Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Halvor se rascó la comisura de la boca con una uña afilada, y de repente se acordó del entusiasmo de Annie por el libro El mundo de Sofía. Y como se llamaba Annie Sofie, tecleó el título del libro. Le pareció una clave muy inteligente. Pero tampoco era la que ella había pensado, porque nada ocurrió. Todo continuaba igual. La tripa seguía haciéndole ruidos, y un incipiente dolor de cabeza le latía en la sien.

Sejer y Skarre cerraron el despacho y bajaron por el pasillo.

Los chicos estuvieron a gusto en el orfanato Bjerkeli. Halvor entabló buenas relaciones con un sacerdote católico que de vez en cuando visitaba la institución. Al mismo tiempo acabó noveno. El más pequeño fue trasladado a un hogar provisional, y Halvor se quedó solo. Por fin optó por irse a vivir con su abuela paterna. Estaba acostumbrado a cuidar de alguien. Sin esa tarea se sentía de más.

– No me explico cómo esa gente consigue ser normal a pesar de todo -dijo Skarre.

– No sabemos exactamente cómo es Halvor -dijo Sejer sobriamente-. Aún está por ver, ¿no?

Skarre asintió avergonzado mientras jugueteaba con las llaves del coche.

Halvor notó que el dolor de cabeza iba en aumento. Por fin se había hecho de noche. Su abuela llevaba mucho tiempo sola y a él le escocían los ojos de tanto mirar la pantalla oscilante. Continuó un rato más, pero ya no tenía ni idea de cuáles eran sus posibilidades de llegar a solucionar la clave de Annie, ni qué encontraría si el archivo se abriera de repente. Tal vez Annie tuviera un secreto. Tenía que averiguarlo, tenía tiempo de sobra. Por fin se levantó un poco reacio en busca de algo qué comer. Dejó la pantalla encendida y se fue a la cocina. La abuela estaba viendo la Guerra Civil norteamericana en la tele y había tomado partido por los hombres de uniforme azul, porque le gustaban más. Además, opinaba que los hombres de uniforme gris hablaban un dialecto muy feo.

Skarre conducía lenta y suavemente, por fin había entendido la aversión del jefe por la velocidad, y la carretera era muy mala. Destrozada por las heladas, estrecha y con muchas curvas. Todavía hacía frío, como si alguien hubiera secuestrado el verano en algún otro lugar, reteniéndolo con pretextos. Los pájaros recién vueltos estaban sentados bajo los arbustos arrepentidos. La gente había dejado ya de echarles semillas. Al fin y al cabo ya no había nieve. Pero sí una costra dura y seca en la que nadie dejaba huellas.

Halvor echó cereales en un cuenco y añadió abundante azúcar. Se lo llevó a la sala de estar y quitó el tapete de ganchillo de la mesa de comedor para no mancharlo. La cuchara le temblaba en la mano. El nivel de azúcar estaba en el mínimo y le zumbaban los oídos.

– Un negro ha empezado a trabajar en la Cooperativa -dijo su abuela de repente-. ¿Lo has visto, Halvor?

– Ahora se llama Kiwi. La Cooperativa desapareció. Sí, se llama Philip.

– Habla con dialecto de Bergen -dijo la abuela dubitativa-. No me gusta que un chico con esa pinta hable con el dialecto de Bergen.

– Pero es de Bergen -dijo Halvor, chupando la cuchara-. Nació y se crió allí. Sus padres son de Tanzania.

– Sería mejor que hablara su propio idioma.

– El dialecto de Bergen es su idioma. Además, no entenderías ni palabra si hablara en suahili.

– Pero me asusto cada vez que abre lá boca.

– Ya te acostumbrarás.

Ésas eran sus conversaciones. Por regla general estaban de acuerdo. La abuela lanzaba su última preocupación y Halvor la captaba sencillamente, sin problemas, como si se tratara de un avión de papel mal hecho que había que doblar de nuevo.

El coche se acercaba. Desde lejos, la casa parecía poco hospitalaria. Una foto aérea habría revelado su solitaria situación, como si quisiera esconderse del resto del pueblo, a cierta distancia de la carretera, medio oculta por matorrales y árboles. Ventanas pequeñas en lo alto de la pared. Paredes de madera gris descolorida. El patio delantero parcialmente tapado por malas hierbas.

