Matteus saltaba de un lado para otro con gran expectación, con una orca de terciopelo negro y blanco en los brazos. Se llamaba Willy Fri, y era casi tan grande como él. El primer impulso de Sejer fue lanzarse sobre el niño y levantarlo por los aires dando rienda suelta a su entusiasmo con voz jubilosa. Pero no era su estilo. Lo sentó con cuidado sobre sus rodillas y miró a Ingrid, que llevaba un vestido nuevo, un vestido de verano amarillo con frambuesas rojas. La felicitó por su cumpleaños y le apretó la mano. Dentro de poco se irían al otro lado del mundo, al calor y a la guerra, y allí se quedarían durante una eternidad. Dio la mano a su yerno mientras cogía la de Matteus con la otra. Luego se quedaron muy quietos esperando la comida.
Matteus jamás se ponía pesado. Era un niño educado que casi nunca chillaba y no era terco ni obstinado. Lo único que Sejer no reconocía de su propia familia era una leve tendencia a cometer encantadoras diabluras. Su vida era todo sonrisas y amor, y sus orígenes, de los que no sabían gran cosa, no le habían proporcionado genes que provocaran un comportamiento anormal, que los volviera locos o que los llevara a sobrepasar límites catastróficos. Sus pensamientos vagaron hacia atrás, hasta la calle Gamle Møllevej en las afueras de Roskilde, cuando era niño. Por fin oyó.
– ¿Qué has dicho, Ingrid?
Miró asombrado a su hija, que se apartaba un rubio rizo de pelo de la frente mientras sonreía de esa manera tan especial que reservaba para él.
– ¿Coca Cola, papá? ¿Quieres Coca Cola?
En ese mismo instante, en otro lugar, una vieja y fea furgoneta bajaba por la carretera llena de baches en primera, y al volante iba un hombre robusto con el pelo de punta. Al acabar la cuesta se paró para dejar pasar a una niña que había puesto el pie en la carretera. Ella se detuvo en seco.
– ¡Hola, Ragnhild! -gritó con entusiasmo.
La niña llevaba una cuerda de saltar colgando de una mano, y lo saludó con la otra.
– ¿Vas de paseo?
– Voy a casa -dijo Ragnhild resuelta.
– ¡Escucha! -gritó Raymond, muy alto, con el fin de ahogar el ruido del motor-. ¡Cesar ha muerto, pero Påsan ha tenido crías!
– Pero sí Påsan es un chico -contestó Ragnhild dudando.
– No siempre es fácil ver si un conejo es niña o niño. Tienen mucho pelo. Pero sí que ha tenido crías. Cinco. Puedes verlas si quieres.
– No me dejan -dijo la niña decepcionada, mirando la carretera con la débil esperanza de que alguien apareciera para salvarla de esa vertiginosa tentación: conejos bebés-. ¿Tienen ya pelo?
– Tienen pelo y ya han abierto los ojos. Luego te llevaré a tu casa, Ragnhild. ¡Ven, crecen muy deprisa!
Ragnhild miró una vez más la carretera, cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos. Luego cruzó rápidamente y se metió en el coche. Llevaba una camisa blanca con cuello de encaje y un minúsculo pantalón corto rojo. Nadie la vio subirse a la furgoneta. La gente estaba en sus jardines, plantando, limpiando y atando rosales y clematis. Raymond se sentía muy elegante con la vieja chaqueta de Sejer. Puso el coche en marcha. La niña esperaba emocionada en el asiento, a su lado. Raymond silbó contento y miró a su alrededor. Nadie los había visto.
Karin Fossum, nacida en 1954 en Sandefjord, Noruega, es una de las autoras más consolidadas de la nueva narrativa policíaca escandinava. Después de dos volúmenes de poesía y dos tomos de cuentos, su novela El ojo de Eva se convirtió en un fenómeno editorial en el ámbito escandinavo, aclamada por la crítica y el público ha sido traducida a varios idiomas.
Karin Fossum ha merecido lo más granado de los premios literarios escandinavos: los premios Riverton y la Llave de Cristal a la mejor novela policíaca por No mirés atrás y el premio de los libreros noruegos por ¿Quién teme al lobo?
Su estilo se centra en la introspección y las motivaciones psicológicas de los personajes que protagonizan las historias criminales
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