Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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El ferry atracó y Even se dirigió hacia el ayuntamiento donde podría encontrar una cafetería abierta a aquellas horas. Se sentó y desayunó. Se tomó tres tazas de café. Una ambulancia pasó por delante de la cafetería, y Even se sorprendió pensando en una agente de policía que se caía de un caballo, se rompía la crisma y se casaba con un bombero. El fatalismo no era su fuerte y, sin embargo, le gustaba ver el matrimonio como un final feliz, después de un accidente funesto.

Poco antes de las nueve pagó, cruzó el centro de la ciudad y encontró la dirección de la editorial Phönix.

– Ahora mismo saldrá Hjelm -dijo la recepcionista, colgó el teléfono y señaló un pasillo donde en aquel mismo momento se abrió una puerta.

Odin Hjelm se acercó, y Even miró paralizado a aquel hombre, una antítesis andante de la ley de gravedad de Newton. A cada paso que daba el robusto editor le decía a quien lo estuviera viendo que el trabajo científico de Newton no era más que una mierda inservible y que, desde luego, regían otras leyes en el universo hjelmiano. De pronto Even recordó que una vez había visto a Odin Hjelm en televisión y había pensado lo mismo. Ahora, al verle en vivo y en directo, cruzando el suelo azul marino de la recepción, no tuvo ninguna duda. El hombre no caminaba, se lanzaba hacia delante con el torso vuelto en un ángulo que no parecía obedecer ninguna lógica ni ley física. Por cada paso que daba era como si consiguiera lanzar un pie hacia delante que le salvaba, en el último momento, de caerse de bruces. Ignorando el gran peligro que corría, Hjelm alargó una mano hacia Even, un acto que aumentaba la desigual distribución del peso y que sólo podía acabar en una catástrofe. Even se apresuró a darle la mano.

«Tiene que haber algo que haga que ese hombre consiga mantenerse en pie. Unos pies grandes, el centro de gravedad bajo, la media cabeza que le saco -razonó Even en silencio-.Y calcetines de plomo.»

Hjelm le dio el pésame, sonrió como se suele sonreír cuando compartes una pena con alguien y dispones de un sentido del humor sólido.

– Qué bien que te hayas pasado por aquí. He intentado ponerme en contacto contigo varias veces.

Entraron en su despacho, una estancia que hacía esquina, espaciosa y ventilada, con vistas al tráfico de Oslo por ambos lados. Un gran escritorio esquinado entre las ventanas rebosaba de manuscritos a lo largo del borde y alrededor de una agenda en cuero marrón que estaba colocada como una isla protegida sobre una carpeta verde. Había una antigua copa de la antigua Grecia, llena de lápices y bolígrafos, al lado de una cajita plana de plata.

– ¿Por qué has intentado ponerte en contacto conmigo? -preguntó Even cuando una secretaria les hubo servido un café en una mesa de conferencias alargada.

Hjelm agarró una carpeta de cartón de color azul atada con una cuerda, pero la dejó sin abrir.

– Es posible que me encuentres cínico e insensible, pero déjame que te lo diga de una vez por todas: la oferta que pienso hacerte está más que pensada. De hecho creo que Mai-Brit Fossen también lo hubiera querido así.

Even estuvo a punto de beber de su taza, pero la volvió a dejar sobre la mesa sin probar el café. Superó como mejor pudo las ganas de salir de allí y se inclinó hacia delante.

– Mi razón para venir hasta aquí es muy sencilla: quiero saber en qué estaba trabajando Mai cuando estuvo en París. No quiero saber nada de tus suposiciones ni de tus pensamientos. Siento mucho si te parezco maleducado. De todos modos, ésa era precisamente mi intención, ¡porque me cago en la oferta que pretendes hacerme!

Las mejillas de Hjelm se tiñeron ligeramente de rojo, aunque conservó la sonrisa en su rostro macizo. Se pasó una mano por la corbata y dijo:

– Por supuesto. Contestaré a todas las preguntas que quieras hacerme. Tengo entendido que estuviste casado con Mai-Brit Fos…

– ¿En qué estaba trabajando?

El editor asintió con un gesto con el que pretendía desarmarle y abrió la carpeta.

