Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– Buen autor -dijo la vecina señalando el libro de Even con un gesto de la cabeza. Se rió y le enseñó el que ella estaba leyendo: El nombre de la rosa, también de Umberto Eco.

«¿Qué decía yo?», pensó Even. Tal vez casualidades, pero con una base enraizada en la probabilidad. Le devolvió la sonrisa. El capitán tomó la palabra; dijo que se llamaba Raymond Vik y les dio a todos la bienvenida, les aseguró que hacía buen tiempo en Londres y les deseó un viaje agradable.

Capítulo 35

Kitty miró hacia la enorme máquina.

El paseo matinal, la primera salida en moto del año, había sido tan delicioso como había imaginado. Primero se había colocado delante del espejo para ponerse el traje de cuero. Se lo había subido desrizándolo por el cuerpo y había tenido la sensación de estar poniéndose un condón. Luego había sacado la Kawasaki al sol del patio, había verificado el nivel de aceite y de gasolina y la había engrasado. Se había tomado su tiempo preparándose, disfrutando de la alegre espera hasta que por fin llegara el momento de subirse a la moto. Cuando se montó, pisó el pedal y notó la reacción del motor, se estremeció. El motor y los caballos rugieron y palpitaron entre sus piernas al darle al gas. Puso la primera y soltó el embrague. Salió del patio tranquilamente, le dio más gas para aumentar la velocidad y el viento azotó su rostro. El mundo a su alrededor se paró, el tiempo se detuvo. Ella era la única que estaba en movimiento, de nuevo viva, después de un largo y frío invierno.

La Kawasaki era la única moto en la carretera. Ahora, a media tarde, cuando ya volvía a casa, se preguntó si algún compañero de aventuras por fin habría salido de su letargo. Estaba acostumbrada a ser la primera en dar la bienvenida a la primavera. Durante los primeros meses posteriores al año nuevo no hacía más que soñar con volver a montarse sobre la moto, sentir su fuerza y su poder, notar la sensación de volar hacia la eternidad que se encontraba más allá del horizonte.

El sol de la tarde caía verticalmente cuando volvió a montarse en la moto sin haber puesto en marcha el motor. Todavía tenía el móvil en la mano después de hablar con Even Vik. Ese patán. Mira que escaparse a Londres sin decir nada. Era natural, correcto, se daba por supuesto, y, sin embargo, no le había gustado nada a Kitty. La nueva química que había entre los dos empezaba a ser buena, muy buena.

Tenía calor con aquel traje de cuero y Kitty se bajó la cremallera para soltar un poco de calor corporal. Pensó que tenía una llamada de teléfono pendiente. Tenía que hacerla, aunque no le apetecía. Todavía se sabía el número de memoria.

«Este es el teléfono de Odin Hjelm. En este momento no estoy en la oficina, pero deja tu mensaje y me pondré en contacto contigo en cuanto pueda.»

Pasaron un par de segundos hasta que se oyó un largo pip.

– Hola. Soy yo, Kitty. -Intentó hacer que su voz fuera firme-. Sólo quería decirte que tienes que dejar de llamarme, dejar de enviarme correos electrónicos, dejar de hacer todas las perrerías en las que tanto insistes. Tú y yo hemos acabado, Odin. Acéptalo. -Kitty resopló un par de veces y concluyó-: ¡Por favor!

Entonces cortó la comunicación, metió el móvil en la bolsa de la moto y puso en marcha la Kawasaki.

Se quedó un rato sentada sobre el asiento, pensando un poco mientras el motor ronroneaba como un enorme gato. Luego volvió a sacar el móvil y escribió un SMS. El mensaje era el mismo que el que acababa de dejar en el contestador, el destinatario era el mismo, Odin Hjelm. «Uno de ellos tendrá que llegarle, supongo», pensó. Entonces se subió la cremallera hasta el cuello y puso la primera marcha.

Capítulo 36

En algún lugar, detrás de una palmera, había un pianista que estaba convirtiendo despiadadamente Stairway to Heaven en una cancionzuela antipática. En el restaurante se oía el zumbido débil de muchas voces hablando a la vez, gente que conversaba en voz baja y educadamente, tal como se acostumbra a hacer en los ambientes más selectos del Soho londinense. Even se sentía incómodo, habría preferido un pub medio mugriento de Southwark.

