Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Halvor comió salchichas y col hervida en la encimera de la cocina. Luego lo recogió todo y tapó con una manta a su abuela, que dormitaba en el sofá. Después se metió en su habitación, echó la cortina y se sentó delante de la pantalla. Así pasaba entonces la mayor parte de su tiempo libre. Había probado con gran parte de la música que le gustaba a Annie, tecleando títulos y cantantes que ella tenía en su colección. Luego intentó con títulos de películas, no muy convencido, porque no era el estilo de Annie. La dificultad parecía insalvable. También cabía la posibilidad de que Annie hubiera ido cambiando de clave, como hacían en Defensa para los secretos militares. Utilizaban claves que cambiaban automáticamente varias veces por segundo. Halvor había leído algo sobre eso en una revista de informática. Una clave que se cambiaba constantemente resultaría casi imposible de encontrar. Intentó recordar en qué fecha aproximadamente Annie y él habían abierto cada uno su archivo, archivos que luego habían cerrado el uno al otro. Hacía varios meses, había sido en el otoño. La desesperación amenazaba con apoderarse de él cuando pensaba en todas las combinaciones que podían hacerse empleando todos los signos, números y letras del teclado. Pero estaba seguro de que Annie no había escrito algo sin sentido. Habría empleado algo que le hubiera causado impresión, o algo querido y conocido. Él sabía bastante de lo que Annie quería y conocía, por eso continuó buscando, hasta que oyó gritar a su abuela que ya había dormido la siesta. Entonces Halvor se tomó un descanso para hacerle un café, y servirle un par de gofres, si es que quedaban. Luego se sintió moralmente obligado a ver la televisión un rato para hacerle compañía. Pero en cuanto pudo, volvió disparado a su cuarto. Ella no dijo nada. Halvor se quedó hasta medianoche. Entonces se arrastró hasta la cama y apagó la luz. Se quedó escuchando un poco mientras le llegaba el sueño. A veces no llegaba, y entonces se deslizaba hasta la habitación de su abuela y sacaba sigilosamente una pastilla para dormir de su frasco. No volvió a oír pasos fuera. Mientras le llegaba el sueño pensaba en Annie. El azul había sido su color favorito. El chocolate que más le gustaba era Dove con pasas. Tomaba nota de algunas palabras en el subconsciente y las almacenaba allí para usarlas posteriormente. No había que desistir. Cuando por fin encontrara la clave, pensaría en lo evidente que era y se diría a sí mismo: ¡cómo no se me había ocurrido!

Fuera, el patio estaba oscuro y silencioso. La casa del perro vacía estaba abierta, como una boca desdentada, pero no se veía así desde la carretera, y un ladrón podría pensar que había un perro dentro. Detrás de la casa del perro estaba la leñera, donde guardaban un modesto montón de madera, su bicicleta, un viejo televisor en blanco y negro y un montón de periódicos viejos. Nunca se acordaba de ellos cuando había recogida de papel, y tampoco leía el periódico local. Al fondo, detrás de un colchón de gomaespuma, estaba la mochila de Annie.

Había corrido hasta el lago de Bru y había vuelto. Un paseo de trece kilómetros. Intentó llegar al umbral del dolor, al menos en la carrera de vuelta. Elise solía tenerle preparado un vaso de agua mineral helada cuando él salía de la ducha. A veces lo tomaba sólo con una toalla atada a la cintura. Ahora no lo esperaba nadie. Excepto el perro, que levantó la cabeza expectante cuando Sejer abrió la puerta y dejó salir el vapor. Se vistió en el cuarto de baño y fue a buscar una botella de agua, le quitó la chapa contra el canto de la encimera de la cocina y se la llevó a la boca. El timbre de la puerta sonó cuando había bebido la mitad de la botella. El timbre de Sejer no sonaba muy a menudo, por eso se extrañó un poco. Levantó un dedo amonestador al perro y fue a abrir. Allí estaba Skarre, junto a la barandilla, con un pie en la escalera, como indicando una rápida retirada si la visita no era oportuna.

– Pasaba por aquí… -se excusó.

Su aspecto era diferente. Los rizos habían desaparecido, cortados hasta el cuero cabelludo y llevaba el pelo más oscuro, lo que le hacía parecer mayor. Además, tenía las orejas algo salientes.

