Giorgio Scerbanenco - Muerte en la escuela
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En el silencio denso de toda la clase, de todos aquellos once muchachos que contemplaban la escena, silencio tanto más inquietante cuanto que afuera, a causa del tráfico continuo de tranvías, coches y camiones, todo retumbaba, escupió con violencia en la cara de la joven maestra Matilde Crescenzaghi, y era tal el silencio interior, en medio del estruendo que llegaba de la calle, que los once muchachos oyeron el silbido espurreante del salivazo, y escucharon, pero permanecieron rígidos, como ya antes estaban rígidos.
Con la frente, junto a la nariz, manchada por el salivazo, la señorita Crescenzaghi miró un instante a la mujer de los grandes lentes negros, y sólo un momento después se tapó la cara con un brazo, sin decir nada, psíquicamente aturdida por la sorpresa, incapaz incluso de gritar.
– Hiciste que mi marido y yo fuéramos a la cárcel, puerca asquerosa – murmuraba resoplando como una gata rabiosa.
Y realmente estaba llena de rabia porque, desde que había muerto Francone, tenía que desahogar su amarga soledad sobre alguien, y ese alguien era para ella la joven maestra, mientras que Matilde Crescérizagni no comprendía sus palabras porque no había querido hacer daño a nadie. Ella sólo había dicho a la policía que su alumno Ettore Domenici, malo aparentemente, pero de buen fondo, como se expresan las redentoras de los jóvenes extraviados, el tal Ettore Domenici hacía mucho tiempo que no iba por la escuela, y la policía había tomado nota de la comunicación de que este joven díscolo no iba a la escuela y descubrió fácilmente que el joven díscolo en lugar de ir a la escuela iba a Suiza y ayudado por su padre adoptivo Oreste Domenici llamado Francone y por su madre Marisella, de profesión meretriz, hacía contrabando de opio y luego ayudaba a sus padres a venderlo. A la policía no le gusta que los menores estén inmiscuidos en el tráfico y venta de drogas y por esto detuvo a Francone y a Marisella, pero la joven maestra nunca había pensado en denunciar a los dos: sólo quiso que su discípulo volviese a la escuela, en lugar de cometer esas fechorías.
– ¡Señora! ¿Qué hace usted? ¡Y delante de los alumnos! – La joven Matilde Crescenzaghi, limpiado apenas el salivazo con la manga de su bata, recobró un poco de su dignidad, de su valor. – No se comporte así delante de los muchachos.
Su única preocupación eran los chicos y los chicos estaban allí, detrás de los bancos, de pie, porque se habían levantado apenas ella recibió el salivazo en la cara, y estaban en silencio y preparados.
Ettorino les había dicho que su madre iría a la escuela a hacer una escena para vengarse de la maestra que había mandado a la cárcel a su padre quien poco después murió en la enfermería de la prisión. Ettorino, guiado por su madre, había azuzado a sus compañeros contra la maestra, contra la chivata de la policía. A ninguno de los chicos le importaba que el padre de Ettorino hubiese muerto en la cárcel, pero todos odiaban a la maestra soplona y estaban sordamente satisfechos de que Marisella hubiese ido a escupirle a la cara.
– ¡Cállate, miserable, soplona! – dijo y volvió a escupirle a la cara, y al mismo tiempo con la mano izquierda la agarró de los cabellos y con la derecha le abofeteó con tal violencia que cada bofetada fue como un martillazo.
La joven maestra Matilde Crescenzaghi comprendió de esta manera. Comprendió que ya no se trataba de una discusión, de una disputa; se dio cuenta de que la mujer quería acabar con ella. No le veía los ojos a causa de los negros lentes que llevaba, pero sentía igualmente que de ellos brotaba la terrible violencia de matar. Y entonces, instintivamente, gritó.
Es decir, intentó gritar, porque apenas hubo abierto la boca, ella se quitó el pañuelo del cuello y le tapó la boca, apagando su grito y casi cortándole la respiración. Y con la izquierda seguía sujetándola por los cabellos, mientras con la otra unas veces la golpeaba en la cara, Ja cabeza o el cuello y otras le atascaba en la boca el pañuelo, y con voz sorda, para no ser oída por los porteros, le gritaba obscenas injurias, que ciertamente eran más apropiadas para ella, vieja y desgarrada prostituta de las callejas milanesas, que para una cándida maestra.
