Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Skarre encendió el cigarrillo y miró a Sejer, que chupaba su cigarrillo liado.

– La muerte del niño se debió aparentemente a un trágico accidente, y entiendo que a una adolescente un suceso semejante le causara una fuerte impresión. Conocía bien al niño y a los padres. Pero…

Se detuvo para encender el cigarrillo.

– ¿Y ésa es la explicación de su cambio?

– Posiblemente. Además, tenía cáncer. Aunque ella no lo supiera, pudo haberle hecho cambiar. Pero en realidad esperaba encontrar otra cosa, algo que pudiéramos utilizar.

– ¿Y Jensvoll?

– Me cuesta creer que alguien cometa un asesinato con el fin de ocultar una violación consumada once años antes, por la que, además, ya ha cumplido condena. Por otra parte, podría pensarse que quiso intentarlo otra vez y le salió mal.

– ¡Ostras! -exclamó Skarre asombrado-. ¡Si estás fumando!

– Uno sólo, éste, por las noches. ¿Tienes tiempo de dar una vuelta en el coche luego?

– Claro que sí. ¿A dónde vamos?

– A la iglesia de Lundeby.

Sejer inhaló largamente el humo y lo mantuvo mucho tiempo en la boca.

– ¿Por qué?

– Pues no sé. Me gusta husmear por ahí.

– ¿Es que piensas mejor al aire libre? -preguntó quitando con la uña una mancha de cera de la mesa.

– Siempre he pensado que el entorno influye en el pensamiento, que uno percibe más cosas cuando se encuentra en el lugar si se tiene dentro una especie de sensibilidad, una sensibilidad para las cosas, por lo que «dicen las cosas».

– Fascinante -dijo Skarre-. ¿Te atreverías a hablar en voz alta sobre eso en la comisaría?

– Existe una especie de acuerdo tácito para no hacerlo. Al fiscal del Estado no le interesan mis sentimientos pero sabe bien que están ahí. Los tiene en consideración, pero no lo reconoce jamás. También eso es un acuerdo tácito.

Sopló solemnemente el humo y levantó la vista.

– ¿Qué más te dio la abuela de Halvor aparte de los gofres y el discurso sobre la decadencia?

– Me habló mucho sobre el padre de Halvor. De lo buenísimo que había sido de pequeño. Y de que en realidad sólo había sido un desgraciado.

– No me extraña, siendo capaz de pegar a sus propios hijos.

– También me dijo que Halvor se encierra en su cuarto. Por lo visto se pasa las tardes delante del ordenador y a veces se queda hasta muy entrada la noche.

– ¿Y qué crees que hace con el ordenador?

– Ni idea. Tal vez escriba un diario.-

Si fuera así me gustaría leerlo.

– ¿Lo vas a volver a traer?

– Por supuesto que sí.

Vaciaron los vasos y se levantaron. Al salir de la habitación, Skarre descubrió una foto de Elise, en la que exhibía una maravillosa sonrisa.

– ¿Tu mujer? -preguntó prudentemente.

– Su última foto.

– Pero si se parece a Grace Kelly -dijo Skarre entusiasmado-. ¿Cómo pudo un viejo cascarrabias como tú conquistar a una belleza así?

Sejer se quedó tan atónito ante esa tremenda impertinencia que empezó a tartamudear.

– Entonces no era un cascarrabias.

El coche avanzaba despacio por la gravilla del camino de la iglesia de Lundeby. Iluminada con focos, reposaba tranquilamente en la luz rosa, por su propio derecho, como si hubiera estado allí siempre. En realidad sólo tenía ciento cincuenta años, un minúsculo suspiro en la copa del árbol de la eternidad. Cerraron las puertas sigilosamente y permanecieron un instante junto al coche, escuchando. Skarre echó un vistazo a su alrededor, dio unos pasos en dirección a la capilla y se dirigió hacia las tumbas. Diez piedras blancas, dispuestas en una perfecta fila.

– ¿Qué es esto?

Se pararon y leyeron las inscripciones.

– Tumbas de guerra -le contestó Sejer en voz baja-. Soldados ingleses y canadienses. Los alemanes los mataron a tiros arriba en el bosque, el nueve de abril del cuarenta. Los chicos ponen flores silvestres aquí el diecisiete de mayo. Me lo ha contado mi hija Ingrid.

