Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– Supongo que no.

Skarre estudió la barca y la cerveza en la borda. Le dio por preguntarse si era lo suficientemente grande como para…

– ¿Han encontrado algo? -preguntó Fritzner con curiosidad.

– Claro. Tenemos a los testigos mudos. Esas miles de cosas en el entorno, ¿sabe? Todo deja algo.

Skarre miraba a Fritzner mientras hablaba. El hombre tenía la mano en el bolsillo, y a través de la tela podía ver cómo la cerraba.

– Entiendo. Por cierto, ¿saben ustedes que tenemos un idiota aquí en el pueblo?

– ¿Cómo dice?

– Uno de esos con lesiones cerebrales, que vive con su padre arriba, en el camino de la colina. Dicen que le gustan mucho las chicas.

– Raymond Låke. Si, lo conocemos. Pero no tiene lesiones cerebrales.

– ¿Ah no?

– Tiene un cromosoma de más.

– A mí me parece que más bien le falta algo.

Skarre sacudió la cabeza y volvió a mirar la casa de Holland, y la ventana tapada.

– ¿Por qué cree usted que se mete una víbora en un saco de dormir?

Fritzner abrió unos ojos como platos.

– Joder, todo lo que saben ustedes. Me hice esa misma pregunta. Pero ya me había olvidado de ello, fue verdaderamente dramático, se lo prometo. Pero claro, es una guarida estupenda, ¿verdad? Un magnífico saco, de esos que tienen plumas y todo. Yo estaba sentado aquí en la barca tomándome un whisky cuando ese noviete suyo llamó a la puerta. Supongo que verían luz. Annie estaba en un rincón del cuarto de estar, pálida de miedo. Solía ser bastante dura y valiente, pero en ese momento no. Estaba muy asustada.

– ¿Cómo pudo atrapar a la víbora? -preguntó Skarre con curiosidad.

– Por Dios, no fue nada. Cogí el cubo de la fregona, con un punzón le hice en el fondo un agujero del tamaño de una moneda pequeña. Luego me metí en la tienda. La víbora había salido del saco de dormir y estaba enrollada en un rincón. Era grande, la cabrona. La tapé con el cubo y puse el pie encima. Luego eché Bayon por el agujero.

– ¿Qué es eso?

– Un insecticida muy venenoso. No se vende en las tiendas. La víbora se atontó enseguida.

– ¿Y cómo es que tiene usted acceso a esos productos?

– Trabajo en Anticimex. Lucha contra las alimañas: moscas, cucarachas y todo lo que se arrastra.

– Comprendo. ¿Y luego?

– Ese enclenque se fue a por un cuchillo de cocina y partí a la bestia en dos, la metí en una bolsa de plástico y la tiré a mi cubo de basura. Annie me daba mucha pena, de verdad. Luego apenas se atrevía a meterse en la cama.

Sacudía la cabeza al recordarlo.

– Pero supongo que no ha venido usted aquí a hablar de mis hazañas de Supermán, ¿no? ¿A qué ha venido en realidad?

– Bueno -contestó Skarre apartándose un rizo de la frente-. Mi jefe dice que siempre hay que medir dos veces la presión.

– ¿Ah sí? Bueno, la mía es bastante estable. Pero en realidad sigo sin entender que alguien haya podido asesinar a Annie. Una chica tan normal… Aquí, en este pueblo, en esta calle. Tampoco puede entenderlo su familia. Ahora no tocarán su habitación en muchos años, la mantendrán tal y como ella la dejó. He oído hablar de esas cosas. ¿Cree usted que es un deseo inconsciente de que vuelva a aparecer?-Tal vez. ¿Irá usted al entierro?

– Todo el pueblo irá. Así es siempre en un sitio pequeño. No se puede hacer nada a escondidas. La gente piensa que tiene derecho a participar. Resulta difícil mantener un secreto.

– Tal vez sea una ventaja para nosotros -dijo Skarre-, si el asesino es de aquí.

Fritzner se acercó a la barca, cogió la botella y la vació.

– ¿Creen que es de aquí?

– Digamos que lo esperamos.

– Yo no. Pero si es así, espero que lo cojan enseguida. Seguramente en las veinte casas de esta calle ya saben que me ha visitado por segunda vez.

