Giorgio Scerbanenco - Muerte en la escuela
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– Entra – le dijo maternal a sus espaldas, abriendo el bolso, dispuesta su mano a tomar por el momento sólo el paquete de cigarrillos, pero sintiendo con placer el frío cuchillo junto a la cajetilla -. El año pasado descubrió Francone este sitio – añadió, entrando tras él y dejando abierta la puerta para que entrase un poco de luz en la barraca-. Todos lo han olvidado. Acaso nadie sabe que existe. ¿Sabes?, era la barraca de los obreros que trabajaban en esos cables de alta tensión. Cuando terminaron de trabajar lo dejaron aquí todo, incluso las estufas, las lámparas de petróleo y el petróleo. Mira, en esa mesa debe de estar la lámpara.
Encendió el cigarrillo, y, en la oscuridad de la barraca que olía a polvo, la breve luz del encendedor puso de manifiesto dos largas mesas y unas sillas volcadas en el suelo. Y mientras volvía a dejar el encendedor en el bolso, pensaba en Francone, que había muerto, y que todo había acabado con su muerte, incluso ella, pero ella no moriría en una asquerosa cárcel; ella no se dejaría agarrar nunca, y así, al dejar el encendedor, tomó el cuchillo, porque tenía que destruir a uno de los testigos de su venganza, y las pastillas tonificantes que todavía había tomado en el coche mientras lo conducía hasta allí, le daban ahora suficiente energía para dar el golpe en la espalda de aquel joven testigo, al que por encima de todo odiaba porque era joven, y porque estaba sano, mientras ella era vieja y estaba acabada, y dio en efecto aquel golpe con todas sus fuerzas, y Carolino, que estaba mirando la polvorienta mesa sobre la cual ella había dicho que estaría la lámpara que había que encender, se volvió de pronto, sin un grito, sin experimentar dolor y sin comprender lo que estaba sucediendo. Sólo por instinto, al volverse, se llevó la mano adonde ella lo había herido agujereando la chaqueta, el suéter, la camisa y la camiseta, y habiendo hallado el cuchillo, la mano, instintivamente, lo agarró y lo arrancó del cuerpo.
Entonces gritó, con el cuchillo ensangrentado en la mano, mirándola a ella y sintiendo de pronto, además del dolor, el calor de la sangre, que le resbalaba de los riñones.
– Pero… yo… – estertoró estúpidamente mirándola, con el cuchillo goteando sangre en la mano -. Yo… ¿qué quieres?…
Ella se arrojó encima de él para arrebatarle el cuchillo y herirlo de nuevo, y entonces él comprendió: aquella mujer quería matarlo. No pensó nada, no se hizo ningún razonamiento, tampoco vio nada, y no porque la polvorienta barraca estuviese a oscuras, sino porque estaba ciego de miedo, de agotamiento y de dolor, y dio un golpe con la rodilla a la mujer. Por casualidad, el rodillazo, violentísimo, le dio exactamente bajo la barbilla, mientras ella gritaba con la lengua fuera:
– ¡Puerca chinche, puerca chinche!-y le cerró de golpe las mandíbulas y pilló la lengua entre los dientes; la aturdió hiriéndole la lengua de tal modo que la mujer cayó al suelo dando un alarido, para callarse inmediatamente por haber perdido el conocimiento, la boca llena de sangre.
En el silencio, Carolino, de pie, la miró un instante, dominándola con su estatura, y se llevó instintivamente una mano a los riñones donde había sido herido, y la mano, aunque ya no salía mucha sangre, se empapó de pronto. Luego, dando traspiés y jadeando, salió fuera de la barraca, con el deseo de pedir socorro, pero la lucidez mental que se estaba abriendo camino en él le aconsejó que no gritase y tratara de salvarse solo.
Cerca de la barraca estaba detenido el coche. Un rayo de sol, que llegaba de muy lejos y atravesaba la niebla, iluminaba escenográficamente el automóvil. Parpadeó al reflejo del sol y pensó qué podía hacer. Todavía no pensaba por qué Marisella había querido matarlo; pensaba solamente que tenía que alejarse de ella e ir en busca de alguien que lo ayudase porque estaba herido y el dolor de sus riñones era cada vez más grande.