– Cuando contratamos a Mai-Brit, hace dos años y medio, se trataba de una fase aislada de un plan estratégico mayor de la editorial. En un intento de renovación, la nombramos editora de una sección que tendría los temas históricos como temática principal, pero en la que también tendría cabida la posibilidad de mezclar géneros y formas de expresión. Es decir, que no sólo eran sus conocimientos de historia los que queríamos, sino también su capacidad para renovar y aportar nuevas ideas, su talento literario, su habilidad para adivinar lo que se mueve, su creatividad; en general, todas las cualidades positivas que tenía Mai-Brit Fossen. -Odin Hjelm se quedó en silencio un rato; de pronto parecía estar en Babia-. Estas cualidades se han traducido en diversas publicaciones interesantes, y durante el último año la repercusión mediática ha sido tal que, ya en estos momentos, podemos decir que ha dado beneficio, y mucho antes de lo previsto. La última idea de Mai-Brit, en la que estuvo trabajando hasta su muerte, era, sin embargo, un proyecto en el que teníamos depositadas muchas esperanzas. Habíamos destinado muchos medios y el verano pasado le di permiso a Mai-Brit para que dedicara varias semanas a llevar a cabo investigaciones en Londres y París. El libro versaría sobre Isaac Newton, el gran físico y matemático, un personaje que, por lo que tengo entendido, no sólo conoces, sino en el que, de hecho, tú eres una especie de experto.

Hjelm hizo una pausa para permitir a Even decir algo, pero éste permaneció callado, esperando la continuación. Odin se volvió hacia el escritorio y cogió la cajita de plata. La abrió y le ofreció un purito a Even. Even sacudió la cabeza y pensó en burgueses sobrealimentados. Hjelm lo interrogó con la mirada, preguntándole si le importaba que él se fumara uno.

– Por favor, adelante -murmuró Even. Al fin y al cabo, era su despacho.

El editor encendió el purito y expulsó una nube de humo en dirección a la ventana. No olía nada mal. Tal vez debería decir que sí, si le volvía a ofrecer uno.

– El libro debía tratar aquellas facetas de Newton que son menos conocidas para el gran público, a través de un repaso minucioso de la documentación existente, pero añadiendo pasajes de ficción, escenas históricas en las que nos encontramos con Newton en su vida cotidiana. Debíamos verle sentado ante sus probetas, descubriendo, por así decirlo, la piedra filosofal.

Hjelm se rió con una mirada puesta en Even con la que pretendía decir que los dos estaban de acuerdo en que la alquimia no era más que una superstición estúpida. En cierto modo lo era, pero Even optó por no devolverle la sonrisa y en su lugar miró fijamente la carpeta.

Hjelm echó la ceniza en la taza de café.

– Mai-Brit había avanzado mucho con el libro cuando murió. Ella… ¿Sí?

La recepcionista había llamado a la puerta y ahora asomaba la cabeza por el hueco. Hjelm se lanzó hacia la puerta y hablaron un rato en voz baja.

– Desgraciadamente tengo que ir un momento al vestíbulo, a atender a un proveedor. ¿Tienes tiempo de esperar a que vuelva? Sólo será un minuto.

Even asintió con la cabeza y Hjelm se fue.

Oyó sus pasos perdiéndose por el pasillo y se puso en pie. Se paseó de puntillas por el despacho, contempló los cuadros que colgaban en la pared: un cuadro de gran colorido, aunque elegante, del artista plástico Reidun Ángel, varias fotografías de Hjelm con personajes conocidos y desconocidos, entre ellas, una en la que aparecía Hjelm con el brazo alrededor del ministro de Cultura. Se volvió hacia el escritorio, echó un vistazo a los manuscritos, los títulos, los nombres de los autores. Un auténtico humorista de incógnito, de Kyrre Erlandsen. Humbug [2] , una ciudad de Alemania, de Karoline Riesling. Menos mal que él no era editor. Sólo los títulos le hacían bostezar. Habrían pasado meses hasta que hubiera sido capaz de dar una respuesta a aquellos escritores esperanzados. O mejor dicho, seguramente habría devuelto las obras sin leerlas antes, aunque con una notita: «El título ha sido considerado demasiado malo».

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