Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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El viejo alzó la mirada con una arruga de irritación en la frente cuando Even volvió al mostrador. Por tercera vez en una hora. Even pensó que seguramente la tienda tendría de media dos clientes por semana, por lo que su comportamiento ya debía rayar lo inadmisible y el acoso.

– ¿Es posible que alguien haya dejado un mensaje… o un paquete, o algo, para, eh… Fist Ocean?

– ¿De parte de quién? -dijo el viejo y dejó un nuevo papel en blanco delante de Even.

– De November Ocean -dijo Even mientras escribía.

El viejo se fue de nuevo a su rincón. Poco después volvió al mostrador con un pequeño sobre marrón en la mano. Even alargó la mano para cogerlo, pero el viejete sacudió la cabeza.

– No es Fist -dijo-. Nombre equivocado.

¿Que no era Fist? Pero si era el nombre que Mai siempre había utilizado. Los otros nombres, November y Ocean, por lo visto eran correctos. Even miró el sobre con avidez. Tenía exactamente el mismo tamaño que el de casa de Kitty, sólo que más fino. ¿Debería saltar por encima del mostrador y cogerlo?

– Eh, ¿y qué me dice…? -¿Por qué otro nombre le había llamado Mai?-. ¿Qué le parece Rekil Ocean?

El viejo miró el sobre a través de las gafas de cristales gruesos, asintió con la cabeza y se lo pasó a Even por encima del mostrador.

– Gracias, mil gracias. -Even apretó el sobre contra el pecho y le preguntó febrilmente si le debía algo por él. No, ya estaba pagado. Siempre exigían el pago por adelantado, le explicó el viejo, como si fuera de lo más habitual que se utilizara la tienda como oficina de correos. Even volvió a dar las gracias y encontró medio aturdido el camino de salida de la tienda.

La banda de sol había abandonado la acera y se había trasladado a los muros de las casas y a los árboles. Even miró a su alrededor antes de sentarse directamente en las escaleras de la librería, en un rincón cercano a la puerta. ¿Se atrevía a abrirlo? La calle estaba desierta. Even cogió aire y colocó el sobre en su regazo como si contuviera un cuadro de cristal con mil años de antigüedad. Entonces introdujo un dedo por debajo del cierre.

Capítulo 41

No sabía qué le había llevado a hacerlo. Desde luego, nada parapsicológico ni ninguna tontería parecida, porque Susann Stanley siempre había sido un ser racional y juicioso, o al menos era así como ella se consideraba.

Sin embargo, poco antes de la hora del almuerzo le sobrevino una gran necesidad de volver a casa, a su piso en Hill Street, sin saber muy bien por qué. No porque estuviera cansada o tuviera la regla, ni tampoco porque se sintiera deprimida o necesitara estar en paz y en silencio para pensar. Eso, naturalmente, le pasaba a ella de vez en cuando como le pasaba a todo el mundo, era consciente de ello. Sin embargo, eso no solía darle ganas de irse a casa. En tales ocasiones, siempre había preferido cerrar su despacho con llave y echarse sobre la alfombra con un jersey enrollado a modo de cojín.

El hecho de que no supiera por qué era lo terrible. Y la necesidad era tan grande que también le resultaba desagradable.

Primero había llamado a casa para saber si Even había vuelto de hacer el recado que tenía que hacer; era posible que fuera él la causa, aunque le parecía un poco metafísico y ridículo, pero no contestó nadie. También llamó al móvil de Even, pero estaba apagado.

Cogió un taxi y mientras serpenteaba por Coventry Street y cruzaba Piccadilly Circus, notó una trepidación nerviosa en el pecho, como si se dispusiera a dar un discurso en la junta anual de la empresa sin haberse preparado bien. Abrió el bolso en el regazo y volvió a cerrarlo al descubrir el rótulo de «Prohibido fumar» en la puerta. De pronto echó de menos «los viejos tiempos», cuando se podía fumar en cualquier sitio y a cualquier hora. No eran precisamente unos pensamientos políticamente correctos en alguien que trabajaba en una compañía farmacéutica. ¿O tal vez sí lo eran?, pensó cínicamente. Correctos desde un punto de vista económico y financiero. Cuantos más enfermos, más dinero en la caja.

