Karim Fossum - No Mires Atrás

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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– ¿Quién se encuentra más cerca? -murmuró-. ¿Halvor es el más cercano? ¿Qué posibilidad hay de que alguien tuviera tiempo de recogerla en ese corto período desde que se marchó de la tienda hasta que fue encontrada? Del hombre de la moto no se sabe nada. Nadie vio a Annie sentarse en la moto.

– Pero iba a encontrarse con alguien, ¿no?

– Iba a casa de Anette.

– Eso fue lo que dijo a Ada Holland. Tal vez tuviera una cita -replicó Holthemannn.

– En ese caso tendría que haberse arriesgado a que Anette llamara a sus padres para preguntar por ella al no haber ido a su casa.

– Se conocían. No llamó.

– Es verdad, lo sé. Pero, ¿y si nunca salió del coche de Johnas? Imagínate que fuera así de sencillo.

Sejer se levantó y dio unos pasos con la cabeza llena de preguntas.

– Estamos todo el tiempo contando únicamente con el testimonio de Johnas.

– Por lo que sé, es un respetable hombre de negocios que tiene su propio negocio y un historial limpísimo. Además, debería tener una deuda con Annie, porque ella le libró de vez en cuando de un niño muy complicado.

– Exactamente. Ella lo conocía. Y él tenía buenos sentimientos hacia ella -cerró los ojos-. Tal vez Annie cometiera un error.

– ¿Qué acabas de decir?

Holthemann escuchó con más atención.

– Me pregunto si cometió un error -repitió Sejer.

– Desde luego. Se fue con un asesino hasta un lugar completamente solitario.

– Eso también. Pero antes de eso. Le subestimó, pensando que estaría segura con él.

– No creo que el tío llevara un cartel colgado del cuello -objetó secamente Holthemann.

– ¿Y si además lo conocía? Si ella era tan prudente como dices, tenía que conocerlo bien.

– Tal vez tuvieran un secreto entre ellos.

– ¿Por ejemplo una cama? -sonrió Holthemann.

Sejer volvió a colocar la figura de Annie junto a la tienda y se volvió dubitativo.

– No sería la primera vez que ocurriera -continuó el jefe de la sección-. Algunas chicas tienen fijación por hombres mayores. ¿Tú has notado algo de eso, Konrad? -le preguntó sonriendo alegremente.

– Halvor dice que no -contestó Sejer en tono cortante.

– Claro que lo dice. No soporta ni pensar en esa posibilidad.

– Algo que ella pensaba revelar. ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Alguien con mujer, hijos y un buen sueldo?

– Sólo estoy pensando en voz alta. El forense dice que no era virgen.

Sejer asintió.

– A Halvor le dejó probar, al fin y al cabo, aunque apenas. En mi opinión, todos los hombres de Krystallen podrían ser posibles candidatos. La veían todos los días, en verano y en invierno. Veían lo guapa que se estaba poniendo. La recogían cuando necesitaba transporte, ella cuidaba de sus hijos, entraba y salía de sus casas, confiaba en ellos. Son hombres adultos a quienes ella conocía bien, hombres a los que no hubiera dado la espalda si hubieran aparecido ante ella. Veintiuna casas, menos la suya, nos proporcionan veinte hombres. Fritzner, Irmak, Solberg, Johnas, toda una panda. Tal vez uno de ellos tuviera ganas de ella

– ¿Ganas de ella? Pero si ni la tocó.

– Tal vez alguien le interrumpiera en su propósito.

Sejer miró fijamente el mapa de la pared. Las posibilidades se amontonaban. No entendía que alguien pudiera matar a una persona sin tocarla. No usar el cuerpo sin vida, no buscar joyas o dinero, ni dejar junto al cadáver señas aparentes de desesperación, rabia, o alguna otra perversa inclinación, sino simplemente colocarla bien, acomodarla con consideración, dejando la ropa ordenada y doblada a su lado. Levantó la útima figura que representaba a Annie. La apretó fuertemente entre los dedos un instante, y volvió a colocarla en su sitio con desgana.

Luego echó a andar lentamente en dirección a la laguna.

Escuchó, intentó imaginárselos andando por el sendero.