Subió al coche. No había nada a su alrededor, excepto las torres metálicas, v aquellas lejanas masas de niebla sobre los arrozales, y el cielo azul a través de los bancos de niebla. Puso en marcha el coche; no tenía necesidad de carnet, ni de la mayoría de edad. Sabía conducir muy bien. Lo único que no sabía era adónde ir, pensaba conduciendo, oscurecida la vista de vez en cuando por violentos vértigos. ¿Al primer pueblo? Sí. ¿Y después? ¿Al médico? ¿Al hospital? Lo detendrían en seguida y lo llevarían a la enfermería del Beccaria.
Saliendo del pedregoso camino, entró en la provincial Magenta-Milán, en dirección a Milán, conduciendo a veinte por hora, con una sola mano porque con la otra se apretaba los riñones, donde sentía no sólo dolor, sino la sensación de perder el conocimiento y la vida.
Muchos otros coches lo dejaron atrás, asordándolo con el claxon porque iba demasiado despacio y adelantándole; el conductor miraba hacia él y, a pesar de la rapidísima mirada, se daba cuenta de que al volante iba un chiquillo, chiquillo aunque parecía un hombre, y al final alguien se daría cuenta de que él era realmente un chiquillo y que aun no tenía edad para conducir, y se detendría, lo detendría; vería también que estaba herido y mal, lo llevaría al hospital y daría parte a la policía.
Todo lo que pensaba para salvarse, acababa siempre en lo mismo: policía, y policía quería decir Beccaria, y lo que no quería era el Beccaria, aunque le costase la vida. Prefería morir así, desangrado, en una carretera, antes que ir allí.
Mientras conducía tan despacio y pensaba en buscar su salvación, vio que más adelante había la señal de un aparcamiento. Dejó cautamente la carretera, cautamente entró en el desnudo y pedregoso espacio llamado aparcamiento y no vio que hubiera ningún otro coche y esto lo hizo feliz, y lo hizo feliz también la mucha niebla que había, a través de la cual no podía abrirse paso el sol, y en medio de la cual se sentía protegido porque le escondía.
Siempre con una mano en los riñones, en el lugar de la herida, se deslizó del asiento apartándose del puesto del conductor. Para un menor era peligroso estar ante el volante. En cambio, en el asiento de al lado podía decir que esperaba a su padre. Y mientras pensaba esto, satisfecho de haber encontrado un refugio en aquel aparcamiento abandonado donde probablemente nadie aparcaba nunca, escondido por la niebla, le asustó sentir una pasión de sueño; la pérdida de sangre y el dolor continuo le dieron sueño. Era sueño, aunque parecía desvanecimiento.
Pero de vez en cuando se despertaba cuando por la carretera pasaba un autocar y tocaba el claxon, o cuando a su derecha, al otro lado de un fangoso canal, del cual llegaban a él los miasmas, pasaba un tren que llenaba el aire de un retumbo lleno de furor y hacía vibrar el coche utilitario y a él que estaba dentro. Y, al despertarse, sentía aquel dolor en los riñones e instintivamente se quejaba, y, abriendo los ojos, intentaba comprender en qué mundo vivía y que estaba en ese mundo, y lo conseguía, y recordaba que se encontraba en la carretera de Milán, y que estaba herido, acuchillado, y que no tenía ninguna esperanza. No tenía miedo de morir; a los catorce años la muerte es un concepto sin sentido, algo que afecta a los demás y no a nosotros. Sólo tenía miedo de volver al Beccaria, y no porque en el fondo hubiese estado allí tan mal, sino por una especie de cuestión de principio y al mismo tiempo de terror ciego, sin motivo.
Luego comenzó a desvelarse cada vez más, a evadirse cada vez con mayor frecuencia de aquel malsano torpor, y comenzó un nuevo tormento. No sólo hacía muchas horas que no había bebido nada, sino que la pérdida de sangre había aumentado la deshidratación; tenía secos los labios y la lengua. Era menester ir a algún sitio a beber algo; le ardía el estómago, pero comprendía que no podría entrar en ningún bar ni en ninguna hostería o lugar cualquiera, porque todos se darían cuenta de que estaba herido, y esto significaría el fin.
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