Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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No se atrevió a encender la linterna. Estudió las ventanas con lo poco que podía ver en la oscuridad. Parecían bastante endebles, sobre todo la ventana de la cocina, pero estaba muy alta, necesitaría algo en qué subirse. Volvió a dar la vuelta a la cabaña, y vio un montón de leña y un tajo para cortarla. Pesaba mucho, era casi imposible moverlo, pero serviría para subirse encima. Lo agarró e intentó empujarlo hacia delante. Funcionó. Tiró la mochila al suelo y se puso manos a la obra. Logró arrastrar el pesado tajo hasta la ventana de la cocina. Luego fue hasta la mochila, cogió el cincel y se subió en el tajo. Por un instante, allí subida, en medio de la oscuridad otoñal, con el cincel en la mano y el corazón tronando de codicia, estuvo a punto de perder el aliento. No se reconocía a sí misma. No era su cabaña, no era su dinero. Bajó de un salto del tajo. Se apretó el pecho durante unos instantes, inhalando el aire helado. De repente el pico del Johovda se erguía amenazante hacia el cielo, como si quisiera advertirle de algún peligro. Podría volver a casa con la mayor parte de su moral intacta, salvo esas sesenta mil que ya había cogido, pero el día anterior no estaba en sus cabales, había actuado incontroladamente, y por eso podría perdonarse. Esto era otra cosa. Era robo con agravante, era aprovecharse de la muerte de Maja. Los truenos del corazón iban disminuyendo poco a poco. Volvió a subirse en el tajo. Vacilando, metió el cincel en una rendija entre la ventana y la pared. La madera era blanda como la carne y penetró bastante. Al soltarlo se quedó dentro. Eva bajó del tajo y con el martillo introdujo aún más el cincel. Luego soltó el martillo y empujó el cincel hacia un lado. La madera cedió. Oyó el ruido de astillas que se resquebrajaban. La falleba del interior se rompió con un pequeño chasquido. La ventana se abrió unos diez o veinte centímetros, y se quedó colgando de la bisagra de arriba. Eva echó un vistazo a su alrededor, cogió la mochila y abrió la ventana del todo. Estaba cubierta por una tela oscura. Metió la mochila por la abertura y lanzó la herramienta. A continuación metió la cabeza, luego los brazos y finalmente intentó introducir todo el cuerpo. El tajo debería haber sido más alto, tendría que saltar. Lo peor era esa abertura tan estrecha. Flexionó las rodillas, dio un gran salto y quedó balanceándose en el borde, con la cabeza y los brazos dentro y las piernas fuera. La ventana le arañaba la espalda. La cocina estaba completamente oscura, pero notaba el banco debajo de las manos; se deslizó cuidadosamente por el borde, apoyó el pie en el marco interior de la ventana y cayó estruendosamente al suelo, llevándose consigo jarras y jarrones. Hizo mucho ruido y se dio con la barbilla en el cemento. Por un instante se quedó luchando en el suelo, medio enredada en una esterilla. Luego se incorporó, intentando recuperar el aliento. Ya estaba dentro.

Todas las ventanas estaban cubiertas con telas oscuras para impedir que penetrara la luz, así que no había peligro de que se viera nada desde fuera, y encendió la linterna.

Lanzó un intenso rayo de luz blanca hacia la chimenea y se colocó en medio de la habitación intentando orientarse. El sofá estaba cubierto por una manta de cuadros. En él solía sentarse Maja a contar sus aventuras, que no eran pocas, aunque sólo tenían trece años. Y sus amigas la miraban con los ojos abiertos como platos, con una mezcla de espanto y veneración. Algunas bajaban la vista. Ina cerraba la boca a cal y canto y se negaba a seguir escuchando porque era creyente.

