Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Hubo una pausa. Él esperó a ver si ella la llenaba.

– ¿Qué quiere usted saber? -preguntó por fin.

Sejer seguía mirándola en silencio. Era delicada y delgada, con ojos oscuros. Todo lo que llevaba encima era de punto, una gran publicidad de su sector. Un precioso traje de chaqueta, de falda estrecha y chaqueta entallada, de un rojo intenso, con bordes verdes y mostaza. Zapatos bajos negros. Una melena lisa y sencilla. Lápiz de labios del mismo color que la ropa. Puntas de flechas de bronce en las orejas, parcialmente escondidas entre el pelo oscuro. Un poco más joven que él, con las primeras señales de líneas finas junto a los ojos y la boca, y claramente bastante mayor que el hombre con quien había estado casada. Su hijo Eskil tendría que haber nacido casi al final de su juventud.

– Sólo quería charlar con usted -dijo-. No estoy buscando nada en especial. ¿De modo que iba a su casa a cuidar de Eskil?

– Varias veces a la semana. Nadie más quería hacerse cargo de Eskil, no era fácil de tratar. Las demás chicas preferían a otros niños. Pero supongo que ya ha oído todo esto antes.

– Bueno, algo he oído -mintió Sejer.

– Era muy activo, casi en el límite de lo anormal. Hiperactivo creo que se llama, ¿sabe? No paraba de moverse, nunca estaba quieto -la mujer sonrió con desesperación-. No resulta fácil admitirlo, espero que lo entienda. Pero era sencillamente un niño difícil. Annie lo manejaba mejor que nadie -se detuvo y reflexionó un poco-. Y venía bastante a menudo. Henning y yo estábamos agotados; era como una bendición cuando Annie aparecía en la puerta sonriente, dispuesta a cuidarle. Metíamos al niño en el cochecito, y solíamos darles dinero para que bajaran al centro a comprarse algo. Golosinas, helados y eso… Solía estar fuera una o dos horas. Creo que se retrasaba a propósito. A veces cogían el autobús hasta Oslo y pasaban todo el día fuera. Subían en el trenecito de la plaza. Yo en esa época hacía guardias de noche en la Residencia de Ancianos Enfermos, y a menudo tenía que dormir de día. De manera que la ayuda de Annie me venía muy bien. La verdad es que tenemos otro hijo, Magne, pero él era demasiado mayor para andar por ahí empujando un cochecito de niño. No le apetecía mucho. Y se libró, como ocurre a menudo con los chicos.

Ella volvió a sonreír y cambió de postura en la silla. Cada vez que se movía, Sejer notaba el pequeño soplo de vainilla en la habitación. Ella vigilaba la puerta todo el tiempo, pero nadie entró. Era como si hablar de su hijo pusiera en marcha una especie de intranquilidad en ella. Su mirada se posaba en todo menos en la cara de Sejer, volaba como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña, por los estantes de lana, por la mesa, la tienda…

– ¿A qué edad murió Eskil?

– A los veintisiete meses -susurró sacudiendo la cabeza.

– ¿Sucedió mientras estaba con Annie?

Ella levantó la vista.

– No, por Dios. He estado a punto de decir afortunadamente, habría sido terrible. La muerte del niño ya fue bastante dolorosa para la pobre Annie, como para encima haberse sentido responsable de ella.

Nueva pausa. Sejer respiró, y volvió a tomar impulso.

– Pero… ¿qué ocurrió en realidad?

– Creía que usted había hablado con Henning -dijo sorprendida.

– Sí, he hablado con él -mintió-. Pero no muy en detalle.

– Se atragantó con la comida -dijo en voz baja-. Yo estaba acostada en la planta de arriba. Henning estaba en el cuarto de baño afeitándose con la maquinilla y no oyó nada. Aunque supongo que no podía gritar al haberse atragantado. Estaba atado con una correa en su silla -susurró-. Una silla de ésas que usan los niños a esa edad, y que suelen ser una protección. Estaba sentado desayunando.

– Conozco esas sillas, tengo hijos y nietos -dijo Sejer.

Ella tragó saliva y continuó.

