Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– ¿Y Holland?

– Holland está bien. En realidad creo que todo esto le parece bastante horrible. Pero es un mandado. Ada le tiene completamente dominado. Él hace lo que se le dice, por eso no discuten nunca. Tú mismo has hablado con ellos, y te habrás dado cuenta de la situación.

Se levantó de repente y se colocó junto a la ventana, de espalda a ellos, enderezándose completamente.

– No sé lo que le pasó a Annie -dijo en voz baja-. Pero lo habría entendido mejor si le hubiera sucedido a Sølvi. Ella es tan fácil de engañar…

Sejer lo miró con curiosidad y se preguntó por qué todo el mundo decía lo mismo. «Si hubiera sido Sølvi…» Como si todo fuera un grave error, y Annie hubiera sido asesinada por equivocación.

– ¿Tienes moto, Bjørk?

– No -contestó extrañado-. Tuve una cuando era más joven. La tenía aparcada en el garaje de un conocido, y al final la vendí. Una Honda 750. Sólo me queda el casco.

– ¿Cómo es?

– Está colgado en la entrada.

Skarre echó un vistazo y descubrió el casco, un casco integral negro, con la visera tiznada.

– ¿Coche particular?

– Sólo llevo el Peugeot de la compañía de seguridad. He podido comprobar algo -dijo de repente, mirándolos-. He visto el fenómeno madre-hijo muy de cerca. Es una especie de pacto sagrado que nadie puede romper. Sería más difícil separar a Ada y Sølvi que a una pareja de gemelos siameses con las manos.

La imagen hizo parpadear a Sejer.

– Seré sincero con vosotros -prosiguió-. Odio a Ada, y no me da la gana ocultarlo. Y sé qué sería lo peor que pudiera ocurrírle: que Sølvi llegara a ser algún día tan madura que entendiera lo que ha sucedido realmente. Que antes o después se atreviera a desafiar a su madre y venir aquí a iniciar esa relación padre-hija que deberíamos tener y a la que los dos tenemos derecho, una relación de verdad. Eso mataría a Ada.

De repente parecía agotado. El tranvía pasó ruidosamente por la calle, y Sejer volvió a mirar la foto de Sølvi. Intentó imaginarse su propia vida con otro rumbo. Que Elise hubiera empezado a odiarle, que se hubiera marchado llevándose consigo a Ingrid, y que encima hubiera conseguido que un tribunal dictaminara que jamás volviera a verla. Se sintió mareado. Tenía mucha imaginación.

– En otras palabras -dijo en voz baja-. ¿Annie Holland era la chica que hubieras querido que fuera Sølvi?

– Sí, en cierto modo. Es independiente y fuerte. Era -dijo de pronto, volviéndose-. Es horrible. Espero por Eddie que encontréis al tipo que lo hizo, de verdad que lo espero.

– ¿Por Eddie? ¿No por Ada?

– No -dijo con firmeza-. Por Ada no.

– Un hombre muy elocuente, ¿no te parece?

Sejer puso el coche en marcha.

– ¿Lo has creído? -preguntó Skarre, señalando a la izquierda.

– No lo sé. Pero hay una gran desesperación detrás de esa máscara hosca, y parece auténtica. Seguro que hay mujeres malas y calculadoras por ahí. Y las mujeres tienen una especie de prioridad sobre los hijos. Tiene que ser doloroso estar atrapado en una situación así, por ideas y convenciones contra las que de nada sirve luchar. Tal vez tiene que ser así -añadió pensativo, intentando esquivar los raíles del tranvía-. Tal vez se trate de un fenómeno biológico que da seguridad a los niños. Una verdadera atadura a la madre, imposible de romper.

– ¡Ostras!

Skarre escuchaba y movía la cabeza como diciendo que no.

– Tú tienes hijos, ¿de verdad crees lo que acabas de decir?

– No, sólo pienso en voz alta. ¿Y tú, qué?

– ¡Pero si yo no tengo hijos!

– Pero tienes padres, ¿no?

– Sí, tengo padres. Y me temo que soy un enmadrado incurable.

– Yo también -dijo Sejer pensativo.