Vero Verini, uno de los alumnos, que tenía veinte años y era muy conocido de la policía como maníaco sexual, además de tener al padre en la cárcel y haber pasado tres años en un reformatorio, se echó a reír; rió sin ruido a la vista de aquella violencia que de pronto lo exaltó; los gemidos de la joven maestra que se debatía inútilmente contra una fiera como Marisella, excitada no sólo ya por su odio ciego, sino también por las drogas, lo excitaban también a él como si fuese él quien cometiera aquella violencia, y no supo sofocar un sordo grito de anhelo cuando vio que la madre de Ettorino, además de golpear a la joven maestra, iba también desnudándola, arrancándole el suéter oscuro, los sujetadores, golpeándola además con las rodillas y dándole puntapiés para que se estuviera quieta, y arrancándole la falda, hasta que llegó su hijo Ettorino, que le arrancó el portaligas y luego las prendas interiores de la que en un tiempo ya lejano era una maestra, y que ya casi no se debatía, porque afortunadamente estaba próxima al colapso, en el que cayó cuando el muchacho la derribó en el suelo.
Y ella de pie, miraba a través de su lentes oscuros, con la boca torcida por la excitación y el odio. Ésta era su venganza, y en esto había pensado durante mucho tiempo, desde que murió Francone, en cómo podía vengar su muerte. Así, mancillando a aquella mujer, aquella soplona.
Y toda el aula A estaba mirando de esa manera silenciosa y absorta con la que ya contaba ella que mirasen aquellos seres más o menos anormales, tarados, de escaso control de los propios instintos, si no de ninguno. Miraba Carletto Attoso, que sólo tenía trece años pero que ya había visto mujeres desnudas y no ignoraba nada de las relaciones sexuales, normales, o anormales, pero el espectáculo de una mujer desnuda víctima de un acto de violencia era nuevo para él. Miraba fijo al suelo, en el silencio herido por la respiración de Ettorino y el agonizante gemido de la maestra y apenas se dio cuenta de que la madre de Ettorino le ofrecía la botella y le decía:
– Bebe.
Obedeció maquinalmente, con la mirada fija en el suelo, y se llevó la botella a los labios.
– Bebe despacio; es muy fuerte – le dijo ella.
Pero aunque bebía despacio, comenzó de pronto a toser con accesos de tos secos, espaciados, no naturales, mientras su mirada no se apartaba de la escena.
También Vero Verini, un muchacho de veinte años, estaba mirando con la misma intensidad. Pero no se limitó a mirar, salió del banco un poco lentamente, como entorpecido, y llegó donde la maestra yacía en el suelo con los ojos desorbitados por el terror y temblorosos bajo las lágrimas. Ettorino estaba levantándose; primero de rodillas, luego se puso de pie y tomó la botella que su madre tenía en las manos y se humedeció los labios con aquella bebida, observando sin reír a su compañero de clase Vero Verini, que abrazaba con brutalidad a la maestra.
Y miraba también Paolino Bovato, inclinado sobre su banco para ver mejor, al otro lado, a los dos en el suelo. Una punta del pañuelo salía de la boca de la maestra, que sacudía la cabeza a un lado y a otro para evitar los besos, o mejor dicho, el ludibrio de aquel maníaco que la abrazaba sádicamente como si quisiera destrozarla.
– No, no la destroces – dijo ella, advirtiéndolo, pero era como hablar a un perro que está desgarrando a su presa con los dientes.
No la destrozó, pero hizo que perdiera el conocimiento, lo cual fue un bien para Matilde Crescenzaghi, un auténtico bien que duró sólo unos pocos minutos, porque cuando recobró el sentido vio junto a ella la cara de Carletto Attoso, el que ella consideraba un niño, una cara nada infantil, deformada por una mueca bestial. Cerró los ojos.
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