A través de la ventana del cuarto de estar, Halvor vio una débil luz. Oyó un coche y se manchó la barbilla de leche. Los faros iluminaron la penumbra de la sala. Al poco rato estaban en la puerta observándolo.

– Necesitamos hablar contigo -le dijo Sejer amablemente-. Tendrás que venir con nosotros, pero acaba primero tu cena.

Halvor no quería más. La verdad era que había pensado que no lo dejarían así como así. Fue despacio a la cocina y lavó cuidadosamente el cuenco debajo del grifo. Luego pasó un momento por su habitación a apagar la pantalla, murmuró algo al oído de su abuela y siguió a los policías. Tuvo que sentarse solo en el asiento de atrás y eso no le gustó, le traía recuerdos.

– Intento formarme una imagen de Annie -empezó Sejer-, de quién era y de cómo vivía. Quiero que me cuentes qué clase de persona era, qué hacía y qué decía cuando estabais juntos. Necesito saber qué pensaste o imaginaste cuando se apartó de su entorno y sobre lo sucedido en la laguna de la Serpiente. Todo, Halvor.

– No tengo ni idea.

– Alguna idea te habrás formado.

– He pensado un montón, pero no logro averiguar nada.

Silencio. Halvor estudió el protector del escritorio de Sejer, que era un mapamundi, y buscó el punto aproximado donde él vivía.

– Formabas una parte importante del paisaje de Annie -prosiguió Sejer-, y estoy intentando dibujar un mapa de las regiones por las que ella se movía.

– ¿Ah sí? ¿A eso se dedica usted? -dijo Halvor secamente-. ¿A dibujar mapas?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

– No -se apresuró a contestar.

– Tu padre está muerto -dijo Sejer de repente, escrutinando ese joven rostro que tenía ante él. Halvor notaba la abrumadora presencia del hombre como una tensión en la habitación que le absorbía todas las fuerzas, sobre todo cuando se miraban a los ojos. Por eso permanecía cabizbajo.

– Se suicidó, y tú me dijiste que tus padres estaban divorciados. ¿Te resulta difícil decirlo?

– No pasa nada.

– ¿Por eso me ocultaste la verdad?

– No hay mucho que decir al respecto.

– Entiendo. ¿Puedes decirme qué querías de Annie cuando la esperabas junto a la tienda de Horgen el día en que la asesinaron?

La sorpresa pareció auténtica.

– Perdone, pero está usted sobre una pista equivocada.

– Una moto fue vista en las cercanías a una hora muy pertinente al caso y tú estuviste dando una vuelta, así que bien podría haberse tratado de ti.

– Ese tipo debería graduarse la vista.

– ¿Es eso todo lo que tienes que decir?

– Sí.

– Procuraré que lo averigüen. ¿Quieres beber algo?

– No.

Silencio de nuevo. Halvor escuchaba. Alguien se reía a lo lejos, parecía irreal. Annie estaba muerta y la gente seguía armando jaleo como si tal cosa.

– ¿Tenías la impresión de que Annie no anduviera bien de salud?

– ¿Qué?

– ¿La oías quejarse alguna vez de dolores, por ejemplo?

– Nadie estaba tan sano como Annie. ¿Acaso estaba enferma?

– Lo siento, pero hay cierta información a la que no puedes tener acceso aunque fuerais muy íntimos. ¿Nunca te mencionó nada?

– No.

La voz de Sejer no era hostil, pero el hombre hablaba despacio y claro a propósito, lo que confería una considerable autoridad a su figura gris.

– Háblame de tu trabajo. ¿Qué haces en la fábrica?

– Vamos rotando: una semana empaquetamos, otra vigilamos las máquinas y otra hacemos el reparto con los camiones.

– ¿Estás a gusto?

– No tienes que pensar -dijo en voz baja.

– ¿No tienes que pensar?

– En el trabajo en sí. Es automático, así que puedes dedicarte a pensar en otras cosas.

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