Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– Estoy sentado en una silla de madera y me suda el culo -contestó el muchacho en tono arisco.

– Si hay una acusación, tal vez tengamos que confiscar tu ordenador.

– Lo que ustedes quieran -sonrió de repente-. ¡Pero no podrán entrar!

– ¿Que no podremos entrar? ¿Por qué no?

Halvor cerró la boca a cal y canto y siguió trabajando con su zapatilla de goma.

– ¿Porque lo has cerrado? ¿Es por eso?

Halvor tenía la boca seca, pero no quiso pedir una Coca Cola. Pensó en la cerveza sin alcohol que tenía en la nevera de su casa.

– Si te has tomado esa molestia para que nadie pueda entrar deduzco, pues, que contiene algo importante.

– Lo hago sólo por divertirme.

– ¿Podrías contestar con frases un poco más largas, Halvor?

– No se trata de nada importante, sólo de algo que hago cuando me aburro.

Sejer se levantó y su silla se cayó hacia atrás, sobre el suelo de linóleo, sin hacer ruido.

– Parece que tienes sed. Voy a por un par de Coca Colas.

Sejer desapareció y Halvor se sintió envuelto por la habitación. Ya había un enorme agujero en la zapatilla, y a través de él pudo ver el calcetín sucio. Oía sirenas en la lejanía, pero no pudo determinar de qué se trataba. Por lo demás, en el edificio había un zumbido constante, más o menos como en el cine antes de empezar la película. Sejer volvió con dos botellas y un abridor.

– Voy a abrir un poco la ventana, ¿vale?

Halvor asintió

– Yo no lo hice.

Sejer encontró unos vasos de plástico que se desbordaron al echar la bebida en ellos.

– No tenía ningún motivo.

– Yo tampoco veo ninguno, por lo menos a primera vista -Sejer suspiró y bebió-. Pero eso no significa que no tuvieras un motivo. A veces los sentimientos pueden con nosotros, así de simple. ¿Nunca te ha pasado?

Halvor callaba.

– ¿Conoces a Raymond, el que vive en el camino de la colina?

– ¿El mongólico? Lo veo de vez en cuando.

– ¿Has estado alguna vez en su casa?

– He pasado en moto. Tiene conejos.

– ¿Has hablado con él?

– Nunca.

– ¿Sabes que Knut Jensvoll, el entrenador de Annie, estuvo en la cárcel por violación?

– Annie me lo dijo.

– ¿Lo sabe más gente?

– Ni idea.

– ¿Conocías a Eskil Johnas, el niño al que solía cuidar Annie?

Halvor levantó una mirada curiosa.

– ¡Sí! Murió.

– Háblame de él.

– ¿Por qué? -preguntó el chico sorprendido.

– Haz lo que te digo.

– Bueno, supongo que era majo… y divertido.

– ¿Majo y divertido?

– Lleno de energía.

– ¿Difícil?

– A lo mejor un poco agotador. Era incapaz de estarse quieto. Creo que le daban medicinas. Siempre había que atarle, a la silla y en el coche. Acompañé a Annie algunas veces mientras lo cuidaba. Ella era la única que quería hacerse cargo de él. Pero ya sabe, Annie…

Vació el vaso de plástico y se limpió la boca.

– ¿Conocías a sus padres?

– Sé quienes son.

– ¿Y al hijo mayor?

– ¿A Magne? Sólo de vista.

– ¿Se mostró alguna vez interesado por Annie?

– Lo de siempre. Se quedaba mirándola cuando pasaba.

– ¿A ti qué te parecía, Halvor, que otros chicos se quedaran mirando a tu chica?

– En primer lugar, estaba acostumbrado a ello. Y en segundo lugar, Annie era bastante arisca.

– Y sin embargo se fue con alguien. Como ves, hay excepciones, Halvor.

– Lo comprendo -Halvor estaba cansado. Cerró los ojos. La cicatriz de la comisura de la boca brillaba a la luz de la lámpara como un hilo de plata-. Había muchas cosas de Annie que nunca llegué a entender. A veces se enfadaba sin razón, y si le preguntaba qué le pasaba, se enfadaba aún más, y me ladraba que no todo en este mundo se puede contar así como así.

– ¿De modo que tenías la sensación de que Annie sabía algo? ¿Algo que le preocupaba?

