En el momento de abrir la puerta sonó el teléfono.
Se estremeció. Así que volvía a tener línea, tal vez fuera la policía. Vaciló un instante, se decidió y descolgó.
– ¡Eva, hija! ¿Dónde demonios te has metido últimamente? Te he estado llamado durante muchos días.
– Me habían cortado el teléfono. Pero ya funciona, tardé demasiado en pagar.
– Te tengo dicho que me lo digas cuando necesites algo -gruñó su padre.
– No voy a morirme por no tener teléfono durante un par de días -contestó Eva-. Y a tí tampoco te sobra el dinero.
– Más vale que yo pase hambre a que lo pases tú. Dile a Emma que se ponga, quiero escuchar su voz pura e inocente.
– Está pasando unos días con Jostein, se supone que tiene vacaciones de otoño. Oye, ¿acaso mi voz suena sucia y culpable?
– Tu voz tiene a veces un fondo turbio, siempre tengo la sensación de que no me cuentas más que una pequeña parte de todo lo que pasa.
– Sí, en efecto. Eso se llama ser considerada. Ya no eres tan joven, ¿sabes?
– Pienso que deberías acercarte un día de estos para poder tomarnos el pelo como Dios manda, es decir con una copa de vino. No consigo el tono adecuado por teléfono.
Parecía estar acatarrado.
– Iré un día de estos. Puedes llamar a Jostein si quieres hablar con Emma. Por cierto, la niña no es tan inocente y pura como imaginas, en realidad creo que se parece a tí.
– Eso lo considero un cumplido. ¿Jostein se molestará si llamo?
– Qué va. Te aprecia mucho. Tiene miedo de que estés enfadado por haberse ido, así que si lo llamas se alegrará mucho.
– Claro que estoy enfadadísimo. ¿Creías que no lo estaba?
– Pues no se lo digas.
– Nunca he entendido porque eres tan comprensiva con un hombre que te abandonó.
– Algún día te lo explicaré con una copa de vino.
– Un padre debe saber todo sobre su única hija -la regañó su padre ofendido-. Dios me ampare, llevas una vida tan misteriosa.
– Sí -contestó Eva en voz baja-. Así es, papá. Pero ya sabes que los secretos importantes salen a presión cuando llega el momento.
– Pronto llegará el momento -contestó-. Ya soy muy viejo.
– Eso lo dices porque estás deprimido. Compra vino, iré a verte. Te llamaré para decirte cuándo. No andarás descalzo, ¿no?
– Hago lo que me da la gana. Cuando tú empieces a vestirte como una mujer, yo me vestiré como un anciano.
– De acuerdo, papá.
Se quedaron los dos callados. Eva podía oír la respiración de su padre al otro lado. Ninguno de los dos decía nada, pero Eva sentía tan cerca a su padre que le parecía notar su cálido aliento a través del auricular acariciándole la mejilla. Su padre era una fuerte raíz, y Eva recibía toda su fuerza de esa raíz. Muy en el fondo de su cabeza pensaba alguna vez que su padre iba a morir pronto y que entonces todo lo que tenía en la vida le sería arrancado, arrebatado, como si le arrancaran el pelo y la piel.
Esos pensamientos le hicieron sentir escalofríos.
– Ahora estás pensando en algo triste, Eva.
– Pronto iré a verte. En realidad no me gusta mucho esta vida.
– Tendremos que consolarnos mutuamente.