– «Pilot Officer, Royal Air Force, A.F. Le Maistre of Canada. Age 26. God gave and God has taken.» Un largo viaje para una acción heroica tan breve.

– Mm -Skarre siguió mirando-. Aquí estoy, vengo desde Canadá nada menos, con mi nuevo uniforme, para luchar por vosotros en el lado bueno. Y luego nada más. Nada más que fuego y muerte.

Sejer lo miró sorprendido y empezó a bajar hacia la iglesia. Habían enterrado a Annie en las afueras del cementerio, cerca de un gran campo sembrado de cebada. Las flores habían perdido su lozanía, camino de convertirse en basura. Miraron pensativos la tumba. Luego vagaron por el lugar leyendo las inscripciones de otras piedras. Dos filas más arriba Sejer encontró lo que buscaba: una pequeña piedra arqueada, con una inscripción elaborada y hermosa. Skarre se agachó y leyó:

– Nuestro amado Eskil.

Sejer asintió y miró a su compañero:

– Eskil Johnas. Nacido el cuatro de agosto de mil novecientos noventa y dos, muerto el siete de noviembre de mil novecientos noventa y cuatro.

– ¿Johnas? ¿El comerciante de alfombras?

– El hijo del comerciante de alfombras. Se atragantó con el desayuno y se asfixió. Después de su muerte, el matrimonio se deshizo. No es de extrañar, dicen que ocurre a menudo. Pero Johnas tiene un hijo mayor que vive con la madre.

– Tenía fotos de sus hijos en la pared -indicó Skarre metiéndose las manos en los bolsillos-, ¿Para qué es ese pequeño agujero en la parte de arriba de la piedra?

– Al parecer alguien ha mangado algo que había ahí. Sería un pajarito, un angelito o algo así, suelen ponerlos en las tumbas de niños.

– Es raro que no lo hayan sustituido. Una tumba un poco pobre, me parece a mí. Da la impresión de que nadie la cuida. Creía que sólo los viejos caían en el olvido.

Se volvieron y contemplaron los campos que rodeaban el cementerio por todas partes. Las luces de la casa del párroco, que estaba al lado, centelleaban piadosamente en el crepúsculo.

– Tal vez no les resulte fácil venir aquí. La madre se ha ido a vivir a Oslo, y esto le queda lejos.

– Johnas sólo está a dos minutos.

Skarre miró en la otra dirección, hacia la colina de Fagerlund, donde las casas brillaban bajo el monte.

– Puede ver la iglesia desde la ventana de su cuarto de estar -indicó Sejer-. Recuerdo que me fijé cuando estuvimos en su casa. Tal vez le baste con eso.

– Ya habrá tenido sus cachorros.

Sejer no contestó.

– ¿A dónde vamos ahora?

– No lo sé muy bien. Después de la muerte de ese niño -añadió mirando la tumba con el entrecejo fruncido- Annie cambió por completo. ¿Por qué esa reacción? Era una chica fuerte. ¿No es lo corriente que la gente sana y normal supere esas cosas? ¿No estamos hechos de tal manera que aceptamos la muerte y seguimos viviendo, al menos cuando ha transcurrido un tiempo? -de repente se detuvo y cerró la boca. Se arrodilló algo aturdido y volvió a estudiar una vez más esa tumba casi desnuda, mientras jugueteaba con las hojas del suelo-. ¿Qué significa, pues, que Annie reaccionara así a pesar de su robusta naturaleza?

– No lo sé, no sé a dónde quieres llegar.

– ¿Cómo puede la gente rebajarse a robar las tumbas? -dijo Skarre.

– El que tú no consigas entenderlo es una buena señal, supongo.

Volvieron al coche.

– ¿Crees en Dios? -preguntó Skarre de repente.

Sejer tensó la boca en un curioso gesto.

– Bueno, no, supongo que no. Más bien creo… en una especie de fuerza -dijo con dificultad.

Skarre sonrió.

– Esa frase me suena familiar. Es como si esa fuerza fuera más aceptable. Es curioso lo que nos cuesta ponerle un nombre. Pero claro, la palabra Dios está muy contaminada. ¿Y a dónde crees tú que nos lleva esa fuerza?

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