– ¿Qué representa?
Eva hizo un gesto de desagrado.
– No suelo explicar mis cuadros.
– Ya entiendo. Pero esto -dijo señalando un capitel que se erguía en la oscuridad- me recuerda a una iglesia. Y esa cosa gris allí en el fondo podría ser una lápida, un poco arqueada en la parte de arriba. Lejos de la iglesia, y sin embargo se ve que pertenecen al mismo conjunto. Un cementerio -dijo con sencillez-. Con una sola lápida. ¿Quién está enterrado allí?
Eva lo miró asombrada.
– Yo misma, probablemente.
El siguió hasta la entrada.
– Es el cuadro más impresionante que he visto jamás -dijo.
En el instante en que oyó cerrarse la puerta, a Eva se le ocurrió que debería haber derramado algunas lágrimas, pero ya era demasiado tarde. Se quedó sentada, con la mano sobre las rodillas, escuchando la lavadora. Había comenzado a centrifugar, cada vez más deprisa, con un rugido amenazante.
Se libró del miedo e iba acumulando una rabia que iba en constante aumento. Eran sentimientos desconocidos, nunca estaba enfadada, sólo afligida o desesperada. Cogió el bolso de la mesa, lo abrió y le dio la vuelta para que los billetes salieran volando. Casi todos eran de cien y unos cuantos de cincuenta. Contaba sin parar y no daba crédito a sus ojos. ¡Más de sesenta mil coronas! Dinero para caprichos, habría dicho Maja. Los colocó en montoncitos mientras sacudía la cabeza. Con sesenta mil coronas podría vivir durante mucho tiempo, por lo menos medio año. Y nadie echaría en falta ese dinero. Nadie sabía nada. ¿Qué habría pasado con ese dinero si no lo hubiera cogido? ¿Se lo habría quedado el Estado? Eva tuvo la extraña sensación de que se lo merecía, de que le pertenecía. Recogió los montoncitos, buscó una goma y los ató ordenadamente. Ya no se sentía atormentada por haberlo cogido. Debería estarlo, no entendía muy bien por qué no era así, no había robado nada en su vida, excepto unas cuantas ciruelas del jardín de la señora Skollenborg. ¿Pero por qué iba a haberse quedado escondido en soperas y floreros cuando ella lo necesitaba tan desesperadamente? Siguió pensando un momento y luego bajó al sótano. Estuvo rebuscando un rato hasta que por fin encontró un bote de pintura vacío. Estaba completamente seco por dentro. Verde tilo, satinado. Metió el dinero en el bote, le puso la tapa y volvió a empujarlo debajo del banco de donde lo había sacado. «Cuando necesite algo, no tengo más que meter la mano en el bote y sacar algunos billetes», pensó asombrada, exactamente como hacía Maja. Volvió a subir. Nadie va a descubrirlo, pensó. Tal vez todos nos convertimos en ladrones si se nos presenta una buena ocasión. Esa era una buena ocasión. El dinero que no pertenece a nadie debe caer en manos de gente que realmente lo necesita, gente como Emma y yo. Y además, Maja tenía casi dos millones escondidos en la cabaña. Sacudió la cabeza. No quería pensar en ese dinero. Pero ¿y si estaba tan bien escondido que nadie lo encontraba nunca? ¿Se quedaría allí hasta convertirse en polvo? Realmente te mereces ese dinero, le había dicho Maja. Puede que lo dijera en broma, pero se estremeció al recordar sus palabras. ¿Y si lo dijo en serio? Una posibilidad intentaba abrirse camino, pero Eva la rechazó. Un dinero del que nadie sabía nada. Era incapaz de pensar en qué podría hacer con tanto dinero. No saldría bien, claro. Sería imposible ocultar una fortuna así, incluso Emma empezaría a hacer preguntas si de repente tuvieran dinero, y se lo contaría enseguida a Jostein, que también empezaría a hacer preguntas, o tal vez al abuelo o a sus amigos o a los padres de sus amigos. Por eso resulta tan complicado ser ladrón, pensó, siempre hay alguien que empieza a sospechar, alguien que sabía lo mal que estaba de dinero, y los rumores empezarían a extenderse. ¡Si Maja supiera lo que estaba pensando! La pobre estaría en ese momento dentro de un cajón refrigerado con una etiqueta atada al dedo del pie: Durban, Marie, nacida el 4 de agosto de 1954.
