Giorgio Scerbanenco - Muerte en la escuela

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La señorita Matilde Crescenzaghi, maestra de la escuela nocturna Andrea y Maria Fustagni, ha sido brutalmente violada y asesinada. En el momento de los hechos, los once alumnos de la clase se encontraban en el aula, pero una férrea ley del silencio sume en el desconcierto a los investigadores. Duca Lamberti tendrá que enfrentarse en esta nueva entrega a un mundo de marginación, miserias y venganzas si quiere encontrar la verdad.

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Todavía resistió a la sed. Ahora todo estaba oscuro. Quién sabe desde cuándo sería de noche. Resistió hasta que la sed se hizo espasmódica, torturante. Sentía tan hinchada la lengua que hasta le impedía respirar normalmente. En efecto, estaba estertorando, pero no se daba cuenta; estertoraba sólo en aquel lugar desolado, en la baja y húmeda llanura milanesa del magentino y, estertorando, surgió ante él, junto con incontables imágenes de agua discurriendo por todas partes, grifos, cascadas y fuentes, la imagen de aquel policía.

A él no le gustaban los policías, pero aquél, aunque era muy policía, le había parecido accesible y comunicativo, como nunca lo habían sido para él los demás. Por otra parte, era un policía en cuya casa había vivido unos cuantos días; un policía que tenía tina hermana, un policía que tenía una chica, un policía que le había comprado ropas nuevas, desde los calcetines hasta la corbata, desde la camisa a los zapatos, y esto, habitualmente, no lo hacen los policías.

Pensó que si había alguien que pudiera darle de beber sería ese policía. Herido como estaba, no podía ir a ningún sitio, ni tampoco tenía fuerzas para ir por el campo en busca de cualquier canal o de cualquier fuente. Sólo ese policía le daría de beber, pensó estertorando y estremeciéndose, ahora también a causa de la fiebre que se iba apoderando de él, y así, estertoroso y estremecido, se deslizó de nuevo sobre el asiento y volvió al volante, puso en marcha el coche, embragó lentamente y salió del aparcamiento, a diez por hora; encendió las luces bajas, porque ya era noche cerrada, y pensó que tenía que ir a la plaza Leonardo da Vinci, a ver a aquel policía, y así podría beber, y no sólo esto: era el único policía al que no tenía miedo. Plaza Leonardo da Vinci, pensó conduciendo, Milán, Plaza Leonardo da Vinci. Y tenía que llegar allí sin incidentes, tenía que llegar a la casa de aquel policía, único ser en el mundo, aunque la tarde anterior había huido de él, con quien comprendía que podía comunicarse y a quien podía pedir ayuda, sin temor y sin desconfianza.

6

Consiguió llegar a Milán, plaza Leonardo da Vinci, y ante aquel portal, cuando estaba amaneciendo, pero había olvidado que cuando está amaneciendo los portales están cerrados, y que cuando amanece los porteros duermen.

Podía ir a telefonear; conocía el nombre del policía: Duca Lamberti. Tenía que ir a cualquier lugar que estuviese abierto a aquella hora, pero al alba está casi todo cerrado, para comprar una ficha y telefonear, cosas superiores a sus fuerzas ya. Y en efecto, se desvaneció; resbaló lentamente en el asiento, y gimió al desvanecerse porque con el movimiento la herida del cuchillo en la espalda se distendió: se movieron los labios de la herida y la sangre, contenida hasta entonces, volvió a brotar abundante, fluente, pero él ni siquiera se dio cuenta.

Se movió sólo cuando oyó aquella voz, la voz del policía, el policía que lo había sacado del Beccaria, que lo había llevado de paseo, que lo había lavado y que le compró prendas nuevas de vestir.

– Carolino, Carolino.

Y él sólo dijo:

– Tengo sed, mucha sed.

No dijo que estaba herido, porque ya no lo recordaba. Sólo tenía sed.

Duca había llegado al portal de su casa y encontró parado aquel coche, miró dentro y vio a Carolino tendido en el asiento delantero, como si estuviese durmiendo, pero en seguida comprendió que no dormía. Lo sacudió y entonces vio la mancha oscura de la chaqueta, bajo la espalda, y en seguida pensó en la sangre, y mientras Carolino respondía: "Tengo sed, mucha sed", tocó la mancha, y era una mancha húmeda que dejó en sus dedos rojizas huellas.

