Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– Pues seguían juntos.

– ¿De verdad? Bueno, bueno…, hay gustos para todo.

Sejer miró al suelo y se guardó para sí sus pensamientos.

– La rutina me obliga a preguntarle: ¿dónde estuvo usted el pasado lunes entre las once y las dos?

– ¿El lunes? ¿Quiere decir… ese día? Trabajando, naturalmente.

– En el almacén de materiales de construcción podrán confirmarlo, ¿no?

– Espero, aunque paso mucho tiempo en el coche. Entregamos pedidos en las casas.

– Así que iba usted en el coche… ¿Solo?

– En parte pasé la mañana en el coche. Llevé dos armarios a una casa en Rodtangen, allí podrán corroborarlo.

– ¿A qué hora estuvo usted allí?

– Tal vez entre la una y las dos.

– Sea un poco más preciso, Jensvoll.

– Mmm…, más cerca de las dos, creo.

Sejer hizo cálculos mentalmente.

– ¿Y antes de esa hora?

– Bueno, fui de un lado para otro. Me levanté un poco más tarde que de costumbre, y robé media hora para el solarium. Hasta cierto punto, podemos organizamos nuestro tiempo. Otras veces tenemos que hacer horas extra, y no me las pagan, así que no tengo mala conciencia. El mismo jefe tiene cierta tendencia a…

– ¿Dónde estuvo usted, Jensvoll?

– Llegué un poco tarde ese día -carraspeó-. Había salido con un amigo el domingo. Ya sé que es estúpido salir un domingo por la noche, sabiendo que hay que levantarse temprano a la mañana siguiente, pero así fue. Creo que llegué sobre la una y media.

– ¿Con quién estuvo?

– Con un compañero, Erik Fritzner.

– ¿Fritzner? ¿El vecino de Annie?

– Sí.

Sejer sacudió la cabeza y miró fijamente al entrenador, su pelo ondulado y su rostro bronceado.

– ¿A usted Annie le parecía una chica atractiva?

Jensvoll captó la indirecta.

– ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Contéstela, por favor.

– Claro que sí. Supongo que habrá visto fotos.

– Así es -contestó Sejer-. No sólo estaba de buen ver, sino que también era bastante mayor para la edad que tenía. Madura, por así decirlo, más de lo que suelen serlo las adolescentes. ¿Está usted de acuerdo?

– Bueno, sí. Pero a mí me interesaban más sus habilidades en la portería.

– Claro, es lógico. ¿Y por lo demás? ¿Tuvo usted alguna vez, problemas con las chicas?

– ¿Qué clase de problemas?

– De cualquier tipo -contestó Sejer secamente.

– Claro que los tuve. Las adolescentes son bastante conflictivas. Pero era lo de siempre. Nadie quiso sustituir a Annie en la portería, nadie quería estar en el banquillo. Eran épocas de risas irrefrenables y novios en la tribuna.

– ¿Y Annie?

– ¿Qué pasa con Annie?

– ¿Tuvo usted alguna vez problemas con Annie?

Jensvoll cruzó los brazos y asintió con la cabeza.

– Pues sí, los tuve. El día que me llamó para decirme que lo dejaba. Creo que solté algunos disparates que debería haberme ahorrado. Tal vez ella los tomara como un cumplido, quién sabe. Dio por terminada la conversación, colgó y entregó el traje al día siguiente. Eso fue todo.

– ¿Ésa fue la única vez que ustedes dos tuvieron un altercado?

– Así es. La única vez.

Sejer miró a Skarre y le hizo una seña. La conversación había concluido. Se encaminaron hacia la puerta, Jensvoll los siguió. Una considerable cantidad de frustración acumulada estaba a punto de salir a la superficie.

– Francamente -dijo irritado, en el instante en que Sejer abrió la puerta para salir-. ¿Por qué hace como si no supiera nada de mis antecedentes? ¿No comprende que no soy tonto y que sé que eso es lo primero que hacen ustedes? Por eso están ustedes aquí, sé cómo piensan.

Sejer se volvió y lo miró fijamente.

