Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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Se fue hacia un lado de la carretera y paró el coche. Encendió otro cigarrillo y se puso a reflexionar. Era cerca de medianoche y se sentía cansada. Tal vez no encontrara nunca esa tienda, puede que se hubiera equivocado. Hacía tanto tiempo… veinticinco años, no éramos más que unas crías. Maja dirigía el grupo y las demás la seguían como mansos corderos: Eva, Hanne, Ina y Else Gro. Llevaban viejos sacos de dormir verdes y latas de comida, tabaco de liar y cerveza. Quizá hubieran derribado la tienda amarilla y construido en su lugar un enorme centro comercial. Aunque en medio del bosque no solían levantar centros comerciales, ¿no? Seguiría conduciendo un poco más, se daría veinte minutos; si no la encontraba, daría la vuelta. También podía pasar la noche en el coche y seguir buscando cuando se hiciera de día. Pero la idea de dormir en el asiento de atrás no era muy tentadora; estaba en el culo del mundo, ni siquiera estaba segura de que se atreviera a quedarse en el coche. Arrancó, volvió a la carretera y apagó el cigarrillo en el cenicero, que estaba repleto. Volvió a mirar el reloj y aceleró. La carretera pasaba por un puente, creía recordar, había muchas ovejas y cabras, y una cuesta muy empinada llena de curvas cerradas. Durante el invierno, la carretera se cortaba en el hotel de montaña, y Maja tenía que subir en esquís el último trecho. Menos mal que aún no había nieve, aunque quizá allí arriba ya había nevado, entonces tendría que recorrer el último trecho abriéndose paso entre la nieve; era algo que no se le había ocurrido. Eva no era muy aficionada a la vida al aire libre, y se sentía muy torpe. Encendió otro cigarrillo, el tabaco empezaba a provocarle náuseas; buscaba alguna luz en el bosque oscuro y subió la calefacción del coche. El aire era distinto allí arriba, mucho más fresco. ¡Joder, qué lejos estaba eso! Puede que Elmer estuviera ya en la cama, con las pesadillas haciendo cola para mantenerle despierto, o tal vez estaba sentado en el salón con su tercer whisky, mientras su mujer dormía ya el sueño de los inocentes. No debía de ser fácil acostarse con la imagen de Maja en la retina, con la sensación de sus piernas pataleando para librarse de él mientras la apretaba contra el colchón con la almohada. Maja tuvo que haber opuesto una gran resistencia. Su amiga era fuerte, pero los hombres lo eran muchísimo más, ése era un hecho que nunca dejaba de asombrarla. Ni siquiera hacía falta que fueran muy corpulentos, era como si estuvieran hechos de otra materia. Frenó de repente. Vió luces un poco más adelante, al lado izquierdo de la carretera. Poco a poco iba apareciendo ante sus ojos el conocido cartel cuadrado de color naranja, con una gran S [4].

Samvirkelaget. La tienda amarilla. Y allí estaban el camino y el puente. Cruzó la carretera y cambió a segunda antes de iniciar la subida por el montañoso camino. Se le volvió a acelerar el pulso y se imaginó la cabaña, un taquito de madera, sencillo y modesto, escondiendo en su interior un tesoro, un verdadero castillo encantado, la llave de una vida sin preocupaciones. Maja debería verla en ese momento, le habría gustado; le gustaba la gente que aprovechaba los bienes que la vida ofrecía. Al menos, no le habría hecho ninguna gracia que el dinero hubiera ido a parar al Estado. Dos millones, ¿cuánto sacaría de intereses si le dieran un seis o un siete por ciento? No, no podía ir al banco. Se mordió el labio, tendría que guardarlo en el sótano. Nadie debería enterarse, ni siquiera Emma. Y tendría que procurar no derrochar, no hablar en sueños y no emborracharse. La vida se volverá muy complicada, pensó. Su Opel Ascona subía gateando por la ladera; no se encontró con un solo coche, era como hallarse en otro planeta, en un lugar totalmente desierto, incluso las ovejas habían desaparecido. Tal vez hacía demasiado frío para ellas. Eva no sabía nada de esas cosas. Al cabo de quince minutos vió a la derecha el hotel de montaña. Continuó por el mismo camino, vió el lago y buscó el lugar por el que se bajaba hasta él. No había rastro de nieve, pero allí arriba había más luz, y el cielo era inmenso. A la izquierda vio una cabaña bastante grande, por una ventana salía luz. Se estremeció un instante. Si había gente, debería tener mucho cuidado. Los propietarios de las cabañas de montaña solían conocerse y estar en contacto. Era gente de Oslo, tenían cabañas en ese lugar desde hacía varias generaciones. Sí, anoche vimos pasar un coche por aquí sobre las doce. Era el ruido de un motor desconocido, pues Amundsen tiene un Volvo, y Bertrandsen un Mercedes Diesel. De manera que era alguien forastero, eso es seguro.