– Sube al volante y vamos al Fatebenefratelli – dijo a Livia.

Sin apartar a Carolino siquiera un milímetro, Livia se puso al volante del pequeño coche. Duca se instaló detrás y llegaron al Fatebenefratelli cuando la aurora enrojecía los tejados de Milán, y con aquella luz rosada Carolino llegó al quirófano, y dos jóvenes médicos del turno de noche y dos enfermeras, mientras Duca lo presenciaba todo, se lo disputaron, desnudándolo, lavándolo, anestesiándolo, le cosieron la herida, le llenaron de plasma las venas y lo hincharon con una hipodermoclisis, hasta que los labios de él, que se habían hecho rasposos como virutas de hierro a causa de la deshidratación, se ablandaron, humedecidos y vivificados y recobraron un sano color rojo.

– Un milímetro más y la cuchillada le separa un riñón – dijo uno de los dos jóvenes y voluntariosos aspirantes a cirujanos del turno de noche.

Carolino, cosido y ya no devorado por la sed, inconsciente, vivo aunque en peligro, viajó en una camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Las dos enfermeras lo trasladaron al lecho y luego se fueron, después de haber bajado las persianas de la ventana para que el rojo sol de la fría aurora no entrase tan descaradamente.

Con las persianas bajas, el sol entró sólo a rayas, rayas que marcaban con otras tantas franjas las figuras de Livia y Duca, sentados al lado del lecho donde Carolino dormía su sueño químico, ignorante de haber estado tan cerca de la muerte, ignorante de todo, afortunadamente para él, abandonado al bienestar de la hidratación satisfecha y del anestésico.

– ¿No hay peligro? – preguntó Livia, con el rostro surcado por las rayas de sol rojo procedentes de la persiana.

– No lo sé; tal vez sí – repuso Duca.

– ¿Cuándo se despertará? – inquirió Livia.

– Dentro de un par de horas – contestó Duca.

– ¿Cuándo podrá hablar? – preguntó ella apremiante.

Aquel chiquillo herido de una cuchillada tendría muchas cosas que contar y estas cosas ayudarían a Duca a descubrir la verdad, y la verdad era lo único que a ella y a Duca les interesaba, aunque luego no sirviera para nada.

– Es mejor no forzarlo – repuso Duca -, pero no antes de la noche.

De la aurora a la noche era un tiempo demasiado largo, pero Duca y Livia se apartaban sólo por turno del lecho del muchacho; unas veces se levantaba Duca v salía al pasillo a fumar un cigarrillo, y otras veces ella, Livia. A las nueve, avisado por Duca, llegó Càrrua. Miró a Carolino dormido en su cama y miró a Duca, preguntándole con la mirada qué había sucedido.

– Alguien le ha dado una cuchillada – dijo Duca -. No sé quién ha sido; todavía no he podido hablar con él.

Hablaban en voz baja, mirando a Carolino, no mirándose uno a otro. Càrrua preguntó.

– ¿Está en peligro?

– Me temo que sí, pero han de pasar todavía veinticuatro horas – repuso Duca.

– ¿Y si se muere? – dijo Càrrua.

Duca no contestó, pero entonces los dos se miraron, muy cansados.

– Te he preguntado qué haremos si el chico se muere – preguntó Càrrua.

Duca no respondió. Cuando uno se muere no hay nada que hacer, excepto enterrarlo.

– Somos responsables de haber mandado a un menor a que lo acuchillaran, ¿lo sabías? – dijo Càrrua, y hablaba con voz baja, tan insólita en él.

Sí, lo sabía. Ni siquiera esta vez Duca respondió.

– Procura que no se muera – continuó Càrrua.

Su mirada se encendió como si repitiera su amenaza: o te estrangularé con estas manos.

Duca asintió. De acuerdo, procuraría que no se muriese.

Poco antes de las diez Carolino abrió los ojos, pero se evidenciaba que aún seguía inconsciente. Después volvió a dormirse, pero con un sueño más ligero; de vez en cuando se movía en el lecho, suspiraba y estiraba las largas piernas. Poco después de las diez y media volvió a abrir los ojos, miró a Livia, que estaba sentada frente a él, y le sonrió.

– ¿Cómo te encuentras, Carolino? – preguntó Livia, acercando la cara a aquel muchacho para hablarle al oído, de modo que él no tuviese que hacer esfuerzo alguno para oírla.

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