Annie en vaqueros y jersey azul, y el hombre a su lado. En su mente veía una vaga silueta de un hombre seguramente más grande y mayor que ella. Tal vez conversaran en voz baja mientras atravesaban el bosque, quizá sobre algo importante. Sejer se imaginaba cómo pudo haber sido. El hombre gesticulando, explicando. Annie negando con la cabeza, el hombre empeñado en lo suyo, intentando convencerla, el ambiente cada vez más caldeado. Se estaban acercando al agua, que brillaba entre los árboles. Él se sentó en una piedra, aún no la había tocado, y ella se puso a su lado. El hombre hablaba con soltura, en tono imperioso, amable, o tal vez suplicante, Sejer no estaba seguro. Luego el hombre se levantó de repente y se lanzó sobre ella, un fuerte chapoteo en el instante de dar contra el agua, Annie con el hombre encima. Ahora usaba las dos manos y todo el peso del cuerpo, unos pájaros salieron volando, asustados, gritando, y Annie cerró la boca para que no le entrara agua en los pulmones. Se resistía, arañaba el fango con las manos mientras transcurrían esos vertiginosos segundos rojos, en que su vida se desvanecía lentamente en el agua centelleante.

Sejer miró fijamente el trozo de playa.

Transcurrió una eternidad. Annie había dejado de dar patadas y de moverse. El hombre se levantó, se volvió y miró hacia el sendero. Nadie los había visto. Annie flotaba boca abajo en el agua turbia. Tal vez le pareciera mal dejarla allí y la sacó. Los pensamientos se fueron desenrollando en su cerebro. La policía la encontraría, estudiarían el escenario, sacarían un montón de conclusiones. Una joven muerta en el bosque. Un violador, claro, que había ido demasiado lejos, de manera que la desnudó, pero con mucho cuidado, tuvo algún problema con los botones, la cremallera y el cinturón, y colocó la ropa ordenadamente junto a la muerta. No le gustó esa postura tan indecente en la que yacía, boca arriba con las piernas separadas, pero no habría podido sacarle los pantalones de otra manera. Así que la tumbó de lado, le dobló las piernas y le colocó los brazos. Porque esa imagen, la última, le perseguiría el resto de sus días, y si tenía que soportarla, tendría que ser lo más pacífica posible.

¿Cómo se había atrevido a tomarse tanto tiempo?

Sejer se acercó hasta el mismo borde de la laguna, se quedó con las puntas de los zapatos a unos centímetros del agua y permaneció así un buen rato. La imagen de cómo la encontraron emergió ante su mirada interior. No tenía que ver con la maldad, más bien pensó en ello como un acto desesperado, desgarrador. Le llegó de repente la imagen de un pobre hombre enloquecido debatiéndose en una gran oscuridad. Tal vez allí dentro hacía frío y había poco aire, no paraba de darse cabezazos contra la pared, apenas podía respirar, y era incapaz de salir. Por fin atravesó la pared. La pared era Annie.

Sejer se volvió y regresó lentamente. El coche, o tal vez moto, del homicida estaba probablemente aparcada donde él había dejado su Peugeot. Luego el homicida abrió la puerta y descubrió la mochila. Vaciló un instante, pero la dejó donde estaba y se metió en el coche con esa carga tan poco discreta que llevaba en el techo. Enseguida pasó por delante de la casa de Raymond, y vio al idiota y a una niña con un cochecito de muñecas. Ellos también vieron el coche. Algunos niños recuerdan bien los detalles. Notó el primer pinchazo de miedo en el pecho. Siguió conduciendo, pasó por delante de tres granjas y llegó por fin a la carretera principal. Sejer lo perdió de vista.

Se metió en el coche y arrancó. Por el espejo retrovisor vio una nube de polvo tras el coche. La casa de Raymond estaba tranquila, parecía abandonada. Conejos blancos y marrones se movían asustados de un lado a otro en sus jaulas al pasar Sejer en su coche. La furgoneta estaba aparcada delante de la casa. Un coche viejo, ¿con un cilindro estropeado tal vez? La tela metálica y el movimiento de los conejos le recordaron de repente su propia infancia, antes de mudarse de Dinamarca. Tenían gallinas enanas marrones en una jaula en un extremo de la huerta. El recogía los huevos todas las mañanas, huevos minúsculos, extrañamente redondos, no más grandes que las canicas más grandes de todas, a las que llamaban «doces». A través del espejo le pareció ver que la cortina de una ventana se movía ligeramente. Era la ventana del dormitorio del padre de Raymond, pero no estaba seguro. Giró a la derecha y pasó por delante de la tienda de Horgen, donde había sido vista la moto. Ahora había allí un blazer azul y el esquimal amarillo anunciando helados, como una segura señal de primavera. Bajó la ventanilla y notó una suave brisa en la cara.

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