Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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«Ahora no puedo continuar la explicación de las fluxiones, por lo que he optado por ocultarla de la siguiente forma: 6accdael3eff7i319n404qrr4s8tl2vx.»

Era típico de alguien ligeramente paranoico, desconfiado y a su vez arrogante como Newton señalar que tenía más que ofrecer, y a la vez ocultar su descubrimiento detrás de una clave. Gottfried Wilhelm Leibniz era un competidor y, por lo tanto, a los ojos de Newton, un ladrón y un plagiador en potencia. Durante el trabajo con aquella parte de la tesis, Even había centrado su interés y curiosidad por las claves y su desciframiento. Había dedicado mucho tiempo a ponerse al tanto de la técnica de codificación y asegurarse de que había descifrado la clave correctamente. El resultado había sido distinto al que se había llegado hasta entonces y había despertado cierto interés en los círculos dedicados a este tipo de temas.

De pronto, cayó en la cuenta de que tal vez era precisamente esta tesis lo que Mai había querido que encontrase. A lo mejor se escondía algún mensaje en su interior, a lo mejor había algo escrito en el margen de alguna página. Even decidió comprarlo. Contuviera o no un mensaje, resultaba divertido, como simple curiosidad, llevárselo de vuelta a casa para enseñárselo a sus compañeros del instituto. Se fue al mostrador y dejó el libro sobre la mesa. Que aquella librería no apareciera en internet lo había entendido en cuanto traspasó la puerta, y que no la hubiera podido encontrar en el listín de teléfonos, tal como había intentado aquella misma mañana, antes de coger el autobús, había dejado poco a poco de sorprenderle también. De hecho, miró por encima del mostrador, casi esperando encontrarse con una pluma de ave, papel secante y un tintero. Para su gran sorpresa, el viejo estaba rellenando una quiniela con un bolígrafo. El hombre levantó la cabeza y lo observó por encima de unas gafas redondas y gruesas que estaban tan sucias que era un milagro que pudiera ver nada a través de ellas. Antes de que el hombre pudiera preguntarle por el resultado probable del partido entre el Tottenham y el Everton, Even sonrió con su sonrisa más encantadora y dijo que quería comprar aquel libro. El hombre entrecerró los ojos para leer el título y le dio un precio desorbitado.

– Disculpe -dijo Even, sorprendido-. ¿Cincuenta libras?

– Sí -dijo el viejo tranquilamente-. Es el único ejemplar que tenemos.

El cerebro de Even se paró por un instante, hasta que de pronto sonrió, sacó el dinero y pagó. Al salir, la campanilla volvió a sonar y la puerta crujió como lo había hecho antes. Even se quedó parado en la escalera, viendo pasar un coche y al instante una moto que sonaba como una cafetera hirviendo. Se sintió como si acabara de volver de un viaje al siglo XVIII. Una banda de sol alcanzó la acera al otro lado de la calle. Even cruzó la calzada, se sentó y empezó a hojear el libro sistemáticamente. Tardó un tiempo, en parte porque el libro era gordo, en parte porque no dejaba de sorprenderse a sí mismo leyendo las palabras que había escrito y había abandonado diez o doce años atrás.

Cuando hubo pasado la última página y estudiado la última letra, Even suspiró y levantó la mirada. Aquí no estaba la clave. Tendría que hacer un nuevo viaje en el tiempo.

Capítulo 39

Cambridge

Con soltura, al fin y al cabo llevaba casi una semana en Cambridge, Mai-Brit cruzó Queens Road y avanzó entre los árboles en dirección al río Cam. El viento soplaba, pero era cálido, por lo que decidió seguir adelante hasta que avistó el Trinity College en la otra orilla. Varios grupos de estudiantes se habían echado en la hierba, leyendo o simplemente charlando y para pasar un buen rato. Era su lugar preferido para la hora del almuerzo, con vistas a la magnífica biblioteca de Christopher Wren que se alzaba en la ribera del río. Fue construida como parte del Trinity College a finales del siglo XVII, cuando Issac Newton todavía vivía allí.