– ¿Tiene usted idea de lo que será de mi equipo si esa historia llega a oídos del pueblo? A las chicas las encerrarían en sus cuartos. ¡El club deportivo se derrumbaría como un castillo de naipes y el trabajo de todos estos años se iría a pique! -iba levantando la voz conforme hablaba-. Y si hay algo que este pueblo necesita es su club deportivo. La otra mitad se pasa el día en la taberna comprando droga. Es la única alternativa, que conste. Lo digo para que lo sepa antes de divulgar sus descubrimientos. ¡Además, hace once años de aquello!

– No he mencionado ni una palabra sobre ese tema -dijo Sejer tranquilamente-. Y si baja un poco la voz, tal vez podamos impedir que se entere todo el vecindario.

Jensvoll cerró la boca, se puso rojo como la grana y retrocedió inmediatamente hacia el interior de la casa. Sejer cerró la puerta.

– Vaya -dijo- un explosivo con pelo y bigote. Si hubiéramos tenido gente suficiente -continuó-, habría puesto a alguien a seguirle.

– ¿Por qué? -preguntó Skarre asombrado.

– Sólo para fastidiar, supongo.

Fritzner estaba tumbado boca arriba en la barca, sorbiendo una cerveza. Tras cada trago, inhalaba el cigarrillo, a la vez que su cerebro se ocupaba del libro que tenía sobre las rodillas. Un constante flujo de cerveza y nicotina iba entrando lentamente en sus venas. Al cabo de un rato dejó la cerveza, se levantó y fue hasta la ventana, desde donde podía ver la del dormitorio de Annie. Aún no era tarde, pero las cortinas estaban echadas, como si su cuarto no fuera ya un simple cuarto, sino un lugar sagrado que nadie podía ver. Una luz tenue salía de una lámpara solitaria, tal vez la que estaba sobre el escritorio, pensó. Echó un vistazo a la carretera y descubrió de repente el coche de la policía junto a los buzones. Allí estaba aquel joven agente de pelo rizado. Tal vez se dirigieran a casa de los Holland para informarles sobre la marcha del caso. Ese joven no parecía muy abrumado por la gravedad del asunto, caminaba ligero y con la cabeza erguida, una figura delgada con unos rizos negros tan largos que estarían al límite de lo permitido por las autoridades policiales. De repente giró a la izquierda y entró en el patio del propio Fritzner. Éste frunció el entrecejo. Miró automáticamente hacia la calle para ver si desde alguna de las casas estaban registrando la visita. Así era. Isaksen estaba quitando hojas de su jardín.

Skarre saludó y se acercó a la ventana, como había hecho Fritzner hacía un momento.

– Desde aquí puede ver el dormitorio de Annie -constató.

– Pues sí, así es -Fritzner lo siguió hasta la ventana-. En realidad soy un viejo verde, así que solía ponerme aquí a mirar, babeando, con la esperanza de poder verla un instante. Pero no era de las que les gustaba exhibirse. Primero echaba la cortina y luego se quitaba el jersey. Sólo podía ver su silueta cuando encendía la luz del techo y no había demasiadas dobleces en la cortina. Y eso no estaba tan mal.

Sonrió al ver la expresión de Skarre.

– Para ser sincero -continuó Fritzner-, como se debe ser, nunca he tenido ganas de casarme. Y sin embargo me hubiera gustado tener un par de crios, para dejar algo detrás de mí. Y preferiblemente con Annie. Era esa clase de mujer a la que desearías fecundar, si me entiende.

Skarre seguía sin contestar. Reflexionaba mientras masticaba una semilla de sésamo que había tenido durante mucho tiempo entre dos muelas y que por fin se había soltado.

– Alta y delgada, hombros anchos, piernas largas. Buena cabeza. Hermosa como una ninfa del bosque de Finnskogen. En otras palabras, un montón de genes de primera.

– ¡Pero si sólo era una adolescente…!

– Se van haciendo mayores. Bueno, Annie no -se apresuró a añadir-. En serio -prosiguió-. Me estoy acercando a los cincuenta, y mi imaginación funciona como la de los demás hombres. Y además estoy solo. Pero algunos privilegios tenemos que tener los solteros, ¿no le parece? No hay nadie rabiando en la cocina mientras yo miro de reojo a las mujeres. Si usted viviera aquí, enfrente de Annie, también habría echado de vez en cuando un vistazo a su casa. Eso no es un crimen, ¿no?

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