Dentro de la chimenea había un troll con verrugas en la nariz y un abeto en la mano. Del techo colgaba una bruja que la miraba fijamente con sus relucientes ojitos de botones. Vio la mesa del comedor, una pequeña rinconera colgada en lo alto de la pared, el aparador con tazas y platos, una cómoda, seguramente llena de manoplas y gorros, dos pequeños dormitorios cuyas puertas estaban abiertas, la minúscula cocina, con sus cajones y armarios, la pequeña anilla de hierro en el suelo y la trampilla que tendría que abrir para llegar al sótano, un excelente escondite, por cierto, frío y oscuro. Otro lugar apropiado era la leñera, donde guardaba las herramientas, o la letrina, que estaba en un pequeño anexo al que se accedía por un pasillo desde la cabaña. Siempre iban de dos en dos, histéricas y aterradas, porque Maja les había leído en voz alta terribles historias de cadáveres descuartizados de la Revista de Casos Criminales. Iban con los hombros encogidos y la lámpara de petróleo colgando. Y allí estaba también la cocina de gas. «¡No hagáis saltar la cabaña por los aires!», fueron las últimas palabras del padre de Maja cuando se metió en la furgoneta para volver a la ciudad. Sobre el sofá había dos grandes estanterías, repletas de libros baratos de bolsillo y cómics. Recordó que Maja tenía varios números de la revista picante Cocktail. Solían leerla en voz alta, pero siempre después de que Ina se hubiera acostado.

Eva tenía frío. No debería estar allí perdiendo el tiempo, tenía que trazar un plan, intentar ponerse en el lugar de Maja cuando tuvo que decidir dónde esconder el dinero para que nadie lo encontrara. Tenía mucha imaginación y seguro que se le ocurrió algo muy ingenioso. Eva pensó instantáneamente en la letrina, en la posibilidad de que el dinero estuviera enterrado entre los excrementos. También podía haberlo enterrado fuera, bajo los matorrales. Se levantó, intentando no dejarse dominar por el pánico. Contaba con un tiempo limitado, tendría que salir de allí antes del amanecer. El método de la eliminación, pensó. Debería excluir todos los lugares en los que era seguro que no se encontraba el dinero, los lugares más evidentes, tales como el aparador, la rinconera y la cómoda. Tendría que buscar sistemática y tranquilamente. Se le ocurrió que podría estar en alguna bolsa de plástico o en sobres cerrados con una goma, protegidos contra la humedad. En el primer dormitorio había una cómoda. Rechazó esa idea, y se concentró en otras posibilidades más originales. Primero el sótano, ése era al fin y al cabo el peor sitio. Metió la mano por debajo de la anilla de hierro y levantó la trampilla. Se encontró con un enorme agujero negro del que subía un aire helado. Puede que hubiera ratas allí abajo. La trampilla se mantenía levantada con la ayuda de una cadena y Eva bajó con la linterna en la mano. No se podía estar de pie, así que se agachó e iluminó las paredes. Había frascos de mermelada y pepinillos en vinagre, vino tinto, vino blanco, oporto, jerez y más frascos de mermelada, y una caja de galletas con imágenes de Blancanieves y la Cenicienta. Al agitarlo, oyó el sonido a galletas bailando de puro susto. También había patatas heladas con brotes largos, y algunas latas que también levantó, pero pesaban mucho y estaban cerradas, algunas botellas de cerveza y más vino. A Maja no le había dado tiempo a cerrar la cabaña antes de la llegada del invierno. El cono de luz se deslizaba por el suelo de piedra rugoso; olía a moho y humedad. No había nada más. Se sentó en el último escalón e iluminó trozo por trozo el minúsculo cuarto, lenta y minuciosamente. Ni una caja, ni un hueco en la pared de piedra. ¿Era posible enrollar los billetes y meterlos en botellas de vino vacías? ¡Por Dios, no! Se levantó y subió de nuevo a la cocina. Cerró la trampilla y empezó a registrar los armarios. Volvió a cerrar inmediatamente el de los vasos y platos, pero miró con más detenimiento el armario de las cacerolas, las iluminó por dentro y por el fondo. Nada. Echó un vistazo dentro de la cocina de gas, fue a la salita e iluminó debajo del sofá. Quizá debería mirar dentro de los libros, tardaría mucho en abrirlos todos, pero seguro que allí no lo había escondido. En cambio, podría estar en la chimenea. Metió un pie dentro e iluminó el tiro. Nada. Luego pensó en el banco que había junto a la mesa de comer. Era de madera, de esos que se abrían. Dentro había zapatillas y viejas botas de esquiar, jerséis gordos, un viejo anorak y dos arpilleras. De repente descubrió una vieja radio y se le ocurrió pensar que Maja podría haberla abierto, vaciado y metido dentro el dinero, pero no estaba segura de que hubiera tenido tanta pericia técnica como para hacerlo.

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