Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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– ¿Ah, sí? ¿Y qué pensó al leerlo, al saber que la habían asesinado?

Eva hizo denodados esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas.

– Que debería haberme escuchado. Intenté advertirle.

Él calló. Eva creía que iba a continuar, pero no lo hizo; se puso a observar el salón, a estudiar los grandes cuadros, no sin cierto interés, y volvió a mirarla, aún en silencio. Eva se dio cuenta de que estaba sudando, el corte de la mano empezaba a dolerle.

– Supongo que se habría puesto en contacto con nosotros, si yo no me hubiera adelantado. ¿No?

– ¿Qué quiere decir?

– Va a casa de una amiga, y al día siguiente se entera por el periódico de que ha sido asesinada. Supongo que nos habría llamado para hacer una declaración, con el fin de ayudar.

– Sí, claro. Lo hubiera hecho.

– ¿Tal vez era más importante fregar los cacharros?

Eva se derrumbaba lentamente ante los ojos del policía.

– Maja y yo fuimos amigas de niñas -dijo dócilmente.

– Siga.

Estaba a punto de dejarse vencer por la desesperación; intentó recapacitar, pero no se acordaba de la historia tal y como había pensado contarla.

– Nos encontramos en los almacenes Glassmagasinet, llevábamos veinticinco años sin vernos, y fuimos a tomar un café. Me habló de su actividad.

– Sí. Llevaba ya algún tiempo ejerciéndola.

El policía volvió a quedarse callado, y Eva no fue capaz de cumplir con su propósito de limitarse a contestar a las preguntas.

– Comimos juntas, el miércoles. Y luego tomamos café en su casa.

– ¿Así que estuvo usted en su piso?

– Sí, pero muy poco tiempo. Luego cogí un taxi hasta mi casa, y Maja quiso que volviera al día siguiente, con un cuadro que quería comprar. Es que soy pintora, una profesión que, por cierto, le parecía muy estúpida, sobre todo porque apenas vendo, y cuando le conté que me habían cortado el teléfono quiso ayudarme comprándome un cuadro. Tenía muchísimo dinero.

Eva pensó en el dinero que había escondido en la cabaña pero no dijo nada.

– ¿Cuánto le pagó por el cuadro?

– Diez mil. Justo el importe de las facturas que tengo pendientes.

– Hizo una buena compra -dijo de repente el policía.

Asombrada, Eva abrió unos ojos como platos.

– ¿De manera que ella quiso que volviera, y usted así lo hizo?

– Sí, sólo a llevarle el cuadro -se apresuró a decir-. Cogí un taxi. Lo llevaba envuelto en una manta…

– Lo sabemos. Fue usted en el coche número F 16. Estoy seguro de que la llevó muy deprisa -dijo sonriendo-. ¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?

Eva luchó por no perder la compostura.

– Tal vez una hora. Comí un sandwich y hablamos un poco. -Eva se levantó a por un cigarrillo, abrió el bolso que había dejado sobre la mesa del comedor y vio el montón de billetes. Volvió a cerrarlo con un chasquido.

– ¿Fuma? -preguntó de repente el policía, agitando un paquete en el aire.

– Sí, gracias.

Eva sacó un cigarrillo del paquete y cogió el mechero que el policía le alargó por encima de la mesa.

– El taxi la recogió aquí a las dieciocho horas, lo que significa que llegaría a casa de Durban sobre las dieciocho y veinte.

– Sí, supongo que sí. No miré el reloj.

Eva chupó ansiosamente el pitillo y exhaló, intentando aliviar la presión que se estaba acumulando en su interior, pero no sirvió de nada.

– ¿Y se quedó aproximadamente una hora? Eso quiere decir que se marchó sobre las diecinueve y veinte.

– Como ya le he dicho, no miré el reloj, pero Maja estaba esperando a un cliente, y yo no quería estar allí cuando llegara, así que me marché con tiempo de sobra antes de que apareciera.

– ¿A qué hora iba a llegar?

– A las ocho. Nada más llegar me dijo que esperaba un cliente a las ocho. Solían llamar dos veces al timbre. Era lo acordado.

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Y sabe usted quién era él?