Se estremeció. No tardarían mucho en encontrar al hombre de la coleta, siempre acababan cogiéndolos, más tarde o más temprano. Sólo habría que esperar a que estrecharan el cerco, no tenía escapatoria, con esas nuevas técnicas del ADN y otras cosas peores, y habiéndose acostado con Maja y todo. Había dejado una verdadera tarjeta de visita, junto con sus huellas dactilares, pelos, restos de su ropa y todo lo que había leído en novelas policíacas. De repente cayó en la cuenta de que ella también habría dejado un montón de huellas. El hombre de la policía volvería, estaba segura. En ese caso tendría que repetir otra vez la misma historia, tal vez le resultara más fácil con el tiempo. Se dirigió con pasos firmes al taller. Se puso la camisa de pintar y empezó a mirar fija y agresivamente al lienzo negro tensado sobre el caballete. Sesenta por noventa, un buen formato, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Sacó del cajón una lija y un taco de madera. Cortó un trozo de lija y lo dobló alrededor del taco, apretó el puño, hizo unos movimientos de prueba en el aire y se lanzó sobre el lienzo. Empezó por la parte superior derecha y raspó con fuerza cuatro o cinco veces. Apareció un color grisáceo, parecido al plomo, un poco más claro en los lugares donde el tejido tenía los hilos más gruesos. Se alejó un poco del caballete. ¿Y si no lo encuentran? ¿Y si no consiguen detenerlo? Opel Manta, BL 74, ¿no era así? No cogen a todos, pensó. Si no lo tienen en sus registros, ¿cómo van a encontrarlo? Todo había ocurrido tan deprisa y tan en silencio… Salió a hurtadillas en cuestión de segundos. Si ella era la única persona que había visto el coche, nunca se sabría que tenía un Opel Manta, un modelo no muy corriente, lo que habría facilitado su búsqueda.
Se acercó de nuevo al lienzo y se puso a raspar un poco más a la izquierda, con movimientos más cortos y fuertes. ¿Qué había dicho ese hombre? Algo sobre su trabajo, sobre cuánto tiempo tenía que trabajar para ganarse mil coronas. Eva veía en su interior la rubia cabeza con la pequeña coleta en la nuca. ¿No había mencionado la fábrica de cerveza?
Eva se detuvo. Había llegado hasta la capa blanca del lienzo, que desprendía una intensa luz. El taco de madera cayó al suelo. Miró el reloj, meditó un instante y sacudió con fuerza la cabeza. Siguió raspando. Volvió a mirar el reloj. Se quitó la camisa, se vistió y salió de casa.
Tuvo que dar el aire para que el coche arrancara. Rugió mucho y echaba humo negro cuando Eva cambió de marcha y tomó la carretera. Tal vez ya hubiera huido a Suecia. O quizá se hubiera escondido en una cabaña, o se hubiera suicidado. O tal vez estaba en el trabajo como todo el mundo, como si nada hubiera ocurrido. En la fábrica de cerveza con el Manta blanco aparcado fuera.
Conducía deprisa, con el cuerpo inclinado hacia delante. Quería comprobar si tenía razón, si el coche estaba allí, si existía de verdad y no eran sólo imaginaciones. Pasó por delante de la compañía eléctrica y se acordó de repente de las facturas pendientes, tendría que acordarse de pagarlas. Ahora tenía dinero de sobra, incluso podría enmarcar los cuadros. La gente no compraba cuadros sin marco. Eva no entendía a la gente. Ya tenía Krydderhaven a su derecha y se estaba acercando a la cuesta con los nueve resaltos. Cambió a segunda. Él no me vio, pensó, así que no corro ningún riesgo paseándome por los alrededores de la fábrica de cerveza, pues no tiene ni idea de quién soy ni de lo que vi, pero tiene miedo y está en guardia. Debo tener cuidado. Si el tío es listo seguirá viviendo como si nada hubiera pasado. Irá a trabajar. Contará chistes verdes en la cantina. Tal vez, pensó de repente, tenga mujer e hijos. Continuó lentamente por los resaltos, procurando pensar en su viejo coche. Le puso el nombre de Elmer. Le pareció un nombre adecuado, un poco pálido y aguado. Era incapaz de imaginarse que tenía un nombre normal, como Kåre, Trygve o tal vez Jens. No después de haberlo visto sentado en la cama con los pantalones bajados hasta las rodillas y el brillante cuchillo en la mano. El tío no tenía nada de normal y corriente. Se preguntó si él ya habría empezado a sentirse diferente. ¿Estaría estremecido y muerto de miedo, o simplemente irritado por haber traspasado un límite que podía costarle caro? ¿Qué pensaría?
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