Casi a la vez que el último de los hombres de Nadie caía vi a Adamson salir de la noche y acercarse a Nadie. Antes de que éste pudiera impedirlo, lo obligó a darse la vuelta y le arrebató la caja.
– Yo me ocuparé de esto, gracias.
Los hombres de Nadie formaban un pulcro montón maniatado, tierra adentro, a varios metros de donde estábamos. A su lado había un hombre al que yo ya había visto antes, una sola vez, y que no me costó trabajo alguno reconocer. Nos miraba con una ceja enarcada, los brazos cruzados sobre el pecho poderoso y un mechón de cabello negro cayéndole sobre la frente.
Holmes me hizo una seña y echamos a andar hacia donde estaban Adamson, un furioso Nadie y una inmóvil Anni, a quien todo aquello parecía haberla dejado indiferente. Una vez que se hubo asegurado de que los hombres capturados no eran un problema, Kent se reunió con nosotros.
– Buen trabajo, muchacho -le dijo Holmes-. Veo que sigue en buena forma.
Kent sonrió y, al hacerlo, pareció un niño travieso.
– Me tomo mis cereales para desayunar, ya lo sabe -dijo.
– No es que esperase vítores de agradecimiento -interrumpió Adamson-, pero unas palmaditas en la espalda no habrían estado mal.
Sostenía la caja en alto. La abrió unos centímetros y vimos asomar un resplandor verdoso de ella. Me di cuenta de que Kent parpadeaba y que el sudor perlaba su frente. Dio un paso y pareció tropezar.
Adamson cerró de nuevo la caja y se la tendió al superhombre.
– Tenga, guárdelo a buen recaudo -dijo-. O destrúyalo, como le plazca. El plomo de la caja debería contener la mayor parte de las radiaciones, pero nunca se sabe.
– Ha sido… -empezó a decir Kent, que se había recuperado enseguida.
– Sí, me lo supongo, más bien desagradable.
– No, no me refería a eso. Ha sido rápido. Mucho más que antes.
Holmes asintió. Miró a Nadie, quien nos contemplaba ceñudo.
– ¿Lo has destilado? -preguntó el detective.
Nadie se encogió de hombros.
– ¿Destilarlo? -preguntó Kent.
– Supongo que algo parecido. Nadie sabe dónde están los restos de la nave que lo trajo aquí, muchacho, y sabe qué efectos le causan a usted esos restos de su planeta natal, seguramente envenados por la radiación de los propulsores de su nave, o de la fuente de energía que usaba, quién sabe. Así que los ha recolectado y los ha… concentrado. Por eso su efecto ha sido tan rápido.
Kent asintió y una sombra pasó por su rostro. Seguramente en aquellos momentos recordaba su viaje a Tunguska y lo que le había pasado al acercarse al lugar donde había caído su nave.
– Bien, Harbert -dijo Holmes, volviéndose a Nadie-, no parece que tus planes vayan a salir como creías.
– Te he dicho que no me llames así.
– Lo sé, pero en estos momentos no estás en situación de imponer tus condiciones. Bueno, no importa, confieso que siento curiosidad por saber qué pretendías.
– Te lo he dicho. Esta… cosa y sus dos compañeros fueron unos aliados valiosos durante un tiempo. Traicioneros, pero útiles. Pero, a la larga, sus objetivos y los míos son incompatibles. Ellos pretenden destruir este mundo. Y nada más lejos de mi intención, créeme.
– Sí, poseer algo que no existe puede resultar más bien difícil -dijo Adamson.
Nadie se limitó a mirarlo con desprecio.
– Así que tarde o temprano tenía que deshacerme de ellos. Tú me ayudaste cuando acabaste con Wiggins. Y Crowley… bueno, parece que el tiempo simplemente se ha ocupado de él. Sólo quedaba ella. Y quiero asegurarme de que dejen este mundo y no vuelvan.
Aquello sonaba razonable. En realidad, me dije, era más o menos lo mismo que queríamos nosotros. Así que, en cierto modo, éramos aliados. Entonces, ¿a qué venía todo aquello, para qué tanto estorbarnos unos a otros si todos pretendíamos lo mismo?
– Me temo que va a haber una pequeña variación en sus planes -dijo Adamson.