– No lo sé. Sí. Yo le conté a ella muchas cosas de mí. Casi todo. Para que se diera cuenta de que se podía confiar en alguien.

– ¿Pero tus confesiones aparentemente no eran tan importantes? ¿Era peor lo suyo?

No puede haber sido peor. Nunca.

– ¿Halvor?

– Algo -dijo en voz baja, volviendo a abrir los ojos-, reposaba sobre Annie como una tapadera.

Algo reposaba sobre Annie como una tapadera.

La frase estaba tan sutilmente formulada que se dio cuenta de que él mismo creía en ella. ¿O era que quería creerla? No obstante, esa mochila en la leñera…, esa intensa sensación de que Halvor estaba ocultando algo… Sejer iba repasando algunas frases: le gustaba cuidar a los hijos de los demás. Su preferido era especialmente difícil y además había muerto. No iba a poder tener hijos propios, y no le quedaba mucho tiempo de vida. Ya no quería competir con nadie, únicamente correr sola por los caminos. Tenía un novio con el que de vez en cuando se enfadaba, lo dejaba y luego volvía con él. Como si no pudiera decidirse por lo que quería hacer. Sejer no encontró ningún sentido a estos hechos.

Se metió las manos en los bolsillos y atravesó el parking. Se metió en el coche y lo condujo prudentemente hasta la carretera, en dirección al municipio vecino, el lugar donde Halvor había pasado su infancia, o, mejor dicho, la falta de tal. La oficina de la policía rural siempre había estado en un viejo chalet, pero luego la trasladaron a un nuevo centro comercial, donde la encontró comprimida entre un supermercado y la Oficina Tributaria. Aguardó un rato en la sala de espera y se hallaba absorto en sus pensamientos cuando el jefe de la policía rural entró en la habitación. Una pálida mano con pecas estrechó la suya. El hombre tendría algo más de cuarenta años, era delgado y con mala pigmentación de la piel y del pelo, además de una curiosidad que le costaba mucho ocultar, pero era muy amable. No recibía todos los días la visita de un inspector jefe de la ciudad. La mayor parte del tiempo tenía la sensación de estar olvidado por el resto del mundo.

– Te agradezco que me dediques un rato de tu tiempo -dijo Sejer mientras lo seguía por el pasillo.

– Mencionaste que se trataba de un asunto de homicidio. ¿Annie Holland?

Sejer asintió con la cabeza.

– Lo he seguido por la prensa. Tu visita se debe a que sospecháis de alguien que supones que yo conozco. ¿No es así? -preguntó señalando una silla libre.

– Bueno, en cierta manera. De hecho, lo tenemos en prisión preventiva. No es más que un chiquillo, pero un hallazgo en su casa nos dejó sin elección.

– ¿Y os hubiera gustado tenerla?

– No creo que él lo haya hecho -contestó, sonriendo ante sus propias palabras.

– Ya, comprendo. Esas cosas ocurren a veces.

La voz del hombre carecía de ironía; entrelazó sus manos sonrosadas y esperó.

– En el mes de diciembre del noventa y dos hubo un suicidio en este distrito. Dos hermanos fueron enviados al Orfanato de Bjerkeli después de aquello, y la madre acabó en la Sección de Psiquiatría del Hospital Central. Estoy buscando información sobre Halvor Muntz, nacido en 1976, hijo de Torkel y Lilly Muntz.

El jefe reconoció inmediatamente los nombres. De repente pareció preocupado.

– Tú tuviste que ver con aquel caso, ¿verdad?

– Sí, desgraciadamente. Yo, y un sargento más joven. Halvor, el hijo mayor, me llamó a casa a mi número privado. Sucedió por la noche. Recuerdo la fecha, el trece de diciembre, porque mi hija hizo de santa Lucía en el colegio. No quise ir solo, de modo que me llevé a un joven policía que estaba recién llegado; tratándose de aquella familia nunca sabías lo que te esperaba. Al llegar, encontramos a la madre tumbada en el sofá, escondida bajo el edredón, y a los dos chicos en el piso de arriba. Halvor no dijo ni una palabra. Su hermano pequeño estaba en la cama junto a él, que tenía un aspecto horrible. Sangre por todas partes. Los examinamos y vimos que estaban vivos. Respiramos aliviados. Luego empezamos a buscar. El padre estaba en la leñera, dentro de un viejo y podrido saco de dormir. Le faltaba la mitad de la cabeza.

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