Su padre colgó. Hubo un profundo silencio después. Se acercó a la ventana y los pensamientos tomaron su propio rumbo, a pesar de su resistencia. ¿Por dónde fuimos aquella vez para llegar a esa cabaña?, pensó. ¿No pasamos por Kongsberg? Hacía tanto tiempo… Veinticinco años. El padre de Maja las había llevado en su furgoneta. Y se emborracharon; vomitaron sobre el brezo que había alrededor de la cabaña y tuvieron que dejar la ropa de cama ventilándose al aire libre toda la noche. Por Kongsberg, pensó, y luego por aquel puente, subiendo hacia el valle de Sigdal, ¿no era así? Una cabaña pintada de rojo con los marcos de las ventanas verdes. Minúscula, casi la única que se veía en aquel paisaje. Pero estaba lejos. Doscientos kilómetros, tal vez trescientos. ¿Cuánto espacio ocupará esa enorme cantidad de dinero?, pensó. Si eran distintas clases de billetes, no cabrían en una caja de zapatos, seguro que no. ¿Y dónde podría esconderse una fortuna así en una pequeña cabaña? ¿En el sótano? ¿Dentro de la chimenea? Tal vez en la letrina, donde tenían que echar tierra y corteza cada vez que la usaban. O quizá estaba metida en latas de conservas vacías dentro de la nevera. Maja era muy ingeniosa. Si a alguien se le ocurriera buscar ese dinero, pensó, no le sería fácil encontrarlo. ¿Pero quién iba a ir a buscarlo, si nadie sabía que ese dinero existía? Así que ese dinero se quedaría allí para siempre, hasta convertirse en polvo. ¿O se lo habría contado Maja a alguien? En ese caso, quizá hubiera más gente pensando lo mismo que ella en ese momento, pensando en esos dos millones, soñando. Volvió al taller y continuó raspando el lienzo negro. El mes de octubre no sería precisamente temporada alta para las cabañas de montaña, tal vez no habría nadie allí arriba, nadie que pudiera verla. Si dejara aparcado el coche a cierta distancia, podría recorrer a pie el último tramo. Es decir, si se acordara del camino. Recordó que había que coger a la izquierda por donde había una tienda amarilla, y luego se subía y se subía hasta el monte pelado. Muchas ovejas, el hotel de montaña y luego el gran lago. Allí podría aparcar, junto al lago. Raspaba frenéticamente el lienzo. Dos millones. Galería propia. Pintar y no tener que preocuparse por el dinero en años. Cuidar bien de su padre y de Emma. Sacar los billetes de un florero cuando le hicieran falta, o de una caja de seguridad. ¿Por qué demonios no había metido Maja el dinero en una caja de seguridad? Tal vez porque había que registrarla, y en ese caso podrían haberla descubierto. Era dinero negro. Eva raspó con más fuerza. Si quería conseguir el dinero, tendría que forzar la puerta de la cabaña, pero no estaba segura de atreverse. Forzar la puerta con un pie de cabra o romper el cristal de una ventana. Alguien podría oírla. ¿Pero y si no había nadie allí arriba? Podría irse por la tarde y llegar de noche, aunque sería complicado buscar en la oscuridad. Con una linterna, tal vez. Dejó la lija y bajó lentamente hasta el sótano. En un cajón del banco tenía guardada una linterna que Jostein había dejado. Daba poca luz. Metió la mano en el bote de pintura donde había dejado el dinero de Maja y sacó un fajo de billetes, volvió a subir y se puso la gabardina. Apartaba las pequeñas punzadas de mala conciencia y una vocecilla de su sentido común que intentaba ponerla sobre aviso. Primero pagaría todas las facturas; luego, había un par de cosas que necesitaba. Eran ya las doce del mediodía. Faltaban tres horas para que Elmer acabara su turno. Iría andando hasta su coche. Eva se puso las gafas de sol. Vio en el espejo el pelo negro, las gafas y la gabardina, y no se reconoció a sí misma.
Había una ferretería en la plaza. No se atrevía a pedir un pie de cabra, así que se puso a mirar por los estantes buscando algo que poder meter por la rendija de una puerta. Encontró un cincel grande y fuerte, con un borde muy afilado, y un martillo sólido. El mango era de caucho con ranuras. La linterna tuvo que pedirla.
– ¿Para qué la necesita? -preguntó el ferretero.
– Para iluminar -contestó Eva asombrada, mirando la tripa del hombre, que amenazaba con salirse de la bata de nailon.
– Sí, sí, eso está claro. Pero las linternas se hacen con distintos fines. Quiero decir si va a trabajar a la luz de la linterna, o si va a iluminar un sendero durante un paseo nocturno, o si va a hacer señales con ella…
– Trabajar -se apresuró a contestar.
El ferretero sacó una linterna impermeable y resistente a los golpes, con un mango largo y estrecho que estaba muy bien. Además, el rayo de luz podía concentrarse o dispersarse, según se quisiera.
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