Había un poco de humedad en la hierba después de la llovizna de la mañana y Mai-Brit sacó su jersey de lana de la bolsa y se sentó encima. Había visitado muchas bibliotecas en todo el mundo por trabajo o para investigar, pero eran pocas, por no decir ninguna, las que demostraban un sentido de la proporción tan perfecto como la biblioteca de Wren. Y una comprensión de la necesidad de luz de los visitantes en el mundo de los libros, grandes cantidades de luz para poder concentrarse en el contenido de las obras. Además, debido a la proximidad del río, que tenía tendencia a salirse de su cauce cuando la lluvia caía durante semanas y cubría el condado de South Cambridgeshire, Wren había diseñado un edificio que estaba por encima de esa clase de trivialidades. La planta baja formaba una simple balaustrada por donde el agua podía fluir libremente cuando los dioses del tiempo así lo deseaban, sin alcanzar nunca los libros del primer piso.

Los jóvenes que tenía cerca gritaban y una risa estridente quebró la tranquilidad y los pensamientos de Mai-Brit. No era una risa bonita, era más bien como el sonido de una uña contra una pizarra. Bebió un poco de agua de la botella para rebajar el sonido. Rezaba para no tener una manera tan antipática de reírse. Resultaba difícil evaluar la risa de uno mismo. Tan difícil como valorar el propio encanto.

De nuevo, aquella risa la atravesó hasta la médula, y Mai-Brit tuvo que girarse para ver quién era capaz de proferir un ruido tan horrendo como aquél. Una chica de unos veintipocos años estaba sentada de rodillas delante de tres muchachos, hablando en voz muy alta. Era guapa, de una manera afectada, casi artificial, y se echaba la melena por encima del hombro, como las chicas atractivas de las películas americanas malas.

¿Se habría modificado a través de la historia la manera de reír, una risa podía considerarse hermosa de forma universal? ¿Cómo se reía la gente en la Edad de la Piedra, si es que realmente tuvieron algo de qué reírse? Uno se imaginaba que los vikingos tenían una risa tosca y grosera, con cierto deje malvado, pero ¿no se trataría en realidad de una simple suposición basada en los prejuicios? ¿Era razonable creer que, por ejemplo, un personaje tan influyente como Luis XIV podía haber cambiado lo que hasta entonces se había considerado una risa normal, sólo porque él, cuando estaba en buena y alegre compañía, sonaba como un caballo relinchando? A lo mejor algún día se podría hacer un libro sobre este tema. Si es que no estaba ya hecho. Mai-Brit sonrió en dirección al río y sintió un escalofrío de enorme placer recorriendo su espalda al pensar en el trabajo que tenía. Poder tener ideas estrafalarias y ocurrencias salvajes a modo de sustento, y poderlas llevar a cabo de vez en cuando era algo que no podían hacer muchos.

Mai se lamió los dedos para eliminar las migas de pan, arrugó el papel de envoltorio del sandwich y se puso las gafas de leer antes de sacar el diario y la pluma de la bolsa. La pluma estilográfica era una Faber-Castell carísima que había comprado aquella misma mañana, y estaba tan ilusionada como una niña, esperando el momento en que la usaría por primera vez. Le parecía que Newton bien se merecía que escribiera con pluma y se la había comprado como un pequeño regalo por el trabajo realizado hasta el momento. Como tenía por costumbre, Mai empezó leyendo las anotaciones de los últimos días.

10 de agosto, un café cerca del mercado (no me fijé en el nombre al entrar), Cambridge.

Es maravilloso estar de vuelta, en Inglaterra. Maravilloso encontrarse en Cambridge.

He pasado todo el verano leyendo sobre Newton, ahora, cuando acudo al Trinity College, es como si lo conociera personalmente. Me siento en la capilla o visito la habitación en la que se alojó entonces, con los documentos que él leyó y los manuscritos donde dejó sus huellas dactilares. (Bueno, en honor a la verdad, tengo que reconocer que lo que tengo entre manos son fotocopias y microfilmes. Pero he pedido consultar una de las libretas de notas de Newton de cuando estuvo trabajando con las ideas y las teorías para los Principia. También es cierto que el curador de los documentos científicos, Mr. Perkins, ya me ha dicho que no. Dice que para poder preservar los documentos, de 100 consultas rechazan 99. Pero… la esperanza es de color verde guisante… y debo de ser ese número cien.) Reviso todos los primeros apuntes de Newton, sus diarios y los curiosos blocs de notas de sus primeros años en la universidad. Hay mucho en latín, y me doy cuenta de que mi latín está un poco oxidado. Por la noche intento refrescar la gramática latina leyendo, entre otros, un libro sobre vocabulario y sinónimos.

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