Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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El aire apenas le llegaba a los pulmones, tan desesperado y desdichado como se sentía. Lanzó una mirada salvaje a su alrededor y descubrió dos cosas:

Debajo del banco había un par de botas grandes y negras, todavía con el barro solidificado pegado en las punteras. Número 45, predijo Even, sin molestarse siquiera en verificarlo. Al lado había una bolsa de plástico con colillas marrones. Puntos.

Encima del banco había un sobre con sellos franceses y el nombre de Mai, el que le habían robado en la estafeta de correos. Even lo abrió y sacó algunos folios. En el primero ponía Cuarto secreto. Los hermanos invisibles.

Pasó otro folio y empezó a leer.

Capítulo 84

Cuarto secreto

Los hermanos invisibles

Un lugar desconocido, Londres, 6 de diciembre de 1.692

Newton se recolocó la cogulla de manera que la capucha cayera debidamente. Debía cubrir su rostro lo mejor posible sin limitarle la visión. Se sentía incómodo, como solía sentirse en el mundo restringido que creaba la cogulla; el anonimato, los rituales y la información secreta que recibía, sin saber de quién, y sin poder transmitirla, tensaban una cuerda que le soliviantaba y le llenaba de esperanza cuando se acercaba una nueva reunión.

Llamaron tres veces a la puerta. Newton lanzó una última mirada al espejo antes de acercarse a la puerta y abrirla. En el pasillo se abrieron dos puertas laterales y aparecieron unas siluetas cubiertas con cogullas que se quedaron esperando en silencio. Se oyó el penetrante sonido de un gong desde un rincón de la mansión. A paso lento, pisándose los talones, empezaron a avanzar por el pasillo en dirección a las escaleras. Newton sabía que otros hermanos invisibles se acercaban desde otros lugares de la casa a la gran sala de la orden que se encontraba en el sótano. Otros, a los que tan sólo conocía por el nombre que les habían dado en la orden y que tan sólo le conocían por el suyo: Jeova Sanctus Unus.

Bajaron las escaleras. El borde de las casullas rozaba los escalones. Atravesaron unos pasillos iluminados con antorchas, llegaron a la gran puerta de roble y pasaron por debajo de la rosa para entrar en la sala, de la que todo lo que fuera a decirse no saldría nunca.

Hacía diecisiete años que era miembro de la orden. En estos diecisiete años su silla se había movido desde la parte más alejada de la sala hasta donde se hallaba ahora: algo más cerca de la mitad de trayecto hasta la tarima del gran maestro. A lo largo de estos diecisiete años, la voz del gran maestro había cambiado. Se había vuelto más oscura y había adoptado la identidad de Mr. F, el único en la sala que sabía quién se escondía tras el nombre en clave de Newton. Y el único en la sala que Newton sabía quién era en el mundo exterior.

Newton se detuvo delante de su silla, donde podían leerse las palabras «Jeova Sanctus Unus» grabadas en la madera de la parte superior del respaldo.

A lo largo de estos diecisiete años, Newton sólo había pedido la palabra en contadas ocasiones en la sala, la mayoría de veces planteando alguna pregunta a alguno de los hermanos que se hubiera pronunciado sobre algún asunto. En estas ocasiones, siempre había adoptado un tono de voz más agudo de lo habitual en él y con un acento más propio de Ipswich que de Cambridge.

Sin embargo, esta vez iba a ser distinto, esta vez no se limitaría a hacer preguntas. Hacía tiempo que Mr. F venía insistiéndole para que presentara los últimos resultados alquímicos que había alcanzado; esos que le habían sumido en un estado de ánimo exaltado y casi juvenil, hasta entonces desconocido para él. Newton se había resistido, durante mucho tiempo. Sin embargo, el compromiso adquirido ante la hermandad «que nunca le mantiene nada en secreto a usted» le llevaron finalmente a claudicar.

