– Usted eligió la mejor.
– Sin embargo, después de ganar el premio empezó a preocuparse. Al principio no quería decirme por qué. Al encontrar unos recortes de periódico escondidos en un cajón me enteré de que la fotografía había provocado muchas controversias. Algunos hablaban del «mensaje político» que transmitía.
– Sí, en aquella época se le podía dar una interpretación política a cualquier cosa.
– Y durante la Revolución Cultural, mi marido fue sometido a las críticas de las masas por esta foto. El presidente Mao sostenía que había quien atacaba al Partido a través de novelas, por lo que los Guardias Rojos afirmaron que Kong había atacado al Partido a través de la foto. Como les sucedió a otros «monstruos», tuvo que permanecer de pie con una pizarra colgada al cuello, en la que habían escrito su nombre tachado.
– Fueron muchos los que sufrieron. Mi padre también tuvo que permanecer de pie, doblado por el peso de una pizarra.
– Para colmo, lo obligaron a revelar la identidad de la mujer de la fotografía, y eso lo afectó muchísimo.
– ¿Quién lo presionó? -preguntó Chen-. ¿Le contó algo al respecto?
– Una organización de Rebeldes Obreros, creo. Revelar la identidad de la modelo iba en contra de su ética profesional, pero la presión fue demasiado fuerte y finalmente cedió, pensando que posar para una foto no era ningún delito. Después de todo, no salía nadie desnudo ni tenía nada de obsceno.
– ¿Supo qué le pasó a ella?
– Al principio no. Pero al cabo de un año, más o menos, se enteró de su muerte. Lo sucedido no tuvo nada que ver con él, en aquella época moría muchísima gente. Y quizá no fue demasiado sorprendente que le pasara a alguien que venía de una familia como la suya, siendo ella además una «artista burguesa». A pesar de todo, la incertidumbre lo corroyó a partir de entonces.
– No debió ser tan duro consigo mismo. Habrían descubierto la identidad de la mujer de todos modos -afirmó Chen, pensando que el viejo fotógrafo quizás estuviera enamorado de ella. No le pareció que tuviera sentido mencionar eso, por lo que cambió de tema-. Veamos, usted ha mencionado que su marido usó cinco o seis carretes para sacar esta foto. ¿Guardó las demás copias?
– Sí, las guardó en una carpeta aun sabiendo que corría un riesgo, e incluso me las ocultó a mí. También guardó una libreta. «La carpeta del vestido mandarín rojo», la llamaba. Después de su muerte descubrí las fotografías por casualidad. No me atreví a deshacerme de ellas, porque debieron de significar mucho para él.
La señora Kong abrió un cajón del armario y sacó un sobre grande que contenía un cuaderno y un sobre más pequeño. F.n el interior del segundo sobre había un puñado de fotografías.
– Aquí las tiene, inspector jefe Chen.
– Muchísimas gracias, tía Kong -respondió Chen, levantándose-. Se las devolveré en cuanto las haya visto.
– No se preocupe, no me sirven de nada. -Luego añadió-: Pero no se olvide de la promesa que hizo en el templo.
– No me olvidaré.
Era una selección hecha al azar. Chen empezó a leer el cuaderno en un taxi nada más salir del edificio de la tía Kong. Su marido había incluido muchas anotaciones sobre la sesión fotográfica. Descubrió a la modelo en un concierto, tras sentirse hechizado por «su sublime belleza durante el conmovedor climax musical». Después, un Joven Pionero corrió hasta el escenario, llevándole un ramo de flores. El niño resultó ser su hijo, y ella lo abrazó tiernamente. Después del concierto, pasó una semana intentando persuadirla de que posara para él. Le costó mucho conseguirlo, porque a ella no le interesaban ni el dinero ni la fama. Finalmente, logró hacerla cambiar de opinión al prometerle que la fotografiaría junto a su hijo. Sacó la fotografía en el jardín trasero de la mansión familiar.