Eva tomó la curva y siguió el lago. Estaba tranquilo como un espejo y tenía un aspecto metálico, como si estuviera cubierto por una capa de hielo. Divisó una pequeña cabaña junto al agua y pensó que habría un camino que conduciría hasta ella. Lo encontró; estaba lleno de baches y agujeros, por lo que condujo con mucho cuidado. Miraba constantemente a su alrededor, pero no veía luz en ninguna parte. No se detuvo hasta encontrarse junto al agua. Era posible dar la vuelta a la cabaña y aparcar en la parte de atrás. Así lo hizo. Apagó el motor y las luces y por un instante permaneció inmóvil en medio de una completa oscuridad.

Estaba a punto de cerrar la puerta del coche pero cambió de idea. La puerta de un coche al cerrarse sonaría como el disparo de un rifle en el silencio. Se limitó a juntarla sin hacer ruido, y se metió la llave en el bolsillo. Luego se colgó a la espalda la mochila con el martillo, el cincel y la linterna, se subió la cremallera del anorak y se ató la capucha. No recordaba muy bien la distancia que había desde allí, pero calculaba que unos quince o veinte minutos andando. Hacía mucho, mucho frío; caminaba con la cabeza agachada, dando largos pasos por el desigual terreno. Esperaba ser capaz de reconocer la cabaña cuando llegara hasta ella. Recordó que por la parte de atrás discurría un arroyo, un arroyo en el que se habían lavado los dientes y del que habían cogido agua para el café. Por todas partes se erguían las montañas, negras y altivas. El pico más alto era el Johovda, habían subido hasta arriba del todo. Recordaba haber contemplado desde allí la altiplanicie de Hardanger y haberse sentido extrañamente pequeña, pero, el ver que la mayor parte de las cosas del mundo eran más grandes que ella, fue una sensación agradable. Le gustó. «Curioso -pensó de repente, caminando sola en medio de la oscuridad-, todos sabemos que vamos a morirnos y sin embargo vivimos todo lo que podemos.» Este pensamiento le hizo estremecerse.

Al doblar una curva, vio unas cabañas a lo lejos; eran varias, cuatro o cinco, pero no había luz en ninguna de ellas. Aceleró el paso. Si no se equivocaba, la cabaña estaba en un lugar solitario junto al arroyo. Bueno, podía ser que hubieran construido esas cabañas más tarde; de todos modos, mientras no hubiese luz en ninguna de ellas y no se vieran coches aparcados, no importaba. Estaban colocadas de una forma muy extraña en medio del paisaje, parecían paquetes de raciones de emergencia lanzados desde un avión, esparcidos a boleo. Desde donde ella se encontraba, todas parecían negras. Se acercó a la primera, era marrón y con los marcos de las ventanas blancos. Observó luego la de la izquierda; estaba más cerca del arroyo, pero no estaba pintada de rojo, aunque eso tampoco significaba nada, podían haberla pintado de otro color en todos esos años. Anduvo más despacio; había una placa de madera colgada en una de las paredes, tenía aspecto de nueva, y aunque no se acordara del nombre de la cabaña, estaba segura. Esa era la cabaña de Maja. Se llamaba Hilton.

Fue a la parte de atrás. El arroyo se internaba por el brezo; era más profundo de lo que recordaba, pero reconoció las piedras sobre las que solían sentarse, y el pequeño sendero que parecía una serpiente pálida y conducía a la entrada. Había llegado. Estaba sola. Nadie sabía nada y la noche era larga. «Voy a encontrar ese dinero -pensó-. ¡Aunque tenga que abrir el suelo de madera con mis propias uñas!»

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