Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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Tenía que procurar respirar por la boca. No abrió ni un instante las fosas nasales. Temía desmayarse. Intentó escuchar y averiguar lo que estaba haciendo el hombre, no cabía duda de que estaba buscando algo y al parecer, no le importaba nada hacer ruido. Puede que hasta hubiera encendido las luces. De repente se acordó de la mochila; la había dejado tirada en el salón. Estuvo a punto de vomitar. ¿Habría visto la luz de la linterna? No lo creía. Pero esa mochila en el suelo… ¿Se imaginaría que ella seguía allí? ¿Pondría la cabaña patas arriba buscándola? Tal vez era lo que estaba haciendo justo entonces, así que en cualquier momento podría entrar en la leñera y abrir violentamente la puerta del retrete. Pero no quitaría la tapa del agujero para iluminar la letrina por dentro, ¿no? Eva apretó la nariz contra las rótulas de las rodillas y respiró suavemente con la boca. Durante algunos instantes no oyó nada, pero enseguida volvió a empezar el barullo. Al cabo de unos minutos oyó que los pasos se acercaban; ya estaba en la entrada; algo se cayó y sonaron nuevas maldiciones. El hombre entró en la leñera. De nuevo se hizo el silencio. Se imaginaba que estaba mirando fijamente la puerta de la letrina, pensando, como haría cualquiera, que alguien se escondía allí dentro. Dio unos pasos más. Eva se encogió y esperó. Oyó un gran crujido cuando el hombre entró. El mundo se detuvo por completo durante unos segundos y Eva quedó reducida a una masa temblorosa de miedo y sangre caliente que bombeaba por su cuerpo. Pero de repente se paró todo: la respiración, el corazón y la sangre, que se había convertido en una espesa y grumosa masa. Tal vez estaba a un metro de distancia, tal vez podía oír su respiración, por eso Eva dejo de respirar y sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar. Cada segundo era una eternidad. Luego volvió a oír pasos, el hombre estaba saliendo del cuarto y tropezó con algo sobre el banco de trabajo. De repente a Eva se le ocurrió que el desconocido podía necesitar ir al retrete. Si pensaba seguir buscando, era probable que pronto sintiera necesidad, y entonces entraría, levantaría una tapa y orinaría dentro del agujero. Si eligiera el agujero más próximo a la pared, orinaría sobre sus pies y si eligiera el otro, sobre su cabeza. Si encendiera la luz, vería que había alguien sentado en la oscuridad, con un bote de pintura entre las piernas. No entendía quién podía ser ese hombre: Maja había mentido u omitido algo; Maja era la que la había metido en esa absurda situación, como había hecho mil veces antes, la que le había abierto esa posibilidad de conseguir dinero, montones de dinero, aunque ella nunca hubiera deseado tanto, tan sólo lo suficiente para la comida y los gastos fijos, no era ambiciosa. Se lo habría entregado gustosamente; tal vez pudieran compartirlo, pensó, porque él no tendría más derecho a ese dinero que ella; al fín y al cabo, ella y Maja habían sido amigas de la infancia, habían compartido todo. Maja la había nombrado su única heredera. En ese momento, el hombre estaba haciendo un ruido infernal en uno de los cajones de herramientas, a juzgar por los sonidos estaba enfurecido, colérico. La cabaña parecería un campo de batalla cuando hubiera acabado. Se preguntó si se le ocurriría hacer noche allí, si se acostaría en una de las literas bajo un grueso edredón, mientras ella tenía que quedarse sentada en ese montón de excrementos, con los pies entumecidos. Si se viera obligada a permanecer así hasta la mañana siguiente, correría el riesgo de tener gangrena, se moriría de frío, de desesperación y de hedor, pero tal vez él fuera un simple ladrón como ella y tuviera que marcharse antes del amanecer. Esa era la esperanza de Eva. Eso era lo que esperaba mientras el hombre recorría la cabaña buscando, sin parar de buscar. Eva notó que le estaba entrando sueño, pensó que no debería dormirse, pero no podía evitarlo, así conseguía alejar algo el olor, o tal vez estaba ya completamente anestesiada. Qué maravilloso poder dormir un poco. De repente pensó que tal vez tuviera dificultades para salir del agujero, sería imposible tomar impulso desde ese montículo blanduzco, puede que se quedara allí atrapada, abandonada a su suerte, hasta perecer con dos millones entre las rodillas. Tal vez debería pedir socorro, intentar salir, quitarse la ropa, y compartir la fortuna con ese pobre hombre que no sabía dónde buscar. Pensaba en eso mientras captaba vagamente que por fin se había hecho el silencio. Quizá el hombre se había tumbado en el sofá y tapado con la manta a cuadros. Tal vez había cogido una botella de vino tinto del sótano, lo había calentado en la cocina de gas y le había añadido azúcar: vino tinto ardiente y dulce, una manta calentita y fuego en la chimenea. Eva movió los dedos y notó que estaban entumecidos. Lentamente se cerró a sí misma, se cerró al frío y al olor, cerró los ojos y la mente, dejando abierta una rendija por si el tipo volvía a entrar para orinar o para seguir buscando, pero la rendija era cada vez más pequeña, y Eva se sumergía cada vez más en la oscuridad. Un último pensamiento le pasó velozmente por la cabeza: ¿Cómo diablos había llegado hasta allí?

