Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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– Esta es de lo mejor que hay. Garantía eterna. Es la que usa la policía estadounidense. Cuatrocientas cincuenta coronas.

– ¡Dios mío! De acuerdo, me la llevo -dijo rápidamente.

– Es muy buena para golpear a la gente en la cabeza -dijo el ferretero con semblante serio-. A los ladrones y eso…

Eva frunció el entrecejo. No estaba segura de si el hombre hablaba en serio.

Las herramientas costaban una fortuna, más de setecientas coronas. Pagó y se las llevó en una bolsa de papel gris. Eva se sentía como una ladrona a la antigua, sólo le faltaban las zapatillas de suela de goma y la capucha. Su estómago le recordó que no había comido nada. Fue hasta la cafetería de Jensen Manufaktur y pidió dos sandwiches, uno de salmón y huevo y otro de queso, leche y café. No vio a nadie conocido. En realidad, no conocía a nadie. Sólo veía caras anónimas por todas partes; caras que no le exigían nada, y en ese momento en que tenía tanto en qué pensar lo agradeció mucho. Luego fue a la librería y compró un mapa de carreteras. Se sentó en un escalón de la calle peatonal, medio oculta por un cartel de helados, y empezó a buscar. Pronto encontró el camino en el mapa, midió con los dedos y llegó a la conclusión de que tardaría al menos dos horas y media en llegar hasta allí. Si salía a las nueve, podría llegar antes de medianoche. ¿Se atrevería a ir sola a una cabaña de la altiplanicie de Hardanger, equipada con martillo y cincel?

Volvió a mirar el reloj. Estaba esperando a Elmer, que ya llevaba seis horas trabajando y que pronto habría concluido su primera jornada de asesino. A partir de entonces, Elmer contaría los días, vería en el calendario que el tiempo transcurría. Respiraría feliz cada noche al acostarse como hombre libre. Algún día Eva le daría, de un modo u otro, un pequeño toque, para que se le acabara esa sensación de seguridad y permaneciera despierto por las noches, esperando. Se iría derrumbando lentamente, tal vez comenzara a beber y luego a faltar al trabajo. Y entonces se iría al infierno. Eva sonrió agriamente. Se levantó del banco y se acercó a la tienda de deportes, donde compró un anorak verde oscuro con capucha, un impermeable, un par de zapatillas de deporte Nike y una pequeña mochila. Jamás había tenido nada igual en toda su vida. Pero si iba a andar por un sendero de la montaña por la noche, tendría que parecer la propietaria de una cabaña, si alguien la veía. Pagó casi mil cuatrocientas coronas por todo, y puso los ojos en blanco. Pero no se apreciaba que el contenido de su cartera fuera menguando. Qué fácil resultaba todo cuando uno no tenía que contar el dinero. Poder sacar los billetes y lanzarlos sobre el mostrador. Se sentía muy extraña, ligera, como si fuera otra persona; pero era ella, Eva, la que estaba allí, sembrando billetes a su alrededor. No es que deseara ningún tipo de lujo, no se sentía atraída por ello. Lo único que pedía era poder despreocuparse para pintar en paz. Eso era lo único que le interesaba. Al final, fue al banco y pagó las facturas: la electricidad, el teléfono, el impuesto del coche, el seguro y los impuestos municipales. Metió todos los recibos en el bolso y salió con la cabeza alta. Cruzó la plaza y bajó hasta los bancos de la orilla del río. Allí se puso a mirar fijamente el agua negra, que fluía a gran velocidad. Había mucha corriente. Un plato de cartón que tal vez había contenido una salchicha y puré de patatas pasó por delante de ella velozmente, como una lancha rápida en miniatura. Tal vez Elmer estuviera mirando en ese momento el reloj, quizá lo miraba más a menudo de lo que solía hacerlo antes. Pero nadie había preguntado por él, nadie había penetrado en la gran nave para conducirle a un coche que lo estaba esperando. Nadie había visto nada. Pensaría que se iba a librar. Eva se levantó del banco y se fue hacia el coche. Condujo hasta los baños municipales y aparcó en la parte de delante para poder vigilar la salida del aparcamiento. El guarda de Securitas seguía paseándose por entre las filas de coches. Eva agachó la cabeza y se puso a estudiar el mapa de carreteras. Eran las tres menos cuarto.