Sin esperar respuesta, que tampoco obtuvo, se dirigió hacia Anni. Desató sus manos y luego la hizo girarse y mirarlo.
Capítulo VI. La superviviente que decide
Mi primer impulso fue detener a Adamson, y vi que por la mente de Kent pasaba algo parecido. Holmes nos interceptó a ambos con una sola mirada y nos hizo una señal de que nos retiráramos un poco.
– Se lo prometí -nos dijo.
Kent dudó unos instantes, pero aceptó la decisión del detective. En cuanto a mí, creo que por primera vez desde que habíamos empezado a trabajar juntos estuve a punto de no hacerle caso. Lo notó, por supuesto.
– William -dijo suavemente.
Aquello me detuvo. Asentí a regañadientes y me uní a él y al superhombre. A unos metros frente a nosotros, al borde mismo de la Boca del Infierno, Adamson hablaba con Anni. La noche estaba despejada y la mañana se acercaba con rapidez. El rugido del mar llegaba hasta nosotros atenuado, convertido en un sonsonete de fondo que le daba a la conversación una apariencia irreal, pero no nos impedía escucharla con claridad.
– Ahora la elección es tuya -decía Adamson-. Ni Wiggins ni Crowley pudieron elegir. El primero estaba demasiado roto y el segundo fue asimilado por completo por los recuerdos ajenos que absorbió. Pero tú no. Sigues siendo Anni Jaeger y, de algún modo, te las has apañado para integrar esa memoria ajena dentro de ti. Tienes elección, cosa que los otros dos no tuvieron jamás.
Anni contempló a Adamson como si no terminara de creer lo que veía. Meneó la cabeza de un lado a otro.
– No entiendo…
– No es necesario que lo entiendas. Basta con que lo sepas. Puedes elegir. Nosotros respetaremos tu elección.
– ¿Tengo realmente elección? ¿De verdad crees que he venido hasta aquí obligada, que no podría haberme librado de Nadie y los suyos de haber querido? No hay elección. No puedo hacer otra cosa.
– No, Anni, eso no es cierto. Claro que la hay. La hay siempre. Quizá sea demasiado dolorosa para optar por ella, pero existe.
– Te has vuelto demasiado humano -dijo ella con desprecio.
– Seguramente eso es lo que piensan en el lugar de donde vengo. Tú, sin embargo, no te has vuelto lo suficientemente inhumana. No quieres hacer esto. Una parte de ti, al menos, no quiere hacerlo.
– Pero la otra sí.
– ¿Y si no hay «otra parte»? Sigues pensando en ti como en alguien dividida, como en dos personas que se comunican dentro de tu cabeza. ¿Y si no es así? ¿Y si eres una sola?
– ¿Y si el cielo fuera púrpura y los cerdos volaran?
Me di cuenta de que Adamson hacía verdaderos esfuerzos por contener la risa.
– Yo diría que eso ha sido bastante humano, Anni.
– Quizá.
Se acercó más a ella, tanto que por un momento pareció que iba a besarla. En lugar de eso, empezó a susurrarle al oído. No podía oír lo que decía, pero vi el cambio que apareció en el rostro de Anni a medida que Adamson iba hablando. Ceñuda al principio, terca, obstinada, defendiendo algo precioso contra las palabras invasoras. De pronto, casi sin solución de continuidad, pareció indefensa, al borde mismo de la derrota. Y un momento más tarde alzó el rostro al cielo y estuvo a punto de sonreír. Se la notaba tranquila, en paz.
Miré a Holmes, quien contemplaba la escena con gesto pensativo. Kent, a su lado, fruncía el ceño y meneaba la cabeza. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, esbozó una sonrisa de circunstancias y dijo:
– No puedo oír lo que están diciendo.
Me encogí de hombros y volví a mirar en dirección a la Boca del Infierno. Adamson se alejaba de Anni.
– ¿Y bien?-preguntó.
– Lo pensaré.
– Claro. Tómate tu tiempo.
Esbozó una sonrisa torcida y retrocedió un par de pasos. Nos hizo una señal y lo imitamos, alejándonos de ella tres o cuatro metros y dejándola sola.
Читать дальше