– Porque – dijo Duca, y una de sus manos tocó la cara de ella, era una mano tan grande que casi le cubría la cara, y sintió su cálida, ahora irregular respiración que le calentó de pronto la palma-, porque si es una mujer inteligente, y lo debe de ser, si conoce a la policía, y debe de conocerla, habrá tenido miedo de las salidas de la ciudad. Yo no he hablado con Càrrua de esto, pero ella no lo sabe y habrá pensado que las carreteras estarán vigiladas. Por tanto, no se ha alejado mucho de Milán. Se ha apartado de las grandes carreteras; se mueve por rutas secundarias, por caminos comunales -. Duca le acarició los cabellos, como se hace a una niña y con los mismos sentimientos. – Se ha dirigido a un lugar preciso que ella conoce donde poder esconder a Carolino, incluso muchos días.
– Entonces – dedujo ella – hemos de buscar un lugar cerca de Milán, pero en el campo, no cerca de los pueblos de los alrededores, donde alguien pueda esconderse también durante un tiempo.
Sencillo, pensó él. Sin darse cuenta le tiró un poco de los cabellos.
– Nunca se ha encontrado nada ni a nadie con deducciones de este tipo. Lo he intentado por complacerte, pero no sirve. Debes convencerte de que no existe ningún punto de partida para iniciar la búsqueda. No puedo hacer nada. He perdido al chico, y lo he perdido. Es inútil que me haga ilusiones: no hay ninguna huella que seguir, de ninguna clase.
– No me tires del pelo – dijo ella.
– Perdóname – se excusó Duca. Volvió a poner delicadamente la mano sobre su cara, a sentir su delicada e irregular respiración, irregular porque en realidad no estaba acostumbrada a permanecer tendida sobre las piernas de un hombre -. Y lo he perdido todo. Mañana por la mañana tendré que ir a ver a Càrrua y decirle que he perdido a Carolino, y, al mismo tiempo, habré de entregarle también mi credencial, de manera que, además de ser ex médico, seré también ex policía. Y es mejor que vaya a ver a Càrrua mañana bien temprano; cuanto antes mejor.
– ¿Por qué?
Duca no se lo dijo en seguida. Hay cosas demasiado tristes de explicar y que requieren tiempo.
– Porque no estoy seguro de qué manera esta mujer quiere ayudar a Carolino y de qué forma desea esconderlo. Es posible que quiera esconderlo para siempre.
Livia Ussaro, la razonadora jugadora de ajedrez, apartó la dulzura de aquella mano que le pesaba en la cara. Se sentó junto a él. Había comprendido exactamente, pero Duca le aclaró todavía más el concepto mientras ella se componía los cabellos.
– Probablemente, si pudiera, esa mujer mataría a los once muchachos que conocen la verdad sobre ella, aun cuando por el momento no hayan hablado todavía. Si no lo hace es porque no puede. Pero Carolino está en sus manos y ella puede tener miedo de que se vaya de la lengua antes que os demás. Y si lo mata, no sólo Carolino ya no hablará, sino que los demás, que se enterarán en seguida de la noticia, de la muerte de Carolino, tendrán un motivo más para callar.
Sacudió la cabeza. Había perdido, lo comprendía, y cuando uno pierde no cabe otro remedio que resignarse. Tenía frío, a pesar de que la habitación estaba muy caldeada, más bien demasiado. Era el frío anormal de la angustia; veía el delgado rostro de Carolino, su larga nariz, sus saltones ojos basedovianos, su vaga apariencia de tísico… y lo había dejado escapar, y él había sido derrotado. Miró el reloj: casi las dos. ¿Estaría vivo aún Carolino?
– Toma un somnífero – dijo Livia -. Tengo en el bolso. Algunas veces yo tampoco puedo dormir.
Él dijo que no. También él era un poco un razonador jugador de ajedrez; no le gustaba el sueño artificial, el sueño químico.
– De nada te sirve estar con los ojos abiertos pensando – le replicó ella, pero fue inútil: no tomó el somnífero.
A las cuatro estaban en la cama, abrazados, pero vestidos, sobre la colcha. Él ni siquiera se había quitado los zapatos.