Tras los rituales y saludos iniciales el gran maestro se puso en pie, obligando así a los hermanos a dirigir la mirada al trono a través del túnel de sus capuchas. Señaló hacia la silla de Newton con el cetro y les comunicó que el «hermano Jeova Sanctus Unus en esta oscura noche de diciembre» compartiría un nuevo descubrimiento con todos ellos. Un descubrimiento que podría ofrecerles una visión más profunda de la vida y la muerte, y un conocimiento que les daría más poder e influencia en el mundo que se hallaba al otro lado de aquellos muros. El gran maestro volvió a tomar asiento y Newton se levantó lentamente. Una leve inseguridad se había colado en su mente mientras escuchaba las palabras del gran maestro. ¿Haría bien haciéndoles cómplices de sus descubrimientos? Le había prometido a Nicolás Fatio que nunca los compartiría con nadie…

«Apreciados amigos», empezó diciendo Newton con una voz ligeramente distorsionada. «Hace un tiempo, me llegó una especie de revelación durante un experimento con Regulus Mars. De pronto vi cómo el follaje verde me mostraba el camino al elixir vitae, un camino que hizo que ahora haya encontrado la fórmula de la vida eterna y…»

Una turbación momentánea entre los hermanos encapuchados le hizo detenerse, y una voz que provenía del fondo de la sala irrumpió sin que le hubieran otorgado la palabra: «¿La fórmula del elixir de la vida? ¿Pretenden que nos lo creamos sin más? ¡Tendrán que presentarnos pruebas de ello!».

El gran maestro se levantó y rugió: «¡Silencio! Dejad que el hermano Sanctus Unus se explique».

Newton notó cómo se le cerraba la garganta. Había algo que le resultaba conocido en la voz que había hablado. Observó la hilera de hermanos, encontró la silla del que se había pronunciado y leyó el nombre en el respaldo de la silla: « Other Brook ». El otro arroyo. Modificó rápidamente el orden de las letras. Vaya anagrama más pobre. Respiró hondo y sintió un repentino mareo.

Robert Hooke. Robert Hooke se había convertido en miembro de la hermandad invisible.

El hombre que siempre había sido su adversario y enemigo, el hombre en el que Newton jamás podría permitirse confiar.

Actuó de manera rápida e inmediata. Sin vacilar, se abrió camino entre las filas de sillas en dirección a la puerta de roble, la abrió y salió. A sus espaldas oyó voces de sorpresa que se atropellaban, y por encima de ellas, la del gran maestro: «¡Nadie abandona la sala mayor sin el permiso del gran maestro!».

Newton cerró la puerta, subió las escaleras y atravesó los pasadizos hasta llegar a su habitación. Se mudó a su ropa civil y a punto estaba de salir cuando se abrió la puerta. El gran maestro le cerraba el paso en el umbral de la puerta.

Expectante, Newton dio un paso atrás.

«Sabes que las normas de la orden son estrictas. Sabes que no puedes abandonar la sala sin…»

«No voy a abandonar la sala -dijo Newton-. Abandono la orden.»

Newton miró por el túnel de la capucha y sintió los ojos penetrantes del gran maestro.

«Sabes que el castigo por abandonar la orden es la pena de muerte.»

«Lo sé. Pero he reconocido a uno de los hermanos, una persona a la que jamás confiaré un secreto. Y tú, Ezequiel, no deberías conf…»

«No digas mi nombre», resopló el gran maestro; dio un paso adelante y cerró la puerta detrás de sí.

Newton miró con calma al hombre que conocía desde su juventud.

«Tú eres el único que sabe quién soy. Como gran maestro que eres, nadie te exigirá que les cuentes qué ha sido de Sanctus Unus; ni quién es. Si no dices nada, nadie podrá castigarme.» Newton levantó un dedo. «Por lo tanto, depende de ti si mi fórmula tiene que acompañarme a la tumba. Porque sólo está aquí.» Con un dedo se tocó la frente.

El gran maestro se quitó la capucha y Mr. F sonrió fríamente.

«No te creo, Isaac, porque una fórmula así tiene que ser larga por necesidad y muy exacta. Tú jamás te confiarías únicamente a tu memoria en una materia tan importante. La has anotado y la has escondido en algún lugar, y nosotros la encontraremos. Y cuando la hayamos encontrado, tu vida no valdrá nada.»

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