Por fín llegaron tres hombres andando. Elmer se detuvo junto al coche blanco y se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba suelto, pero Eva reconoció su perfil y su tripa. Hablaba, gesticulaba y daba golpecitos amistosos con el puño a sus dos compañeros.

¡Como si nada hubiera pasado!

Estaban hablando del coche, Eva lo adivinó por los gestos. Estudiaron las llantas; uno de ellos se agachó y señaló algo en el radiador. Elmer negó con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Puso una mano en el techo del vehículo, como para mostrar que era de su propiedad. Un tío fornido, con aires de chulo. Eva puso el coche en marcha y salió lentamente del lugar. Tal vez el tipo era uno de esos raudos conductores que la dejarían atrás enseguida. Su coche era un vehículo rápido y en buen estado; el de ella apenas andaba. Pero a esa hora había un tráfico muy denso, de manera que no sería difícil seguirlo. El motor del coche del hombre rugió rabioso al arrancar, como si debajo del capó se escondiera algo distinto a lo normal. Los otros dos se quitaron de en medio de un salto. Él les dijo adiós con la mano y bajó despacio hasta la barrera, que estaba levantada. Eva tuvo suerte: el hombre puso el intermitente a la derecha y pasaría justo delante de ella; tenía que darse prisa y conseguir colocarse inmediatamente detrás. El hombre se había puesto unas gafas de sol. En el instante en que Eva se metió en la calle, él miró por el espejo retrovisor. Eva tuvo una sensación de malestar e intentó mantener una distancia cortés siguiéndole muy despacio, primero por la transitada calle principal y luego por los alrededores de la ciudad. El hombre dejó atrás el hospital y pasó por la funeraria, y al cabo de un rato se colocó en la fila de la derecha; no sobrepasaba el límite de velocidad y conducía correctamente; en ese momento pasó por el video-club y el almacén de ordenadores. Se estaban acercando ya a Rosenkrantzgate; el hombre volvió a mirar por el espejo retrovisor y de repente puso el intermitente a la derecha. Eva estaba obligada a continuar todo recto, pero por el espejo le dio tiempo a ver que el hombre se detenía junto a una casa verde en la primera entrada. Un niño salió corriendo, quizá fuera su hijo. Luego desaparecieron.

De modo que el tipo vivía en la casa verde de Rosenkrantzgate, y posiblemente tenía un hijo de unos cinco o seis años. ¡Como Emma! pensó.

¿Podría ese hombre seguir haciendo de padre después de lo sucedido? ¿Podría sentar al niño sobre sus rodillas por las noches y cantarle? ¿Ayudarle a cepillarse los dientes? ¿Con esas mismas manos que le habían convertido en asesino? Eva no pudo cambiar de sentido hasta llegar al hipódromo; allí hizo un descarado giro hacia la izquierda en forma de U y volvió por el mismo camino por el que había llegado. La casa verde quedaba entonces a su derecha. Fuera, había una mujer con una palangana en las manos. Pelo aclarado y cardado, recogido en lo alto de la cabeza. Una cursi, pensó Eva, exactamente la mujer que elegiría un tipo como él. ¡Ya lo tenía! Y pronto, muy pronto, tendría también dos millones de coronas.

Capítulo 31

Eran las nueve de la noche cuando se metió en el coche. Al cabo de dos horas y media se había fumado diez cigarrillos. La tienda amarilla no se veía por ninguna parte. Se le estaban entumeciendo las piernas y le dolía la espalda. De repente le pareció que era una idea descabellada. Fuera del coche reinaba una oscuridad total, y ya había dejado atrás Veggeli y el café donde siempre había un gran troll fuera; había pasado por todos los pequeños pueblos, reconociéndolos uno a uno por sus nombres. Iba por buen camino, estaba segura. La tienda tenía que estar al lado derecho de la carretera y debería estar iluminada, como suelen estarlo las tiendas durante toda la noche. Pero no se veía más que una completa oscuridad; ninguna casa, nada de tráfico. El bosque se alzaba a ambos lados de la carretera como negras paredes, era como conducir hacia el fondo de una profunda garganta. De la radio salía una música que de repente le resultó estridente y pesada. ¡Dónde coño estaba esa tienda!

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