Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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Eva aceleró y agarró fuerte el volante en la rotonda. Pasó a gran velocidad por delante de la fábrica de bombillas y se fijó en el soporte de periódicos colocado delante de la panadería. «Hallada estrangulada», ponía, y lo mismo en la gasolinera Esso. Maja estaba por toda la ciudad y seguro que Elmer ya lo había leído, si es que leía los periódicos. Eva suponía que todo el mundo leía algún periódico. Redujo la velocidad, entró en Oscarsgate, pasó despacio por delante de la fábrica de cerveza, continuó hasta los baños municipales y aparcó en la parte de atrás. Permaneció un rato sentada en el coche. Era un aparcamiento grande y había muchos coches blancos. Cerró la puerta, pasó lentamente por los baños, de donde salía un fuerte olor a cloro, y continuó hasta el aparcamiento de los jefes, justo delante de la entrada principal. Elmer no era un jefe, de eso estaba segura; no vestía como un jefe y además, se había quejado del sueldo. Eva continuó andando lentamente. El aparcamiento de los empleados estaba a su izquierda, cerrado con una barrera. Había un parquímetro con luces rojas y un gran cartel donde ponía que era un aparcamiento vigilado, pero no especificaba cómo. No veía cámaras por ninguna parte. Se coló por debajo de la barrera y fue hacia la izquierda. Tendría que emplear algún sistema para buscar, había muchos coches. El corazón le latía muy deprisa; metió las manos en los bolsillos de la gabardina e intentó caminar con naturalidad, levantando de vez en cuando la cara hacia el sol, con una sonrisa en los labios. Esperaba que nadie reparara en ella. Vio un Honda Civic, anormalmente reluciente, como si lo acabaran de sacar de la tienda. Continuó por la misma fila de coches, tenía que mirarlos todos, incluso las letras y los números de las matrículas, sin que se notara lo que estaba haciendo, por si alguien estaba vigilándola. ¿Podía un hombre matar a alguien por la noche e ir a trabajar a la mañana siguiente? ¿Era posible? Un BMW, anticuado y sucio, muy desordenado por dentro. Un escarabajo, no blanco, más bien amarillo sucio. Siguió por la segunda fila, el sol calentaba un poco, aunque estaban ya en octubre, una nostálgica caricia sobre su mejilla. De repente Maja estaba irremediablemente muerta. Increíble. Eva no estaba segura de haberlo entendido. Maja había surgido de repente de la nada, e igual de repente había desaparecido. Pasó volando a gran velocidad, como un extraño sueño. Un Mercedes blanco, un viejo Audi; Eva paseaba entre las filas de coches sobre sus largas piernas, con la gabardina abierta. De repente había delante de ella un joven, cerrándole el camino. Llevaba un mono azul oscuro con un montón de tiras reflectantes. Era un guardia jurado de Securitas.

– ¿Tienes pase?

Eva frunció el entrecejo. Era un niñato, pero enorme.

– ¿Cómo?

– Este es un aparcamiento privado. ¿Buscas algo?

– Sí, un coche. No estoy tocando nada.

– Pues tendrás que largarte, este sitio es sólo para los empleados.

Tenía el pelo rubio, de punta, y una gran cantidad de autoestima.

– Sólo quiero mirar una cosa. Sólo quiero dar una vuelta para mirar una cosa. Es muy importante para mí -añadió.

– ¡Ni hablar! Venga, te acompañaré hasta la salida.

Se le estaba acercando con un brazo autoritario.

– Puedes ir detrás de mí si quieres, sólo quiero mirar los coches. Estoy buscando a un tipo al que necesito ver, es muy importante. ¡Por favor! Tengo coche y radio, no te preocupes.

El tipo vaciló.

– Vale, pero date prisa. Mi trabajo consiste precisamente en echar a los ajenos de aquí.

Eva siguió andando a lo largo de las filas de coches, oyendo los pasos del joven detrás.

– ¿Qué marca de coche es? -preguntó.

Eva no contestó. Elmer no debía saber que alguien lo estaba buscando. Ese niñato vestido de mono azul seguro que se chivaría.

– Es que conozco a muchos de los que trabajan aquí -añadió.

Un Toyota Tercel, un viejo Volvo, un Nissan Sunny… El vigilante carraspeó.

– ¿Trabaja en la nave o en los grifos?

– No lo conozco -respondió Eva secamente-. Sólo el coche.

– Qué extraño es todo esto, ¿no?

– En efecto.