– ¿Qué hora es? – le preguntó él con la cara escondida en su cuello, sofocado por la corbata y con el revólver que le pesaba en el costado.
– Las cuatro – dijo ella.
Las cuatro. ¿Dónde estaría Carolino a aquella hora? ¿Viviría aún?
Livia se apartó de él y saltó del lecho.
– Tengo frío aquí, sobre la colcha.
Se quitó el suéter y la falda y, al quitarse ésta, algo cayó al suelo. Duca se sobresaltó.
– ¿Qué ha sido?
– El revólver – respondió ella -. Me dijiste que lo llevara en el portaligas, y en el portaligas lo llevo.
Él sonrió respirando con fuerza. Era una risa fatigosa, amarga. Mientras comenzaba a desnudarse, pensó que le había dicho que llevara el revólver en el portaligas, y ella lo llevaba allí religiosamente. Se quitó con alivio los zapatos, con alivio se deshizo el nudo de la corbata, se quitó la camisa, la camiseta y siguió respirando con fuerza con aquella amarga sonrisa y risa que lo sacudía.
– No te rías; basta ya – Livia Ussaro se estremecía entre las frías sábanas -. No te rías así.
– Río como me da la gana.
– Basta, o me levanto y me voy.
La voz de ella era severa e implorante. Él dejó de reír y buscó refugio en ella.
– Perdóname.
– Duerme – dijo ella – y caliéntame.
Harían el amor en otra ocasión; ella lo sabía. Él la calentó, pero no dormía; le hacía cosquillas en el cuello con la mejilla sin afeitar, y su respiración era un soplo cálido sobre el pecho, que le impedía dormir. De vez en cuando él se movía un poco, apenas unos milímetros, no más, pero ella comprendía.
– Son más de las cinco y cuarto – le decía.
Quería saber qué hora era, y quería seguir pensando dónde podía estar Carolino a aquella hora.
En un lugar que no debía estar muy lejos de Milán, pero que ni siquiera debía de ser un pueblo cerca de Milán, porque los pueblos pequeños son peligrosos para esconderse, ella detuvo el coche y, con nerviosa sonrisa de sus chupados y sutiles labios, que el carmín no lograba hacer más jóvenes, sino todo lo contrario, dijo a Carolino:
– Aquí estaremos seguros.
Carolino se apeó con ella. Hacía un instante habían dado las tres, y el campo, llano, estaba lleno de niebla y raso. No había árboles; era tierra sin verdor, no cultivada, atravesada de una parte a otra del horizonte por las larguísimas piernas de gigante de las altísimas torres metálicas que sostenían los cables de la corriente de alta tensión. No había pueblos cercanos, y sólo a cierta distancia comenzaban los arrozales que se distinguían del resto de la llanura por la espesa capa de niebla que los cubría. Carolino no comprendió siquiera que aquellas lejanas y fluctuantes nubes de niebla sobre el campo ocultaban los arrozales, pero tampoco, de haberlo sabido, le habría importado. Miró con más interés una larga barraca de madera, de entradas y ventanas protegidas con barrotes, y leyó el cartel, casi descolorido del todo, pero todavía legible: EN EL - Central Electrica Magentina - Sector 44 - Prohibida la entrada a toda persona ajena a la empresa - Cuidado con las torres - Peligro de muerte.
Carolino miró un poco de niebla que se amontonaba sobre una torre cercana, miró también una chimenea de palastro que salía del tejado de la barraca de madera que en otro tiempo acogió a los obreros de la empresa, y por último miró a ella, a Marisella Domenici.
– Ven – dijo ella -. Aquí no hay nadie.
Y así era, en efecto. A pocos kilómetros de Milán, en una zona pululante de pueblos y aldeas y arrabales, no había nadie, no había nada, ni casas, ni caminos y aquél por el cual habían llegado hasta aquel lugar era sólo un sendero trazado por los tractores que habían llevado hasta allí el material para construir las torres metálicas. Ella se detuvo ante una de las puertas atrancadas de la barraca y le sonrió. La puerta debía de estar atrancada desde hacía tiempo, porque una abundante telaraña estaba tejida en torno de toda la cornisa. Un solo' puntapié de ella bastó para que la puerta se abriese con toda la telaraña.
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