Sonó un fuerte golpe.

Eva se sobresaltó. Abrió los brazos por un acto reflejo y dio con el codo en la madera podrida. Puede que el hombre lo hubiera oído, ya que las paredes estaban poco aisladas y reinaba un gran silencio. Eva comprendió que el golpe lo había dado la puerta al cerrarse. El hombre estaba fuera de la cabaña, junto a la pared del retrete; dio unos tres o cuatro pasos y luego se detuvo. Eva escuchó, intentando adivinar lo que estaba haciendo, completamente rígida ya, incapaz de mover ni brazos ni piernas. El hombre tosió y a continuación se oyó el sonido familiar de un fuerte chorro que alcanzó el suelo helado. El hombre estaba orinando. Típico de los hombres, pensó, son tan vagos que ni siquiera se molestan en ir al servicio, se limitan a sacar su cosa por la puerta, y eso fue lo que la salvó de ser descubierta. Estuvo a punto de echarse a reír de puro alivio. El chorro seguía sonando fuera. El hombre llevaría mucho tiempo conteniéndose y tal vez se habría tomado una cerveza. Puede que ya hubiera terminado y estuviera a punto de marcharse. Era extraño que no hubiera mirado dentro de la letrina, seguro que no tenía ni pizca de imaginación, pensó. Ella habría metido la pala de esquí en el montón de excrementos si no hubiera encontrado el bote de pintura. Comenzó a crecer dentro de ella la esperanza de que todo estuviera a punto de acabar, y con la esperanza volvió el frío y las extremidades entumecidas, junto con el hedor, que era ya insoportable. El hombre volvió a entrar. «¿Qué hora será? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?», pensó Eva, esforzándose por respirar tranquilamente. Empezaron otra vez los ruidos: puertas, cajones y muchos pasos que iban y venían por el suelo. Tal vez era ya de día y todo estaba iluminado, el hombre podría haber echado abajo las telas oscuras de las ventanas, y seguiría buscando. Entraría otra vez en el retrete y miraría por el agujero. Se le ocurriría como una ráfaga, como se le había ocurrido a ella. Intentó imaginarse lo que diría cuando descubriera su cabeza, y se enterara del tiempo que llevaba ahí abajo. No daría crédito a sus ojos y se enfadaría, si es que había acudido con buenas intenciones. Pero Eva no creía que fuera así. Oyó la puerta de nuevo y la llave en la cerradura. No podía creerlo, no podía creer que el hombre realmente fuera a marcharse. No se le movía ni un pelo, los pasos se iban alejando y por fin llegó el sonido que más había ansiado oír: el de la puerta de un coche al cerrarse. Eva empezó a temblar de pies a cabeza. El motor arrancó con un rugido y Eva respiró aliviada; rugió durante un buen rato y ella seguía sin moverse, se limitaba a esperar mientras el coche comenzaba a maniobrar en la oscuridad, tal vez estaba dando marcha atrás con el fin de salir de cara. Oyó ramas que golpeaban el coche y el ruido del motor cada vez más suave. Luego aceleró. Ya estaría en el camino; aceleró de nuevo; el motor sonaba cada vez menos, hasta que por fin dejó de oírse.

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