Eddie Holland salió de la agencia de contabilidad, dio un breve recado a la secretaria y se marchó en su coche. Tras un paseo de veinte minutos, el Toyota verde se metió en un gran aparcamiento. El hombre apagó el motor y se hundió en el asiento. Cerró un instante los ojos y permaneció muy quieto, esperando que algo le hiciera dar la vuelta y regresar sin haber realizado su cometido, pero nada ocurrió.

Por fin abrió los ojos y miró a su alrededor. Era un lugar muy hermoso. El gran edificio reposaba en el paisaje como una gran piedra plana, enmarcada por resplandecientes praderas verdes. Miró los estrechos senderos, donde las tumbas se alineaban en filas simétricas. Arboles frondosos con enormes copas. Consuelo. Silencio. Ni una persona, ni un sonido. Salió vacilante del coche y cerró la puerta ruidosamente con el débil deseo de que alguien lo oyera y saliera por la puerta del crematorio para preguntarle qué quería, para hacérselo fácil, pero nadie salió.

Empezó a caminar por los senderos. Leyó algún nombre, pero sobre todo se iba fijando en los años, como si buscara a alguien que no hubiera muerto de viejo, que tal vez tuviera sólo quince años, como Annie, y sí, encontró varios. Comprendió por fin que muchos habían pasado ya por eso, sólo que ya habían llegado un poco más lejos. Habían tomado ya una serie de decisiones; por ejemplo, que su hijo o hija fuera incinerado, qué clase de piedra pondrían sobre la urna, qué plantarían. Habían elegido flores y música para el funeral y habían informado al sacerdote de cómo había sido su hijo o hija para que la homilía tuviera un carácter lo más personal posible. Le temblaban las manos y se las metió en los bolsillos. Llevaba una vieja gabardina con el forro roto. En el bolsillo derecho palpó un botón, y se le ocurrió en ese instante que llevaba años allí. El cementerio era bastante grande, y en un extremo, cerca ya de la carretera, divisó a un hombre con una gabardina de nailon azul andando lentamente entre las tumbas. Podría ser un empleado del lugar. Holland se giró imperceptiblemente en dirección al hombre, esperando que fuera un tipo hablador. Él no tenía mucha iniciativa, pero tal vez el hombre se detuviera e hiciera algún comentario sobre el tiempo. Siempre quedaba el tema del tiempo, pensó Eddie. Miró el cielo y vio que había pocas nubes, la temperatura era agradable y soplaba una suave brisa.

– ¡Muy buenas!

La gabardina azul marino se detuvo.

Holland carraspeó.

– ¿Trabaja usted aquí?

– Sí -contestó señalando hacia el crematorio-. Soy lo que llaman el encargado.

El hombre tenía una sonrisa simpática, como si no temiera a nada en este mundo y hubiera visto todo lo que había que ver de las debilidades humanas.

– Llevo veinte años trabajando aquí. Es un sitio bonito para pasar los días. ¿No te parece?

Le tuteaba. Resultaba informal y agradable. Holland asintió.

– Pues sí, yo ando por aquí meditando -balbuceó Eddie-, sobre el futuro y todo eso -soltó una risa nerviosa-. Antes o después acabaremos todos bajo tierra. Es algo que no puede evitarse.

Cerró las manos dentro de los bolsillos y palpó el botón.

– Así es. ¿Tienes familia aquí?

– No, aquí no. Están enterrados en el cementerio de mi pueblo. Allí no tenemos ninguna tradición con la incineración. En realidad no sé muy bien en qué consiste -añadió-, ser incinerado, quiero decir. Tal vez al fin y al cabo no haya tanta diferencia entre ser enterrado o incinerado. Pero hay que tomar una decisión. No soy tan mayor, pero se me ha ocurrido que debo decidir pronto…, si deseo ser enterrado o incinerado, quiero decir.

El otro ya no sonreía. Miró atentamente al hombre grueso de la gabardina gris y entendió lo que había supuesto para su orgullo hacer esa pregunta. La gente tenía muchos motivos para andar entre las tumbas, y él nunca se arriesgaba a equivocarse.

– Es una decisión importante, pienso yo, a la que hay que dedicar algo de tiempo. La gente debería pensar más en su propia muerte.

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