qué son? ¡Asquerosas criaturas!

Scarabaeus - contestó Furio Licinio lacónicamente, al ver lo que producía consternación a la mujer-. Cucarachas. Estas casas viejas están llenas de ellas.

Fidelma estaba a punto de levantar los pies con asco cuando vio algo medio oculto junto a la cama. Se inclinó hacia adelante, intentando no hacer caso de las cucarachas. Era un trocito de papiro. Por la textura se dio cuenta de que no era vitela. Estaba tan pisoteado y cubierto de porquería que apenas se distinguía de la mugre del suelo.

Alzó el cabo de vela y lo observó de cerca.

Era claramente un trocito de un papiro mayor; un cuadrado irregular que no medía más de unas pulgadas de lado. Había unos jeroglíficos extraños escritos en él, pero ella no los podía reconocer. Los caracteres no eran ni griegos ni latinos, ni siquiera pertenecían a la antigua escritura Ogham de su tierra.

Se lo tendió al mortificado Furio Licinio con una sonrisa apretada.

– ¿Qué os parecen estas letras? ¿Las podéis identificar?

Furio Licinio echó una mirada al trozo de papiro y negó con la cabeza.

– No he visto este tipo de escritura antes -dijo lentamente, y luego añadió, a fin de que los custodes no se vieran de nuevo humillados por esa mujer-: ¿creéis que tiene importancia?

– Quién sabe -contestó Fidelma encogiéndose de hombros y poniendo el trocito de papiro en su marsupium-. Ya veremos. Pero tenéis razón, Furio

Licinio, no hay nada en esta habitación que pueda ayudarnos en ese momento.

Se oyeron entonces pasos en la escalera. Eadulf entró en la estancia con una sonrisa en la boca y acarreando un montoncito de objetos.

– Me temo que me ha costado algo de tiempo recuperar todo. Al menos, creo que esto es todo. Hemos llegado justo a tiempo para evitar que la buena mujer de abajo vendiera estos objetos -dijo con una sonrisa burlona.

Uno a uno fue colocando los objetos sobre la cama: un cordón para la oración; un crucifijo, no muy trabajado, pero ciertamente con algún valor; una crumena, o bolsa, vacía; diversos objetos de veneración presumiblemente comprados en los templos del lugar y dos evangelios pequeños, uno de Mateo y otro de Lucas.

Furio Licinio soltó una risita cínica.

– ¿El alquiler de un mes, eh? Esto hubiera pagado el alojamiento durante tres meses o más en este tugurio. Sin mencionar las monedas que deben de haber desaparecido de la crumena.

Fidelma estaba examinando los dos evangelios con gran cuidado, giraba las páginas una a una como si esperara que algo cayera de entre ellas. Estaban en griego pero no eran una buena edición. No había nada entre las hojas. Cuando acabó dejó escapar un suspiro.

– ¿No habéis encontrado nada? -preguntó Eadulf, mientras echaba una ojeada a la habitación.

Fidelma negó en silencio, pensando que él se refería a su búsqueda entre las páginas de los evangelios.

– ¿Paneles ocultos?

Fidelma se dio cuenta de que se refería al registro de la habitación del hermano Ronan Ragallach.

Furio Licinio sonrió.

– El decurión Marco Narses ya ha buscado lugares donde se pudiera ocultar algo.

– Sin embargo… -Eadulf le devolvió la sonrisa y empezó a examinar las paredes a conciencia, dando golpecitos con los nudillos y escuchando el sonido al golpear. Esperaron hasta que hubo recorrido todas las paredes y el suelo y regresó sonriendo con cierta vergüenza.

– El decurión Marco Narses estaba en lo cierto -dijo en tono de broma a Licinio-. No hay ningún sitio donde el hermano Ronan Ragallach pudiera esconder los objetos robados del baúl de Wighard.

Fidelma había recogido las pertenencias del hermano Ronan Ragallach y las había puesto en el sacculus, que había descolgado de la pared.

– Nos llevaremos esto por seguridad, Furio Licinio. Podéis decirle a la mujer que cuando estemos satisfechos se los devolveremos, a falta del pago pendiente. Pero el diácono Bieda ha de venir a reclamarlo y presentar las cuentas del alojamiento al mismo tiempo.

El joven tesserarius esbozó una sonrisa de aprobación.

– Será como decís, hermana.

– Bien. Deseabais interrogar al hermano Sebbi antes de la cena y, con suerte, a la abadesa Wulfrun y a sor Eafa después. Pero creo que se hace demasiado tarde.

– ¿No sería una buena idea investigar más acerca de este Ronan Ragallach? -inquirió Eadulf-. Nos hemos estado centrando en el círculo de Wighard, pero no se ha examinado en absoluto la información sobre el verdadero acusado de matarlo.

– Dado que Ronan Ragallach ha huido de la prisión, eso resultará difícil -contestó Fidelma secamente.

– Yo no me refería a interrogar a Ronan Ragallach -dijo Eadulf-. Yo pensaba, quizá, que ha llegado el momento de ver el lugar dónde trabajaba Ronan e

interrogar a sus compañeros.

Fidelma se dio cuenta de que Eadulf estaba absolutamente en lo cierto. Había pasado por alto esa cuestión.

– Estaba empleado en un cargo inferior en el Munera Peregrinitatis - el Secretariado de Exteriores -interrumpió Licinio.

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