Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– Naturalmente, tendrás que averiguar si había visitado a algún médico y si lo sabía. Pero debe de haber tenido dolores en el abdomen, al menos durante la regla. Se entrenaba muy duramente. Tal vez tuviera tantas endorfinas circulando por el cerebro que ni los notara. Pero lo cierto es que estaba acabada. Dudo que hubieran podido salvarla. El cáncer de hígado es muy complicado-señaló hacia la camilla, donde la cabeza y los pies de Annie se perfilaban claramente bajo la sábana-. En todo caso habría muerto dentro de unos cuantos meses.

Esta información hizo perder a Sejer por completo el hilo del motivo de su visita. Tardó un minuto en ordenar sus ideas.

– ¿Debo contárselo a sus padres?

– Eso tendrás que decidirlo tú. Te preguntarán que qué he encontrado.

– Será como perderla por segunda vez.

– Así es.

– Se reprocharán por no haberlo descubierto.

– Probablemente.

– ¿Y qué pasa con su ropa?

– Impregnada de barro, excepto ese anorak que os mandé. Pero llevaba un cinturón con hebilla de latón.

– ¿Sí?

– Una gran hebilla en forma de media luna con ojo y boca. El laboratorio encontró huellas dactilares en ella. Dos distintas. Unas eran de Annie.

Sejer cerró los ojos con fuerza.

– ¿Y las otras?

– Desgraciadamente no están completas, poca cosa.

– ¡Maldita sea! -murmuró Sejer.

– Seguro que él ha tenido algo que ver en esto. Pero la huella al menos servirá para excluir. Ya es algo, ¿no?

– ¿Y la marca que tenía en la nuca? ¿Puedes saber si era diestro?

– No, no puedo. Pero con lo en forma que estaba Annie, no pudo tratarse de un enclenque. Tuvo que haber una pelea. Me extraña que ella siga tan entera.

Sejer suspiró y se levantó.

– Supongo que ya no está tan entera.

– Sí que lo está. Puedes verlo si quieres. Soy un artesano y no hago chapuzas.

– ¿Cuándo me vas a dar el informe por escrito?

– Te llamarán. Puedes enviar a ese joven de pelo rizado. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo?

– No -contestó Sejer con aire sombrío-. Nada. No veo ninguna razón por la que alguien quisiera matar a Annie Holland.

Tal vez Annie eligiera el título de una canción como clave. Por ejemplo, esa melodía de flauta que tanto le gustaba y que se llamaba La canción de Annie.

Halvor meditaba y jugueteaba delante de la pantalla. Había dejado la puerta de la habitación entornada por si su abuela lo llamaba. A la mujer no le quedaba ya mucha voz, y levantarse del sillón era una laboriosa tarea cuando le atormentaba el reuma. Halvor apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente la pantalla: «Access denied. Password requiered.» En realidad tenía hambre. Pero, como tantas otras cosas, en ese momento el hambre era algo secundario.

Sentado en la comisaría, Sejer leía un grueso montón de hojas densamente escritas y grapadas en una esquina. Aparecían las letras OdB, que significaban «Orfanato de Bjerkeli». La infancia de Halvor era una lamentable historia. Su madre, una mujer frágil, pasaba la mayor parte del tiempo quejándose en la cama, con los nervios a flor de piel y una batería de tranquilizantes cada vez mayor a su alcance. No aguantaba la luz ni los sonidos agudos. Los niños no debían llorar ni hacer ruido.

Ciertamente Halvor había pasado lo suyo, pensó Sejer. No estaba mal conservar un trabajo fijo y encima cuidar de la abuela.

Halvor iba tecleando los títulos de distintas canciones conforme los iba recordando. Las palabras «Access denied» aparecían constantemente, más o menos como una mosca que uno cree ya muerta, pero que vuelve a zumbar una y otra vez. Había repasado todas las posibles claves numéricas que se le iban ocurriendo, todos los cumpleaños posibles, incluso el número de chasis de la bicicleta de Annie, que había encontrado en la llave de repuesto que le guardaba en un frasco. Tenía una DBS Intruder, y había insistido en que la llave de repuesto la guardara él. Por cierto, tendría que devolvérsela a Eddie. Tecleó la palabra «Intruder» en la pantalla.