Cuando se dirigía por la acera en dirección a la puerta principal del complejo de viviendas donde vivía, advirtió que había un hombre sentado en un coche al otro lado de la calle. Tenía un móvil pegado a la oreja. Estuvo a punto de saludarle, pues había algo familiar en aquel hombre, pero él paseó la mirada indiferente delante de ella como si no hubiera registrado su presencia y siguió hablando. Susann abrió la puerta, vio que el ascensor estaba en la tercera planta y decidió subir a pie por las escaleras hasta la segunda planta, donde estaba su piso.

La puerta del piso estaba entreabierta. Lo vio en cuanto dobló la esquina en el piso inferior y se detuvo un segundo. Debía de ser Even, que acababa de volver, pensó y subió.

– Hola, Even, ¿eres tú?

Entró en el pasillo del piso, dejó la puerta abierta de par en par y se detuvo un momento delante del gran espejo para repasarse el pelo y la máscara de ojos con una mirada breve y experimentada antes de seguir hacia el salón. Estaba vacío.

Se oían ruidos en el dormitorio. Susann cruzó el salón y se colocó en la puerta. Mirando al hombre al lado de la cama.

– ¿Estás haciendo la maleta?

Even dio un respingo.

– Hola. No te he oído entrar. Eh, sí, estoy haciendo la maleta. Tengo que volver a casa.

– Muy bien -dijo ella y sacó un cigarrillo del bolso-. ¿Por alguna razón importante?

Lanzó una mirada a la bolsa de viaje que había sobre la cama, vio el libro de Eco y una camiseta arrugada. Había algo extraño, una actitud de reserva en la conducta de aquel tío, mucho más acentuada que la que había mostrado ayer.

– ¿Y no tienes tiempo de pasar una tarde y una noche más aquí? -dijo. Agarró el encendedor de sobremesa y encendió un cigarrillo, soltó el humo en dirección al techo y se echó la cabellera rubia por detrás del hombro.

Even cerró la cremallera de la bolsa de viaje y se la colgó al hombro.

– No, desgraciadamente, no. -Even intentó disculparse con una sonrisa que no llegó a ser más que una mueca que a ella no le gustó-. En otra ocasión.

– ¿Quieres que te lleve a algún lado?

Lo dijo antes de que le hubiera dado tiempo a pensarlo bien. En realidad, estaba enfadada con aquel tío que sólo quería largarse corriendo, a pesar de que ella ni siquiera había imaginado otra cosa que no fuera un rollo de una sola noche cuando lo invitó el día anterior a su casa. Pero…

– He llamado un taxi -dijo Even. Descorrió la cortina y miró a la calle-.Ya ha llegado.

– Te acompaño hasta la calle -dijo ella y le dio una palmada en el trasero.

Even sonrió sin enfocarla a ella, como si tuviera la cabeza en otro lugar.

¡Habrase visto! ¡Ya le daría ella algo que recordar!

Even salió al pasillo mientras ella aplastaba irritada el cigarrillo en un cenicero. Cuando salió al rellano, se oyeron los pasos de Even en la planta inferior y ella apretó la marcha. No pensaba decirle que le devolviera la llave del piso. Siempre podía hacerlo más adelante.

Even cruzó el vestíbulo y ella lo alcanzó cuando salía por la puerta. Lo agarró del brazo y lo obligó a apretarse contra ella. Se puso de puntillas y lo besó, al principio suavemente. Entonces colocó la mano detrás de la nuca de Even y le metió la lengua entre los labios. Even sonrió y su mirada era franca y directa cuando poco después se metió en el taxi.

– ¡Nos vemos en Noruega! -gritó ella-. Te llamaré.

Even agitó la mano en un adiós desde la ventanilla trasera del taxi.

Lo primero que Susann vio cuando llegó al pasillo de su piso fueron las llaves. Ese gilipollas las había metido en su zapato.

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