– ¿Le molesta?

– Claro. Quiero seguir viviendo aquí.

– No hay razón para creer que no vaya a poder seguir aquí, ¿no?

– Ya veremos. Los solteros siempre estamos algo más expuestos que los demás.

– ¿Por qué?

– No es natural que un hombre no tenga mujer. La gente espera que te busques alguna, al menos cuando ya has pasado los cuarenta. Y cuando eso no sucede, tiene que haber una razón.

– Ahora me está pareciendo un poco paranoico.

– Usted no sabe cómo es vivir tan cerca de los demás. Serán tiempos duros de ahora en adelante para muchos.

– ¿Piensa usted en alguien en especial?

– En cierto modo sí.

– ¿En Jensvoll, por ejemplo?

Fritzner no contestó. Se quedó pensativo un instante. Miró de reojo a Skarre y tomó una repentina decisión. Sacó la mano del bolsillo y le mostró algo.

– Quería enseñarle esto.

Skarre miró. Parecía una goma de pelo, forrada de tela azul, y adornada con perlas.

– Es de Annie -aclaró Fritzner, mirando fijamente al policía-. La encontré en mi coche. Estaba en el suelo, entre el asiento y la puerta. La llevé al centro no hace más de una semana. La goma se le caería.

– ¿Por qué me la da?

Respiró profundamente.

– No tenía que haberlo hecho, ¿verdad? Podría haberla quemado en la chimenea sin decir ni pío. Lo hago para mostrarle que juego con las cartas sobre la mesa.

– Nunca he creído lo contrario -replicó Skarre.

Fritzner sonrió.

– ¿Piensa usted que soy tonto?

– Posiblemente -contestó Skarre, devolviéndole la sonrisa-. Tal vez intente engañarme. Tal vez sea una persona tan calculadora que ha puesto en escena esta dulce confesión. Me llevo la goma. Y le tengo en cuenta, en mayor grado que antes.

Fritzner se puso pálido. Skarre no pudo reprimir una risita.

– ¿De dónde ha sacado el nombre de la barca? -preguntó curioso mirando el bote-. Es un nombre extraño para una barca, ¿no? Narco Traficante.

– Fue simplemente una ocurrencia -intentó recuperarse tras el incidente-. Pero suena bien, ¿no le parece? -añadió mirando con preocupación al joven policía.

– ¿Nunca ha navegado en ella?

– Jamás -confesó-. Me mareo muchísimo.

El fiscal había emitido su veredicto. Annie Holland tenía que ser enterrada. Eddie Holland miró el reloj y descubrió que habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que la primera palada de tierra seca alcanzó el ataúd. Annie cubierta de tierra. Llena de ramitas, piedras y gusanos. En el bolsillo llevaba un papel arrugado con unas breves palabras que quería leer junto al ataúd, después del sermón. Pero prorrumpió en sollozos y fue incapaz de decir una palabra, y ese hecho le torturaría el resto de su vida.

– Me pregunto si Sølvi padece un pequeño trastorno -dijo-. No aparece en los escáners, pero hay algo. Ha aprendido lo que tiene que aprender, sólo es un poco lenta. Un poco estrecha de mente, tal vez. No diga nada de esto a Ada -añadió.

– ¿Ella lo niega? -preguntó Sejer.

– Dice que si los médicos no lo encuentran no tiene por qué ser nada. Las personas son diferentes, nada más, dice.

Sejer le había citado en la comisaría. Holland se encontraba todavía sumido en una gran oscuridad.

– Tengo que preguntarle algo -dijo Sejer con prudencia-. Si Annie se hubiera encontrado con Axel Bjørk en la carretera, ¿se habría montado en su coche?

La pregunta lo dejó boquiabierto.

– Es lo más monstruoso que he oído jamás -exclamó por fin.

– También se ha cometido un crimen monstruoso. Conteste a mi pregunta. Yo no conozco a la gente implicada tan bien como usted, lo que considero una ventaja.

– El padre de Sølvi -dijo Holland pensativo-. Sí, tal vez. Estuvieron en su casa, en Oslo, un par de veces, de manera que ella lo conocía. Supongo que se habría montado en su coche si él la hubiera invitado. ¿Por qué no iba a hacerlo?

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