– ¿Estás casado? -preguntó Susann y levantó una de sus cejas oscuras.

Se llamaba Susann, era la mujer del avión. Habían decidido coger juntos un taxi desde el aeropuerto hasta el centro de Londres. Susann Stanley. Era medio inglesa, medio noruega.

– No -dijo Even y levantó las manos en el aire con los dedos extendidos.

Nunca había llevado anillo, tampoco mientras estuvo casado. Despedía un olor agrio a sudor y pensó que en realidad debería haberse duchado antes de comer. Susann le contó que papá Stanley era copropietario de una compañía farmacéutica con sede en Londres y que ella era la representante comercial de la empresa para toda Escandinavia. Vivía en Bosted, en Frogner, cerca de donde vivía su madre. También tenía un piso en Londres, en Hill Street, no muy lejos del Soho. Era por eso que se encontraban en aquel restaurante.

– ¿Qué tipo de medicinas vendes? -preguntó Even, sobre todo para no tener que hablar él.

– La sucursal escandinava es relativamente nueva y está dedicada, sobre todo, a la investigación con células madre, un campo en el que somos grandes expertos.

– ¿Investigación con células madre…? ¿No tiene algo que ver con guardar el cordón umbilical para cuando te pongas enfermo?

Susann sonrió.

– La sangre del cordón umbilical o mejor dicho: las células madre de la sangre. Se trata de una investigación única en los tratamientos de la leucemia y diversas anemias, así como de enfermedades musculares y óseas…

– Es decir, que si yo contrato uno de esos seguros, puedo contar con que viviré eternamente -la interrumpió Even.

– No eternamente. De todos modos, en tu caso ya es demasiado tarde, porque me imagino que no habrás guardado tu cordón umbilical, ¿verdad?

Even se rió y dijo:

– No, la verdad es que no. Creo recordar que mi padre se lo comió en el desayuno el mismo día en que nací.

La sonrisa de Susann se heló y tuvo que dar un trago al vino para que se le soltara de nuevo.

– Pero tus hijos, los que vayas a tener más adelante, podrán beneficiarse de ello.

El bolsillo de Even empezó a vibrar, se disculpó y sacó el móvil. Susann le dijo que no pasaba nada, sonrió y alargó una mano por encima de la mesa para subrayarlo. En ese mismo instante vio una especie de rayo, como si alguien hubiera disparado un flash. Even miró a su alrededor, pero no vio ninguna cámara. En la mesa vecina había un hombre solo hablando por el móvil mientras comía. No parecía que Susann se hubiera dado cuenta del flash, porque agarró los cubiertos y siguió comiendo. Even encontró el nuevo mensaje en el móvil, no reconoció el número de teléfono desde el que había sido enviado, y leyó el texto: «Quiere hablar contigo; última oportunidad». El mensaje iba seguido por un número de teléfono.

– ¿Pasa algo?

Susann parecía preocupada y deslizó las puntas de los dedos por la mano de Even. Even levantó la mirada de la pequeña pantalla mientras las náuseas llegaban a su garganta.

– No, nada -dijo, retiró la mano y apagó el móvil-. No es nada.

Capítulo 37

– ¿Vienes?

– Sí, sólo un par de minutos, ¡y estoy contigo!

Finn-Erik conectó el enchufe en el móvil y pulsó un par de teclas. La pantalla del ordenador se llenó con el rostro de la pequeña Line. Sonrió, la nariz de la niña debía de estar a menos de diez centímetros cuando Mai le hizo la foto. La siguiente fotografía era de la rampa cerca del colegio; Finn-Erik recordaba que habían ido allí todos juntos un sábado hacía un mes, más o menos. Stig estaba sentado sobre el trineo, bajando la rampa a toda pastilla con el pelo volando al viento. Había perdido el gorro durante la primera bajada cuando se cayó del trineo, y no volvieron a encontrarlo hasta una hora más tarde, cuando un par de niños zozobraron en la nieve bajando por la rampa en su trineo y pusieron la nieve patas arriba. Se preguntó por qué Mai le habría enviado aquellas fotografías. La fecha indicaba que lo había hecho el mismo día en que murió. A las 02.34 horas.

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