Los problemas de alcohol del padre y los frágiles nervios de la madre habían marcado a la familia durante muchos años. Halvor y su hermano vagaban por la casa, procurándose ellos mismos comida y bebida cuando había. El padre solía salir a beber, gastando al principio su sueldo y luego el dinero del subsidio. Algunos buenos vecinos ayudaban en lo que podían en secreto, a espaldas del padre, que con los años se iba volviendo más violento. De vez en cuando repartía alguna bofetada que otra, bofetadas que luego se convirtieron en puñetazos. Los chicos se acurrucaban el uno junto al otro y se encerraban en sí mismos, cada vez más delgados y más callados.

Annie no elegiría una clave de números, pensó Halvor. Era chica, y seguro que había inventado algo más romántico. Era más probable que se tratara de una combinación de palabras. Se imaginó dos o tres palabras, posiblemente palabras con un significado profundo y simbólico. O un nombre, claro, pero ya los había probado casi todos, incluso el nombre de la madre de Annie, aunque sabía que ella jamás hubiera elegido precisamente ese nombre. Y también tecleó el nombre del padre de Sølvi, Axel Bjørk, y el de su perro, Aquilles. «Access denied».

Halvor tenía las manos estrechas y los dedos finos. No eran gran cosa para oponer resistencia a un furibundo borracho incontrolado al borde del precipicio. Haber tenido que luchar contra ese padre tuvo que haber sido terrible. Los dos hermanos aparecían regularmente en Urgencias con moratones y lesiones causadas por golpes, y la famosa mirada suplicante que decía: soy bueno. No me pegues. Solían pelearse con los chicos de su calle, se habían caído por la escalera y de la bicicleta, pero protegían a su padre. El hogar les agotaba, pero era seguro. La alternativa era el orfanato o un hogar provisional, y la posibilidad de que los separaran. Halvor se desmayaba constantemente en el colegio debido a la desnutrición y a la falta de sueño. Él era el mayor, y el pequeño recibía la mayor parte de la comida.

Halvor pasó a los libros que sabía que Annie había leído, y de los que hablaba a menudo. Títulos, personajes, cosas que éstos habían visto. Tenía tiempo de sobra. Se sentía muy cerca de Annie mientras hacía eso. Encontrar la clave sería como volver con Annie. Tenía la sensación de que ella lo acompañaba en la búsqueda y de que tal vez le diera una pista cuando llevara ya bastante tiempo en ello. Pensó que su mensaje llegaría en forma de recuerdo, de algo que ella había dicho alguna vez, algo que él había almacenado en su cerebro, y que aparecería cuando profundizara lo suficiente. Cada vez se acordaba de más cosas. Era como quitar capa tras capa de telaraña, y encontrar algo detrás de cada una de ellas: una acampada, un paseo en bicicleta, o alguna película. Habían ido al cine muy a menudo. Y la risa de Annie. Una risa grave, casi masculina. Su mano fuerte cuando le daba en la espalda diciendo: «¡Déjalo, Halvor!», de una forma muy especial, cariñosa y amonestadora a la vez. Otras formas de caricias no eran frecuentes.

Cada vez que Protección de Menores anunciaba su visita, el padre tomaba algún tranquilizante, ordenaba y sentaba al pequeño sobre sus rodillas. Era muy fuerte y capaz de ofrecer un aspecto completamente fiable, lo que hacía que las asustadizas tontuelas de Protección de Menores retrocedieran inmediatamente. La madre sonreía débilmente debajo de la manta. El pobre Torkel tenía que cargar con toda la responsabilidad cuando ella estaba enferma, y los niños estaban en una edad difícil, de manera que las señoras se retiraban, se marchaban con el asunto sin resolver. Todos se merecían una nueva oportunidad. Halvor pasaba la mayor parte del tiempo cuidando de su madre y de su hermano pequeño. Nunca podía hacer los deberes, pero sacaba buena notas a pesar de todo, de modo que no era tonto. Con el tiempo, el padre perdió la noción de la realidad. Una noche irrumpió en la habitación en la que dormían los dos hermanos. Aquella noche, como tantas veces, el pequeño dormía en la cama de Halvor. El padre llevaba un cuchillo. Halvor lo vio brillar en su mano. Oyeron a la madre lloriquear asustada en la planta de abajo. De repente notó en la sien el agudo dolor del cuchillo, se echó hacia un lado y el cuchillo le partió la mejilla en dos, hasta la comisura de los labios, donde chocó contra sus muelas. Los ojos de su padre de repente pudieron ver de nuevo, ver la realidad, la sangre sobre la almohada y al pequeño gritando. Bajó corriendo por la escalera, salió de casa y se escondió en la leñera. La puerta se cerró de golpe.

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