– Henning lo encontró colgando de la correa, con la cara azul. La ambulancia tardó veinte minutos en llegar, y cuando por fin apareció ya no había ninguna esperanza de salvarlo.

– ¿Llegaron desde el Hospital Central?

– Sí.

Sejer miró hacia la tienda y descubrió a una señora que estaba mirando un jersey en el escaparate.

– ¿De manera que sucedió por la mañana?

– Por la mañana temprano -susurró-. El siete de noviembre.

– ¿Y usted estuvo dormida todo el tiempo?

De pronto, la mujer le miró fijamente.

– Creía que iba a hablarme de Annie.

– Estaría bien que me dijera algo de Annie -dijo Sejer, que en ese mismo instante sintió un pinchazo debajo de la camisa.

Pero la mujer ya no dijo nada más. Se enderezó en la silla y se cruzó de brazos.

– Supongo que ya ha hablado con todos los vecinos de Krystallen.

– Así es.

– Entonces ya sabe todo esto.

– Pues, sí, en cierto modo. Pero lo que no entiendo es la reacción de Annie ante el accidente -contestó Sejer con sinceridad-, que fuera tan tremenda.

– No me parece tan extraña -dijo ella en tono cortante-, cuando un niño de dos años muere de esa manera. Un niño al que conocía mucho. Estaban muy unidos, y precisamente Annie se sentía muy orgullosa de ser la única que podía con él.

– Tal vez no sea de extrañar. Lo que pasa es que yo intento averiguar quién era, cómo era.

– Ya se lo he dicho. No quiero ser negativa, pero no resulta fácil hablar de esto -añadió mirándolo fijamente-. Pero están ustedes buscando a un violador, ¿no?

– No lo sé.

– ¿No? Fue lo que se me ocurrió automáticamente al leeer en el periódico que la encontraron sin ropa. Ya sabe, en la prensa casi todo trata de sexo -se sonrojó y no paraba de mover los dedos-. ¿Qué otra cosa podía ser?

– Ésa es la cuestión. No lo sabemos. Nos consta que no tenía enemigos. Y si el móvil no fue sexual, ¿cuál pudo ser?

– Esa gente no actúa con mucha lógica, supongo. Los locos, quiero decir. No piensan como los demás.

– Tampoco sabemos si está loco o no. En este momento somos incapaces de ver el motivo. ¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con Henning Johnas?

Ella volvió a extrañarse.

– Quince años. Estaba embarazada de Magne cuando nos casamos, es algo más joven que yo -se apresuro a añadir, como para confirmar algo que pensaba que había despertado su curiosidad-. En realidad Eskil era el resultado de largos debates, pero estuvimos de acuerdo, sí que lo estuvimos.

– ¿Un tardío?

– Sí.

La señora Johnas clavó su mirada en el techo, como si de él colgara algo de interés.

– ¿De manera que el mayor tiene ya cerca de los diecisiete?

Ella asintió.

– ¿Tiene contacto con su padre?

Lo miró escandalizada.

– ¡Pues claro! Va a menudo a Lundeby a visitar a los viejos amigos, pero es complicado, después de todo lo que paso.

Sejer dijo que lo entendía.

– ¿Visita usted a menudo la tumba de Eskil?

– No -confesó-. Pero Henning se ocupa de ella. A mí me resulta un poco difícil, pero sabiendo que está bien cuidada, es más soportable.

Sejer pensó en la tumba descuidada y no contestó. La puerta de la calle se abrió de repente y un joven entró en la tienda. La señora Johnas echó un vistazo.

– ¡Magne! ¡Estoy aquí dentro!

Sejer se volvió y miró al chico. Se parecía mucho a su padre, pero conservaba todo el pelo y tenía muchos más músculos que él. Saludó con la cabeza y se detuvo en la puerta, al parecer no tenía ninguna gana de hablar. La expresión de su cara era huraña y sus rasgos duros, haciendo juego con el pelo negro y los enormes músculos de sus brazos.

– Me marcho ya, señora Johnas -dijo Sejer levantándose-. Tendrá que perdonarme si vuelvo, pero a veces no nos queda más remedio.

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