– Bonito peinado -exclamó Sejer-. Entra.

Kollberg llegó saltando, como de costumbre.

– Es algo exhibicionista -dijo Sejer resignado-. Pero es un bonachón.

– Más vale que lo sea con ese tamaño. Parece un lobo, tío.

– La intención era que pareciera un león. Es lo que pretendió el hombre que creó el primer Leonberg mezclando razas -Sejer entró en el cuarto de estar-. Venía de la ciudad alemana de Leonberger, y tenía la intención de hacer una mascota de la ciudad.

– ¿León?

Skarre estudió el enorme animal y sonrió.

– No, no tengo tanta imaginación.

Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el banco del teléfono.

– ¿Lograste hablar a solas con Holland?

– Sí, lo conseguí. ¿Qué has hecho tú?

– Visité a la abuela de Halvor.

– ¿Ah sí?

– Me sirvió café y crepés, y toda la miseria de la vejez. ¿Sabes? -prosiguió en voz baja-, ya sé qué es hacerse mayor.

– ¿Y qué es?

– Una decadencia gradual. Un proceso insidioso, casi imperceptible, que sólo descubres en repentinos y estremecedores momentos.

Skarre suspiró como un anciano y sacudió la cabeza muy preocupado.

– Disminuye el proceso de división de las células, de eso se trata. Todo va cada vez más lento, hasta que empieza a encogerse. De hecho, es la primera fase del proceso de putrefacción, comienza alrededor de los veinticinco.

– Vaya, entonces tú ya estás en ello. Por cierto, pareces un poco pachucho.

– La sangre se queda estancada en las arterias. Nada sabe ni huele como debe. También es corriente la desnutrición. No es de extrañar que nos muramos al hacernos viejos.

Ese comentario hizo sonreír a Sejer. Luego pensó en su madre en la residencia y se puso serio.

– ¿Qué edad tiene?

– Ochenta y tres. Y no está del todo bien del coco, creo -dijo, señalando su propia cabeza, casi rapada-. Sería mejor que nos muriéramos un poco antes, me parece a mí. Justo antes de cumplir los setenta.

– No creo que los setentañeros estén de acuerdo contigo -replicó Sejer-. ¿Quieres beber algo?

– Gracias.

Skarre se alisó el pelo, como queriendo comprobar que el nuevo peinado sólo era un sueño.

– Tienes un montón de discos, Konrad -dijo mirando la estantería que había junto a la cadena de música-. ¿Los has contado?

– Unos quinientos -gritó Sejer desde la cocina.

Skarre se levantó de un salto del sillón para mirar los títulos. Como todo el mundo, tenía una idea de que la selección de música de una persona decía muchas cosas importantes sobre esa persona, sobre cómo era en realidad.

– Laila Dalseth, Etta James, Billie Holiday, Edith Piaf… Dios mío -exclamó mirando los discos sorprendido-, ¡Pero si son todas mujeres!

– No creo, ¿sí?

Sejer echó agua mineral en los vasos.

– ¡Sólo mujeres Konrad! Eartha Kitt, Lili Lindfors, Monica Zetterlund, ¿quién es ésa?

– Una de las mejores. Pero eres demasiado joven para saberlo.

Skarre volvió a sentarse, bebió y secó el culo del vaso en el pantalón.

– ¿Qué dijo Holland?

Sejer cogió el tabaco de debajo del periódico y abrió la bolsa. Sacó un papel y se puso a liar un cigarrillo.

– Annie sabía que Jensvoll había estado en la cárcel. Tal vez supiera también el motivo.

– ¡Sigue!

– Y uno de los niños a los que ella solía cuidar murió en un accidente.

Skarre buscaba sus cigarrillos.

– Ocurrió en noviembre, más o menos en la época en la que empezaron las dificultades. Annie no quiso volver a aquella casa. No quiso llevarles flores, no quiso ir al entierro y no volvió a cuidar niños después de aquello. Holland opina que no era de extrañar, la chica sólo tenía catorce años, y a esa edad uno no sabe enfrentarse a la muerte -Sejer observaba a Skarre mientras hablaba y vio cómo cambiaba su expresión, cada vez más alerta-. Después de eso dejó el balonmano, rompió provisionalmente con Halvor y se encerró en sí misma. Sucedió en este orden: murió el niño y Annie se apartó de su entorno.

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