Eva se detuvo y asintió con la cabeza. El joven tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se sentía un poco tonto. Una señora estaba sin permiso en un recinto privado y él la iba siguiendo como un perro. ¡Vaya guarda! Parte de su autoestima desapareció.

– ¿Y qué quieres de un tipo al que no conoces?

Se puso delante de ella y se apoyó en el capó de un coche. Sus piernas eran largas y cerraban el camino a Eva.

– Pensaba estrangularlo -dijo Eva con una dulce sonrisa.

– Sí, ya.

El hombre se reía como si de repente hubiera entendido todo. El mono era de nailon y sentaba bien al cuerpo bien entrenado. Eva miró las matrículas a través de sus piernas abiertas: BL 744. Se volvió rápidamente hacia el coche de enfrente, un Golf plateado, se acercó y miró por la ventanilla. El joven la siguió.

– Ese pertenece a uno que trabaja en la cantina, no recuerdo su nombre. Un tipo bajito con el pelo rizado. ¿Es ése?

Eva sonrió pacientemente, se incorporó y echó un rápido vistazo al Opel blanco que había detrás de él. Pudo ver el número completo: BL 74470. Era un Manta. Tenía razón, era igual que el viejo coche de Jostein, pero éste era más bonito, más nuevo y mejor conservado. Por dentro era rojo. Ya había visto bastante. Empezó a andar hacia la salida. ¡Qué fácil había resultado encontrarlo! Un obrero normal y corriente con un asesinato sobre la conciencia. Y ella, Eva, sabía lo suficiente como para lograr que lo encerraran durante quince o veinte años en una pequeña celda. «Es increíble -pensó-. Ayer mató a Maja, y hoy está en el trabajo como si nada hubiera pasado. Lo que significa que es un tío listo. Y frío. Tal vez charla sobre el asesinato mientras se come un sandwich en la cantina.» Se lo imaginaba masticando y haciendo ruido, con los labios llenos de mahonesa. ¡Joder, vaya historia la de esa tía, seguro que fue un cliente rabioso! Y luego tragaría todo con Coca-Cola, y apartaría el limón y el perejil antes de dar un nuevo mordisco. Seguro que el tío ya está en Suecia…

Tal vez algunos de ellos eran asiduos de Maja, pensó Eva de repente. Y tal vez a él le estaba pasando lo mismo que a ella, que no se lo podía creer y que intentaba alejarlo de la vista como un terrible sueño.

– ¡Ya me acuerdo de cómo se llama! -gritó el guarda-. El del Golf. Se llama Bendiksen. ¡Es de Finnmark!

Eva le dijo adiós con la mano sin volverse y siguió andando. Luego volvió a detenerse.

– ¿Trabajan a turnos?

– De siete a tres, de tres a once y de once a siete.

Eva miró el reloj y salió del aparcamiento, pasó por delante de los baños municipales y se metió en su coche. El corazón le latía muy deprisa; guardaba un gran secreto y no sabía muy bien qué hacer con él, pero arrancó el coche y se fue a casa. Faltaba mucho tiempo para las tres. Entonces podría esperarlo y seguirlo, averiguar dónde vivía, si tenía mujer e hijos. ¡De repente sintió una inmensa necesidad de hacerle saber que alguien lo había visto! Nada más que eso. Eva no soportaba pensar que el tipo se sentía a salvo, que se había levantado e ido a trabajar como siempre, después de haber matado a Maja sin motivo alguno. Eva no entendía por qué lo había hecho, de dónde había salido toda esa rabia. Como si el cuchillo en el borde de la cama fuera la mayor ofensa que hubiera recibido jamás. Pero los asesinos no son como los demás, pensó esquivando a un ciclista que zigzagueaba peligrosamente hacia la derecha. Tienen que carecer de algo. O quizá sencillamente se hubiera puesto pálido al ver el cuchillo. ¿Creería realmente que Maja iba a clavarle el cuchillo? Se preguntó si algún abogado astuto lo salvaría alegando autodefensa. En ese caso yo tendría que intervenir, pensó Eva, pero enseguida descartó la idea. No podría testificar en un juicio en calidad de amiga de la prostituta; no, no podría hacerlo. No soy cobarde, pensó, no en el fondo. Pero tengo que pensar en Emma. Se repitió a sí misma ese razonamiento una y otra vez. Pero un gran desasosiego había invadido su cuerpo, como miles de hormiguitas gateando por sus venas, al pensar que nadie sabía nada, que lo que le había ocurrido a su amiga Maja, a su mejor amiga, iba a quedarse en una pequeña noticia en el periódico.

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