– No, no quise saberlo. Me parecía horrible lo que ella estaba haciendo, espantoso; no entiendo cómo podía; en realidad no entiendo que nadie haga esas cosas.

– Puede que usted sea la última persona que la viera con vida. Ese hombre que llegó a las ocho pudo haber sido el asesino.

– ¡Ah! -Dio un respingo, como si la mera idea le hiciera estremecerse.

– ¿Se encontró usted con alguien abajo en la calle?

– No.

– ¿Qué camino tomó?

«Di la verdad -pensó Eva-, mientras puedas.»

– Fui hacia la izquierda, pasé por la gasolinera Esso y la compañía de seguros Gjensidige. Luego caminé a lo largo del río y crucé el puente.

– Dio un buen rodeo, ¿no?

– No quería pasar por el pub.

– ¿Por qué no?

– Hay muchos borrachos fuera por las noches.

Ésa era una verdad como una casa. No soportaba pasar por delante de numerosos grupos de tíos borrachos.

– Bueno.

El policía le miró la mano lesionada.

– ¿Durban la acompañó hasta la puerta?

– No.

– ¿Cerró la puerta al marcharse usted?

– Creo que no. Pero no reparé en ello.

– ¿Y no se encontró con nadie en el portal o fuera en la acera?

– No. Con nadie.

– ¿Se fijó en si había coches aparcados abajo en la calle?

– No recuerdo haber visto ninguno.

– Bueno. Cruzó el puente, ¿y luego?

– Me vine andando hasta casa.

– ¿Vino andando hasta aquí? ¿Desde Tordenskioldsgate hasta Engelstad?

– Sí.

– Está muy lejos, ¿no?

– Sí, pero quería andar. Tenía muchas cosas en qué pensar.

– ¿Y en qué tenía que pensar para necesitar un paseo tan largo?

– En lo de Maja y todo eso -murmuró-. En lo que se había convertido. Nos conocíamos tan bien hace años, no podía concebirlo. Creía conocerla -dijo extrañada, como hablándose a sí misma.

Apagó el cigarrillo y se echó la melena hacia atrás.

– ¿De modo que se encontró con Maja el miércoles por primera vez desde hacía veinticinco años?

– Sí, así fue.

– ¿Y estuvo en su casa ayer, entre las seis y las siete?

– Sí.

– ¿Y eso es todo?

– Pues sí, eso es todo.

– ¿No olvida nada?

– No creo.

El policía se levantó del sofá y volvió a asentir con la cabeza, cogió el mechero, que llevaba las huellas dactilares de Eva, y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

– ¿Ella parecía intranquila?

– No, en absoluto. Maja dominaba la situación, como siempre. Pleno control.

– ¿Y no dijo nada durante la conversación que pudiera indicar que alguien la estuviera persiguiendo? ¿O que alguien la quisiera mal?

– No, de ninguna manera.

– ¿Recibió alguna llamada telefónica mientras usted estaba allí?

– No.

– Bueno, no quiero molestarla más. Por favor, llámenos si recuerda algo que pudiera tener interés. Cualquier cosa.

– Lo haré.

– Haré las gestiones necesarias para que le vuelvan a conectar el teléfono inmediatamente.

– ¿Cómo?

– Intenté llamarla. En la Telefónica dijeron que usted no había pagado.

– Ah sí, muchas gracias.

– Es por si necesitamos hablar con usted otra vez.

Eva se mordió el labio, perpleja.

– Dígame, ¿cómo ha sabido que estuve allí?

El policía metió la mano en el bolsillo y sacó una libreta de piel roja.

– Es la agenda de Maja. Aquí lo pone, en el treinta de septiembre: «Me encontré con Eva en Glassmagasinet. Comimos en La cocina de Hanna». En la parte de atrás está anotado su nombre y su dirección.

Qué fácil, pensó Eva.

– No se levante -dijo-. Encontraré el camino.

Eva se dejó caer de nuevo en el sillón. Se sentía completamente abatida; se retorció tanto los dedos que la herida volvió a sangrar. Sejer fue hacia la puerta pero se detuvo de repente ante uno de los cuadros. Inclinó la cabeza y se volvió de nuevo.

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