Chen se saltó las notas técnicas sobre luz y ángulos y llegó a una página en la que había anotada la dirección del lugar de trabajo de la modelo: el Instituto de Música de Shanghai. Debajo de la dirección había un número de teléfono. Por alguna razón, Kong escribió su nombre en el cuaderno una sola vez: Mei.
Chen comenzó a examinar las fotografías. Había un número considerable de ellas, y, como le sucediera al viejo fotógrafo, se sintió cautivado por la belleza de la mujer.
– Lo siento, he cambiado de opinión -le dijo al taxista, levantando la vista de las fotografías-. Por favor, lléveme al Instituto de Música de Shanghai.
Su visita al instituto no empezó con buen pie.
El camarada Zhao Qiguang, actual secretario del Partido en el instituto, aunque se mostró respetuoso con Chen no fue de gran ayuda. Zhao tuvo que buscar los datos en el registro antes de poder decirle algo sobre Mei. Según Zhao, tanto Mei como su marido Ming habían trabajado en el instituto. Ming se suicidó durante la Revolución Cultural, y su esposa murió en un accidente. Zhao desconocía la existencia de la fotografía.
– Llegué al instituto hará unos cinco o seis años -dijo Zhao a modo de explicación-. La gente no tiene demasiadas ganas de hablar sobre la Revolución Cultural.
– Sí, el Gobierno quiere que el pueblo mire hacia delante, no hacia atrás.
– Debería intentar hablar con algunos de los empleados más antiguos. Puede que sepan algo, o puede que conozcan a alguien que lo sepa -sugirió Zhao, mientras garabateaba varios nombres en un trozo de papel-. Buena suerte.
Sin embargo, los empleados que conocieron a Mei o se habían jubilado o habían muerto. Después de dar unas cuantas vueltas por el instituto, Chen localizó al profesor Liu Zhengquan del Departamento de Instrumentos.
– ¡Ésa es Mei! -exclamó Liu, examinando la fotografía-. Pero nunca había visto esta foto.
– ¿Me podría decir algo sobre ella?
– La flor del instituto, caída demasiado pronto.
– ¿Cómo murió?
– La verdad es que no lo recuerdo. Tendría treinta y tantos años entonces, y su hijo unos diez. ¡Qué tragedia!
– ¿Qué le pasó a su hijo?
– No lo sé -respondió Lu-. No estábamos en el mismo departamento. Tendría que hablar con otra persona.
– ¿Podría decirme a quién puedo preguntárselo?
– Bueno, podría hablar con Xiang Zilong. Ahora está jubilado y vive en el distrito de Minghang. Ésta es su dirección. Creo que aún lleva una foto de Mei en la cartera.
Era una indirecta sobre la admiración que Xiang había sentido por Mei. Xiang era un romántico que aún llevaba una foto suya al cabo de tantos años.
Chen le dio las gracias a Liu, miró el reloj y salió de inmediato en dirección a Minghang. No había tiempo que perder.
El distrito de Minghang, zona industrial en el pasado, estaba a una distancia considerable del centro de la ciudad. Afortunadamente, el metro paraba ahora allí. Chen tomó un taxi para llegar lo antes posible al metro, y después de veinte minutos salió de la estación y tomó otro.
Shanghai se había expandido rápidamente. En Minghang también habían construido numerosos edificios de viviendas nuevas que relucían bajo el sol de la tarde. El taxista tardó bastante en encontrar el edificio de Xiang.
Chen subió las escaleras de cemento y llamó a una puerta de imitación de roble en la segunda planta. Alguien abrió con cautela. Chen entregó su tarjeta a un hombre alto y demacrado con el rostro surcado de arrugas, que llevaba un albornoz de algodón guateado y zapatillas de fieltro. El hombre examinó la tarjeta con sorpresa.
– Sí, soy Xiang. ¿Así que usted es miembro de la Asociación de Escritores Chinos?
Chen le había entregado su tarjeta de la Asociación de Escritores Chinos, un lapsus inexplicable.
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